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Domingo, 11 de diciembre de 2005

CINE > ROMAN POLANSKI PATINA FILMANDO “OLIVER TWIST”

Crónica de un niño mal acompañado

Después de El pianista, deseoso de filmar una película para todo público, empujado por su mujer a volver a ese libro que tanto lo fascina y –psicoanálisis mediante– exorcizar su infancia callejera en la Polonia de la Segunda Guerra, Roman Polanski se embarcó en la filmación de la novela más polémica (y más adaptada a la pantalla) de Charles Dickens: Oliver Twist. El resultado, sin embargo, parece ser una película tan hambreada y escuálida como su protagonista. Por eso, Rodrigo Fresán prefiere hacer memoria, recordar otras adaptaciones y volver a la gestación de esa novela de niño solo a la que tanto se le debe todavía hoy.

 Por Rodrigo Fresán

A Oliver Twist –sufrido héroe de Charles Dickens– se lo ama o se lo odia. Incluso los dickensianos más fervorosos suelen dividirse a la hora de abrazarlo y cubrirlo con una manta o de sacarlo a patadas de la biblioteca a la calle. Y es que el Gran Niño de Dickens –porque es uno de los pocos personajes del autor que no llegamos a ver crecidos; su contraparte femenina sería la tan llorada muertita Nell de La vieja tienda de curiosidades– no ha dejado de encantar o asquear a los lectores y críticos desde su misma publicación. Tal vez de ahí –quizás intentando solucionar el enigma en la gran pantalla– sea la criatura de Dickens que más veces ha ido al cine. Tal vez por eso se siguen filmando versiones de este personaje al que un crítico definió, acaso acertadamente, como “un monstruo de virtud” y que para un Graham Greene niño significó “comprender la simple explicación de nuestra lucha y de nuestras vidas, sabernos siempre acunados por la música de la desesperación, y habitantes de un mundo creado por Satán y no por Dios”.

UNO Lo que nos lleva al siguiente misterio: por qué alguien como Roman Polanski se metió en todo esto. Una respuesta fácil sería que se trata de un noble encargo, pero encargo al fin. Lo que se descarta de inmediato porque ha sido el mismo director de cine quien recientemente explicó que, después de El pianista, “tenía ganas de hacer una película para todo público; una para mis hijos”, y que “fue mi mujer quien me recordó mi fascinación con el libro”. Polanski también aclaró que, en principio, la idea no le atrajo porque ya existían –entre más de veinte adaptaciones, dieciocho de ellas mudas– las versiones muy exitosas y más que aceptables de Sol Lesser en 1922 (con Jackie “El Pibe” Coogan como Oliver y Lon Chaney como Fagin) y de David Lean (de 1948), la musical Oliver! de Carol Reed (1968), así como la última, televisiva y de 1997, con Elijah “Frodo” Wood y Richard Dreyfuss (y, ahora que lo pienso, tal vez el formato ideal de Dickens no sea el largometraje sino la miniserie, mucho más cercana en intenciones y logros a la novela por entregas en la que Dickens gobernó con puño de hierro y guante de seda, y no ha sido jamás depuesto o superado). Pero aun así, Polanski no se pudo sacar la idea de la cabeza y lo entendió como un desafío y –respuesta acaso psicoanalítica– un deseo de revivir y exorcizar, sublimando su desnutrida y callejera infancia en la Polonia de la Segunda Guerra Mundial. De ser así, la pregunta sería: ¿por qué no filmó El pájaro pintado de su compatriota y amigo Jerzy Kosinski?

DOS Porque hay que decirlo: el Oliver Twist de Roman Polanski aporta poco y nada a las versiones previas. Y para lo único que sirve es para reavivar la memoria de una novela imperfecta pero, al mismo tiempo, fundante, ya que se la suele señalar como la primera novela inglesa con un niño por protagonista.

Entre los pros de la película está la perfecta reconstrucción de Londres (en los cada vez más solicitados y concurridos estudios de la ciudad de Praga), ofreciéndonos esa metrópoli tan dickensiana y tan inmediatamente reconocible y querida y frecuentada como en su beatlesca versión swinging sixties. Está la audacia –sobre todo, tratándose de Polanski y de su fama– de ese dúo de prostitutas aquí apenas adolescentes. Y está la tantas veces comentada escena final –ausente en encarnaciones anteriores porque, luego de la muerte de Sykes, resulta un tanto anticlimática en lo visual– en la que Oliver visita a Fagin en la cárcel antes de que sea ahorcado. También hay en ella un cine tan académico, una forma de plantar los planos tan correcta como rígida –Polanski parece ilustrar más que filmar, como si quisiera grabar con la cámara los insuperables dibujos que hizo George Cruishank para la edición original de la novela– que hasta puede ser confundido con lo clásico.

Los contras son más numerosos. El pequeño e inexpresivo actor Barney Clark sólo se la pasa desmayándose y recuerda a aquel otro gran error de casting que fue el del joven Christian Bale para El imperio del sol. Clark no tiene ninguna chance contra el megaquerubínico Mark Lester (¿qué habrá sido de este chico?) o los ojos gigantes de Elijah Wood. El Fagin de Ben Kingsley es todavía más antisemíticamente exagerado que el de Alec Guinness (censurado en su momento en EE.UU.), pero no tiene nada de su gracia. Y lo peor de todo se lo llevan Jamie Foreman y Harry Eden; porque jamás habrá un Bill Sykes que supere al de Oliver Reed o un Jack “The Artful Dodger” Dawkins que le gane al de Jack Wild (¿y dónde está hoy este otro chico? Y lo más importante de todo: ¿dónde está la chica de Melody?). Y, para finalizar, Polanski decidió podar buena parte del argumento y los secundarios –aunque es de celebrar la eliminación de esa última y tan inverosímil y casi austeriana revelación en cuanto a la identidad de la madre de Oliver–, ofreciendo una versión tan correcta como desangelada y fría y en los huesos. Una película tan desnutrida y hambreada como su héroe.

TRES Aun así, una nueva venida de Oliver Twist sirve para repasar cuestiones interesantes no desde el punto de vista cinematográfico, pero sí desde el literario.

Oliver Twist –luego de la popularidad que le dieron sus Sketches y la gloria casi mundial conseguida con Los papeles póstumos del Club Pickwick, firmados bajo el seudónimo de Boz– es considerada la segunda novela de Charles Dickens aunque, en sus primeros tramos, fuera escrita en simultáneo con las últimas entregas de Pickwick. Oliver Twist, or The Parish Boy’s Progress es la primera en la que su autor se identifica como Charles Dickens, y es la primera de las muchas de sus obras con nombre y apellido en el título. Oliver Twist –publicada en veinticuatro entregas en la revista Bentley’s Miscellany entre febrero de 1837 y abril de 1839– tiene además la radical importancia no sólo de ser algo tan oscuro y criminal y tan diferente al luminoso y amable hombre de negocios retirado Samuel Pickwick sino que, además, Dickens crea aquí a su primer huerfanito, su primera gran llegada a Londres con zapatos en ruinas, a sus primeros grandes villanos, y la inaugural de las muchas revisiones metaficcionales, conscientes o inconscientes, de su propia y sufrida infancia. Oliver Twist es también su novela de literal y literario aprendizaje, ya que en ella se aleja por primera vez del formato de “bosquejos” o de episodios sueltos apenas unidos para intentar y conseguir un folletín de esos que obligan a seguir la acción entrega a entrega. Y, por último, Oliver Twist es la primera de sus creaciones que se ocupa y critica apenas indirectamente –en este caso la recién redactada Nueva Ley de Pobres– el estado de las cosas del Imperio: el célebre “Please, Sir... I want some more” del hambriento Oliver en el comedor del hospicio es una alusión clara a las exiguas raciones con las que el Estado alimentaba a sus parias y, a partir de entonces, convirtió a Dickens y a sus personajes en presencia y cita frecuente en las páginas de actualidad política y en los editoriales de los más prestigiosos periódicos.

La creación de Oliver Twist también coincide con el comienzo de una vida acomodada, la mudanza a la casa de Doughty Street, el nacimiento del primero de los diez hijos del escritor y con la llegada al hogar de Dickens de Mary Hogarth –adorable y adorada hermana de Catherine Hogarth, esposa del escritor–, quien moriría por un fulminante ataque cardíaco a los diecisiete años. Su inesperado deceso produjo en Dickens un shock del que jamás se repuso del todo, llegando a conservar los vestidos de la difunta, sacarlos de los armarios para mirarlos y, a lo largo de los años,insistir en que su deseo era ser enterrado en la tumba de esta joven, a quien definía “solemnemente, como la criatura más perfecta que jamás haya respirado en este mundo”. Peter Ackroyd –biógrafo definitivo del genio, ver su monumental Dickens de 1990– le atribuye a este sismo funeral una de las raras oportunidades en las que el escritor no respetó el deadline del siguiente capítulo, así como el brusco cambio de rumbo, humor e iluminación de la novela. Para cuando Dickens volvió a su escritorio, lo que había empezado como sátira y denuncia había mutado a tragedia íntima y poblada por sombras. Este “nuevo” Dickens más dark fascinó a sus seguidores y –sin esperar que el autor llegara a la última página– Oliver Twist ya se pirateaba y se representaba con diferentes posibles finales en diez teatros de Londres. El papel de Oliver –como más tarde el de Peter Pan, otro clásico de la niñez en movimiento perpetuo– estaba a cargo de actrices. Pero, como corresponde, los papeles más deseados –los más temerosamente aplaudidos, los más fervorosamente abucheados por el público– eran los de Fagin y Sykes.

Mientras tanto, a la altura del capítulo XVII, Dickens interfería en la narración para dirigirse a sus lectores y comentar el caprichoso modo en que el curso de las vidas se altera sin aviso con “cambios que nos pueden parecer absurdos, pero que acaban no resultándonos tan antinaturales como los consideramos en principio”, y así lo que hasta ayer nos parecía cómico, hoy, de golpe, nos hace estallar en lágrimas sin consuelo. A lo que se refiere Dickens, claro, es a todos los libros de Dickens que llegarán tras la senda de Oliver Twist. Libros felizmente infelices.

O viceversa.

CUATRO Y nadie lo duda: Oliver Twist no tiene la gracia perfecta de Cuento de Navidad, ni la pasión en espejo de David Copperfield, ni la ambición decimonónica de Casa desolada, ni la inteligencia de la que acaso sea la más lograda y madura de sus novelas: Grandes esperanzas.

Pero su lectura –y su visión– ofrece algo que no nos puede dar nada de lo que vino más tarde: el momento deslumbrante en que un artista elige las armas que manejará como nadie hasta entonces y como ninguno de allí en más.

En Oliver Twist se hace ya evidente lo que afirmó Henry James (“El escritor que conoce al hombre, si cuenta con la gracia y la elegancia de Dickens, nos ofrecerá retratos y paisajes por los que jamás podremos estar lo suficientemente agradecidos; porque con ellos aumentará nuestro conocimiento del mundo”); lo que dijo Gilbert Keith Chesterton (“Hay una frase proverbial que expresa bien esa mezcla infantil de apetito y repugnancia en Dickens: ‘relamerse con lo horrible’. Dickens se relamía con lo terrorífico como se relamía con el pudding de Navidad. Porque Dickens era un optimista y podía darse un banquete con cualquier cosa... El sentido del carácter grotesco del universo circula por el cerebro y el cuerpo de Dickens como la sangre siempre agitada y turbulenta de los duendes”); lo que enseñó Vladimir Nabokov en las aulas de la Cornell University (“El escritor puede ser un buen narrador o un buen moralista; pero, a menos que sea un encantador, un artista, no será un gran escritor. Dickens es un buen moralista, un buen narrador y un encantador espléndido... ¿Cuál es la impresión global que su obra produce en nosotros? La de precisión poética y emoción científica... El mundo de un gran escritor es, en efecto, una democracia mágica donde incluso el personaje más secundario, el más efímero, tiene derecho a vivir y evolucionar”); y lo que predica hoy John Irving, tal vez su discípulo más aventajado (“La suya fue una imaginación alimentada por la infelicidad personal y la dedicación de un reformista social... La intención de sus libros es la de conmover emocional y no intelectualmente; y es por este método que lo que Dickens pretende es influenciar las mentes y las almas. Dickens, en lo que a mí respecta, fue y es y seguirá siendo el rey de la novela”). Todo esto y mucho más se siente leyendo a Dickens y, como declaración de intenciones, ahí está esa escena y ese capítulo en el que Oliver entra a una biblioteca y le preguntan si le gustaría ser escritor, y él responde que preferiría vender libros. Dicho y hecho, y Charles Dickens es lo primero y lo segundo, y pocas veces un narrador pensó más y mejor en sus clientes lectores.

CINCO En cuanto a las intenciones de Roman Polanski acerca de filmar una película para “un público joven”, sólo diré lo que sigue: la tarde que fui a ver Oliver Twist hacía frío y llovía y el cine estaba casi vacío. De pronto entraron una madre y su hijito, ambos dickensianamente empapados y temblando y se sentaron delante mío. Y empezó la película y cada diez minutos la madre preguntaba a su hijo: “¿Tienes miedo?”. A lo que el hijo, sucesivamente, respondía: “No”, “Nooo” y “Noooooo” y “NOOOOOOOOO”. Cuando se encendieron las luces y Oliver volvía en carruaje a su nuevo y feliz hogar, escuché cómo el chico, con el más poderoso de los susurros, mientras se hundía dentro de su abrigo, comentaba: “No entiendo por qué no enviaron a Oliver a Hogwarts y le enseñaron a defenderse con su varita mágica...”.

Otras voces, otros huérfanos.

Y larga vida a la Reina, supongo.

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La misma escena en la película de Polanski y en la ilustración original de Cruishank: Oliver Twist pide “un poco más” de comida en el orfanato. En la novela, detona la expulsión del purrete y el comienzo de las aventuras. En la vida de Dickens, la escena es la primera de una serie de “denuncias” que incluirá en su obra sobre la miserable realidad del imperio británico.
 
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