Domingo, 11 de diciembre de 2005 | Hoy
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Esta carta al memorable sargento creado por Pratt y Oesterheld pertenece a Carta al Sargento Kirk y otros poemas de ocasión, el libro de poemas de Juan Sasturain que la editorial Gárgola distribuirá la semana que viene en Buenos Aires.
Por Juan Sasturain
Cañadón Perdido
Arizona State, USA
Querido Kirk, espero que al recibo de la presente
te encuentres bien, disfrutando
de un seco, enérgico verano
en el desierto –no recuerdo un
solo día de lluvia en tus
andanzas– en compañía de los
tuyos: Maha, el Corto y el
barbado doctor Forbes.
Te aclaro –hace tiempo que
no tendrás noticias mías–
que si me vieras no me reconocerías:
he crecido un poco –eso sería lo
de menos–, tengo la cara llena de
pelos y se me han poblado los alrededores
de mujeres y de hijos.
Suelo tener la cabeza ocupada
en mil asuntos sin importancia y
casi he olvidado –te pido me perdones–
el episodio de Corazón Sutton, la
cara del cacique pawnee y el nombre
del jefe de Fort Gibson.
En fin, bien sabes que han pasado
algunos años desde entonces,
cuando nos veíamos todas las semanas
y compartíamos una intimidad
que me enorgullecía.
Puedo darte –si quieres– noticias
de tus viejos: Hugo volvió a Italia
hace mucho y se dedica a ser
famoso y tratar de olvidarte en otros hijos.
A veces lo consigue: habrás oído
hablar del otro Corto, el Maltés, un
poco irónico para tu amistad pero
es hombre de agua y de este tiempo,
tu desierto puesto al día y
sin remordimientos.
En cuanto a Héctor, el viejo, no se fue.
Anduvo algunos años lidiando por estos
arrabales del mundo y de la democracia,
eligiendo bien en general
–me entiendes: del lado de los indios–
y no le fue mejor que a ti:
perdió amigos, el buen nombre en las
editoriales, cuatro hijas.
No es mucho en un país lleno de
sangre; es demasiado para un
hombre solo. Ahora es uno más en
una lista larga y llena de agujeros,
otros reciben tardíos premios
en su nombre.
De tus amigos, algo te puedo contar.
Juan Salvo, el extraviado Eternauta,
volvió para juntarse con la gente, hizo
la guerra como un acto de amor, los
Ellos le dejaron la historieta y se
quedaron con la historia por ahora.
Ernie estuvo por Vietnam y fue
un fracaso: alguien tecleaba
la Remington por él, le trabucaba
los papeles o algo así.
De Ticon, nunca más supe. Tampoco de
Caleb o Numock, sólo versiones
muy lavadas de aquellos bosques grises
con indios adornados e ingleses de paseo.
Al infalible Randall
lo fueron desbancando oscuros primos
mellizos, malas fotocopias
de su sombría puntería. En fin...
Pero no era mi intención
llenar estas cuartillas con
recuerdos de amigos de papel o
carne y hueso. Claro que no.
Sin embargo, no sabría decirte
en realidad por qué te escribo.
Acaso sea la burguesa soledad, ciertas
mentiras descubiertas entre dientes o
el aire esquivo y apurado con que
paso delante del espejo.
Te diré que no es fácil andar
a esta altura del mundo y de
la historia personal. Extraño
tu ranch y tus caballos,
esa amistad viril sin psicoanálisis
y hasta olvido que en tu mundo
de comanches y balazos no
habría lugar para mi cobardía.
No me acuerdo ahora de grandes
cabalgatas ni de puñetazos providenciales;
sólo me queda una escena: el manchón
de una hoguera en la noche y
tu simple certeza para
explicarle al Corto que más vale
luchar por una causa justa
que hacerlo simplemente por dinero.
Los comentarios corren por tu cuenta,
pero en un país sin hogueras ostensibles
y el desierto almidonado por la espada
no es fácil leer tus aventuras sin
nostalgia. Y no digo la pavada
de la moda a lo Presley o los
Cadillacs del ‘50. Quiero decir
que todo se ha complicado en estos años
que han venido cortos, lluviosos, sin
verano, mal barajados para la aventura
y con un cierto aire de perdonavidas
del que te mira pasar porque mañana
te la dará sin asco y por la espalda.
Hoy ese pibe que cabalgaba a tu
lado a los doce años se ha
bajado del caballo, desensilló hasta que
aclare otra vez, la próxima,
el bueno, que le dicen.
Tú me recuerdas –la culpa es de él,
de Oesterheld, este tuteo literario que
entorpece los cariños–, tú me recuerdas,
te decía: cuarto grado, miércoles de mañana,
me comía la vereda en el camino hacia
el Hora Cero que desplegaba tu blanca y
seca geografía. Un desierto, un
cañadón, el atajo salvador,
un tomahawk en la punta de un indio,
una bala que buscaba tu brazo, el hombro
o alguna costilla cruzada en el
camino al corazón.
Hoy los tomahawks llueven de punta o
por televisión, las balas suelen encontrar
corazones grandes, vulnerables, ya no
hay atajos salvadores y no quedan sargentos
desertores en el Séptimo de Caballería.
Quiero decir que las historias tuyas
eran un prólogo simple, un golpecito en
el medio de la espalda hacia adelante.
La vida reservaba la sortija en un
recodo con la certeza de tus corazonadas.
El mundo era un globo por inflar, una
mujer por besar, una escalera alfombrada por
el escenógrafo de la Paramount.
Sólo había que esperar
que el director golpeara las
palmas, alguien encendiera las luces,
y todo empezara de una vez.
Es cierto: todavía esperamos las palmadas,
el chasquido de la luz del set
y la metafísica patada en el culo
que nos mande a escena.
Pero no hay tiempo para las frustraciones
de la pequeña –chiquitiiiiiita– burguesía,
especie en extinción desde años ha
en sus variantes más coloridas.
Algunos suelen deambular por oficinas hostiles o
países aparentemente democráticos, sentirse
juntos en la cancha de fútbol o las
librerías de viejo, de pasada.
Correr como un imbécil por Palermo, creer
en Ramakrishna o el poder terapéutico de la
mosca en mano, en la confluencia cívico-militar
y otros fantasmas son estrategias endebles
para los que nacimos con el
empujón de tu mirada segura bajo el kepi
encasquetado con la solidez de los
ideales de la juventud.
Por eso es mentira esta película:
al fondo del cañadón, espaldas contra la
roca, con las balas y las flechas
silbando alrededor clásicamente,
viendo caer a la gente como moscas
–la idea es pobre, verdadera–
escuchamos un clarín salvador, un
galope nutrido de casacas azules y
banderita al viento. Pero no.
No venís vos al frente. Es Reagan.
Cambiemos de canal, de vida, de esperanza.
Al fin, querido Kirk, dear sargent,
espero que a la terminación de
la presente te encuentres bien,
en compañía –ya te lo dije–
de los tuyos y ahora también de los
(pedazos) míos, disfrutando
del aire limpio de un cielo
blanco de revista vieja.
Te informo, al respecto, que
ahora los kioscos son
verdes y blindados como los sueños
de un general de caballería
de estos tiempos, y que hay poco para
leer si no es en los ojos de la gente.
Tal vez por eso me dedico a juntar
figuritas con tu cara, tomar mate y
hacerme cada día más tanguero.
Una estrategia de amor, no
una coartada.
Pero tampoco es éste el lugar
para salvarse o encontrarle todas las
patas al gato personal, que nunca
importa demasiado sino a uno.
Al final, creo que está claro
–lo veo ahora, después de tantas
vueltas– que no pienso en volver
atrás ni pedirte un caballo fresco
de los que cría el Corto en sus corrales
para escapar de mí o de lo que sea.
Supongamos, mejor, que yo te invito
y te venís –o vienes, como quieras–, que
hay algo urgente por hacer y con
sentido: salvar a la muchacha, defender
a los indios o cualquier otra causa
siembre abierta. En eso estamos.
Un abrazo. Tu amigo
Juan
(1981)
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