Domingo, 18 de diciembre de 2005 | Hoy
PERSONAJES > LAS MEMORIAS DEL PRIMER MATRIMONIO DE DUCHAMP
A los 24 años, Lydie Fischer Sarazin-Levassor, una chica de buena familia parisina sin mayor vinculación con el mundo del arte, conoció a quien sería uno de los artistas más relevantes y revolucionarios del siglo XX y se convirtió en su esposa. Pero las cosas no resultaron lo que se dice una maravilla. Ahora, en su especial de fin de año dedicado a Marcel Duchamp, la revista ramona traduce por primera vez una antología de las memorias matrimoniales El corazón de la casada desnudado por su soltero, en la que la mujer abandonada salda cuentas con aquel marido que no usaba calzoncillos.
Por Lydie Fischer Sarazin-Levassor
Empezamos a hablar de pintura. Mi madre disculpó mi ignorancia por el hecho de que, viéndome poco dotada para las artes plásticas, me había mantenido apartada de ellas con el fin de evitar hacer de mí, colmo del horror, una joven señorita que pinta flores de acuarela sobre abanicos. Poco a poco, precisó su propia posición. Su indiferencia por los pompiers, su gusto por los impresionistas, Manet, Renoir, sobre todo Sisley. En cuanto al cubismo, no conseguía acostumbrarse, a pesar de las explicaciones que le daba Juliette Roche (señora de Gleizes), que a veces se encontraba en casa de sus amigos. Mi padre, feliz al ver cómo se distendía el ambiente, servía champán, hacía comentarios y estaba de acuerdo con mi madre, que pensaba que DADA era una inmensa farsa muy bien orquestada, que recordaba el gusto de épater le bourgeois que habían tenido los artistas y la gente de letras de su juventud. Se contaron historias graciosas sobre Maupassant y León Fontaine, mi madre incluso contó con inspiración e ingenio las anécdotas de aquella época, historias normandas. Nos reímos y la velada acabó mejor de lo que había comenzado.
Después de que se fuera Marcel, mamá me dijo: “Pobre hija mía, no sé si debo felicitarte. Este señor es cierta y notablemente inteligente, quizá demasiado para ti, mi gordita. Aunque parece muy unido a su familia, no sé si tiene mucho corazón. Te deseo que seas feliz pero lo dudo. En fin, tú has hecho tu elección, y tienes una edad en la que debes saber lo que haces”.
Yo no sentía gran simpatía por Man Ray, al que encontraba más bien indiscreto; pero me emocionaba mucho ver el afecto y la deferencia que demostraba por Marcel. En ese entonces, casi cada tarde, después de cenar, se organizaba la inevitable partida de ajedrez, la cual duraba más de dos horas durante las que yo contenía mi genio encendiendo cigarrillo tras cigarrillo, esperando con impaciencia el momento de volver a la calle Larrey, y de estar por fin a solas. No es que el ajedrez no me interesara como se ha pretendido, sino que estaba tan enamorada de Marcel que me ponía celosa del tiempo que se me robaba. Me parecía que aquella interminable partida interrumpía e incluso destruía el clima en el que nos encontrábamos y pensaba que Man Ray carecía de tacto al acaparar así al que yo consideraba como una propiedad personal. Yo no había comprendido todavía que la evasión que proporciona el juego del ajedrez era tan absolutamente necesaria para Marcel como el aire que le gustaba tanto respirar profundamente, que el lado abstracto de la especulación del pensamiento atrapaba las ideas pequeñas que llenaban su mente.
Tenía que ser fácil. Pero, después de todo, mi egoísmo quería que Marcel supiera que por él y para él, me había visto obligada a romper con lazos que me eran muy queridos. Al verme preocupada, Marcel me dijo con mucho afecto: “Hay que procurar convertirse en adulto de todas formas. Saber liberarse de las relaciones familiares. Deshacerse de su herencia, saber encontrarse a sí mismo. El sí mismo puro, del niño que acaba de nacer”. Yo opinaba sin comprender, ignoraba la diferencia entre la personalidad real y la adquirida que la rodea. Una planta joven necesita un tutor; cuando está bien arraigada, se le retira. Debe vivir sola.
Así es como, cada día, cada incidente, me obligaba a reconsiderar las visiones que daba por adquiridas definitivamente y sobre las que encontraba normal y fácil apoyarme:
“No –me explicó Marcel–, la vida plantea una serie de problemas y hay que resolverlos de nuevo cada vez. La experiencia y lo adquirido no constituyen una clave universal para resolver los problemas de la vida. No hay que prejuzgar, es decir juzgar de antemano, ¿no es verdad? No. Lo necesario es la reflexión constante y renovada de continuo, como para Trotsky la revolución permanente.
—Sea. ¿Pero y si mañana, después de reflexionar, el juicio de la víspera no nos parece ya conveniente?
—No tiene importancia. Se crea un equilibrio fatal como en el ajedrez. Hay que esforzarse siempre para verlo todo con una mirada nueva, incluso si nos contradecimos, porque el contexto de hoy no es nunca del todo el mismo que ayer.”
Toda esta actividad le había dejado poco tiempo libre para ocuparse de su vestimenta, y en realidad no poseía más que un mínimo estricto. La prenda más valiosa era un abrigo soberbio de lobo de Canadá, que le servía de cobertor en los días fríos, y una cazadora de carpintero americano que llevaba en casa como bata; no conocía el uso de calzoncillos o pijamas. Su ropa interior era, como lo marcaba la moda, de seda de un color solo, o casi siempre, a rayas. Le gustaban especialmente las rayitas muy finas de color rosa y otras dispuestas en pequeños grupos, como papel pautado, verdes o azules. Cuando nos casamos, hizo adquisición de algunas camisas y calcetines. Muy pocos.
Para él intentar llegar a la desposesión total era necesario para lograr la libertad, la libertad de vivir, de vivir intensamente cada minuto con la espontaneidad de un pájaro que picotea una semilla, la deja por una hoja, regresa y canta la alegría de su descubrimiento. El pájaro canta, es un artista; la ardilla reúne provisiones, es un desagradable burgués capitalista. Sin provisiones, no poseer nada porque poseer es sobrecargarse. Ser el viajero sin equipaje.
Por lo demás, Marcel no poseía nada, ningún objeto, ningún mueble familiar, ningún recuerdo. Todas sus pertenencias cabían en una maleta vieja donde guardaba algunas fotos y notas que hacían referencia a su obra pasada.
Marcel, que había explicado su lección a la manera socrática, concluyó: “Ves lo necesario que es eliminar al máximo todas las preocupaciones para mantenerse a fin de ser libre. La infancia y la adolescencia, períodos en los que esta función es única, forman una preparación sólida para el momento en que la función de crear florecerá. Esta, según el individuo, se puede ejercer desde la manera más material fabricando hijos hasta la manera más etérea del matemático o del jugador de ajedrez, que sólo construyen para sí mismos y sin ninguna concretización. Siendo así, ¿por qué no intentar desembarazarse de todas las preocupaciones que conciernen a la función de mantenerse, es decir evitar el encharcamiento material o intelectual (leer cualquier cosa) y la esclavitud acaparadora de lo que se llama ‘ganarse la vida’? Se hace indispensable liberarse reduciendo a un mínimo estricto y, por otro lado, asegurarse la manutención de manera regular y eficaz (rentas, mecenazgo, u otras) para el que quiere acceder a la función verdadera de creación, la del artista”.
Una vez, sin venir a cuento, fue a buscar la foto de “Nu descendant un escalier” y me dijo: “Esto no es un desnudo en el sentido de la desnudez, sino un desnudo arquitectónico. Imagina los planos diferentes que se ponen en movimiento, por ejemplo las paredes de los edificios que, en vez de permanecer quietas para siempre, se ponen a bailar, a elevarse, y este ballet es uno de los aspectos de la cuarta dimensión. ¿Sabes cuándo se le da la vuelta a un guante y podemos ver simultáneamente el interior y el exterior? Los cuerpos en movimiento se contraen, es una ley de la óptica. Lo que he intentado plasmar es la impresión que podría dar uno de estos planos, un desnudo en movimiento, si descendiera una escalera. Ha sido un trabajo muy interesante. Las reglas de la perspectiva y las leyes de la óptica se encuentran ahí. He tenido que investigar mucho y hacer muchos bocetos antes de la forma definitiva.
—Pero (objetaba yo), se titula Desnudo, ¡lo que quiere decir desnudez!
—Sí, en un sentido, mis desnudos arquitectónicos están desposeídos de todo ornamento, ¿no es cierto? ¡Son desnudos completamente desnudos!
—¡Si ya es difícil de comprender encima le añades juegos de palabras...! Y (aventuraba yo) por qué no el desnudo-propiedad, es decir el desnudo-propietario, el que posee un bien del que otro disfruta...
—Sigo siendo el hijo de un notario, así que no me la vas a pegar. Bien, mi desnudo bajando la escalera, ¡puede que sea un gran propietario que teme caerse! (exclamó rompiendo a reír con su carcajada homérica). Bravo, dices la verdad. Una obra de arte no debe imponer fatalmente una solución al que la mira sino, quizá, ser una puerta abierta a la imaginación de cada uno.
—No lo entiendo. El artista que crea una cosa y la muestra, ¿no desea que su mensaje sea interpretado correctamente?
—¿Mensaje, dices? ¿Por qué habría un mensaje?
—Pero (dije yo, desconcertada), el hecho mismo de producir y de mostrar su producción... ¿no hace del artista una especie de volátil que cacarea: co-co-coricó, ¡venid a ver mi huevo!?
—¡No! (añadió con una especie de cólera fría) ¡No es eso! Cuando se hace algo, se hace con las tripas, todo el ser participa, corazón y cerebro, y esto fluye espontáneamente en el placer de la creación como el goce en el amor. (Luego, calmándose) Todo el mundo crea durante todo el día sin pensar sin embargo que está emitiendo un mensaje. Esa es una concepción que hay que olvidar...”.
En los días siguientes, me sorprendió ver cómo Marcel retomaba muchas veces estas cuestiones que había descuidado desde que nos conocíamos, a pesar de mi curiosidad legítima: “Todo eso se acabó; ya no pinto más; sólo me divierte el ajedrez”. O: “¡Para qué! El pasado es lo que es”. Sólo como de pasada, y como quien no quiere la cosa, me dijo: “También he pintado un gran vidrio en Nueva York. No está terminado del todo, porque ha dejado de ser divertido. He tardado casi ocho años. Muy poca gente lo conoce, nunca lo he enseñado. Pero lo han visto en mi casa. Tendrás que verlo pero más tarde”.
Marcel y yo habíamos elegido utilizar la antigua fórmula del “usted” entre los cónyuges para marcar que el lazo del matrimonio no era un signo de posesión mutua total. El “usted” parecía indicar el respeto por la personalidad, con todo lo que implica en todos los sentidos. Este “usted” también formaba parte, desde nuestro punto de vista, de una especie de convención que evita cierta demostración de los sentimientos en público. No nos besamos delante de todo el mundo, ¿no es verdad?
Un día, Marcel me pidió que fuera a su casa de la calle Larrey, porque tenía que hablarme muy en serio de cosas que no se podían tratar en un café. Muy rápido, Marcel me explicó que, a pesar de la separación de hecho, no podía soportar más el lazo, el peso moral, la responsabilidad del matrimonio; que él era egoístamente soltero, que, cualquiera que fuese el afecto que pudiera tenerme, recuperar su libertad total era una necesidad absoluta y que era necesario divorciarse; pero que este divorcio no cambiaría en nada nuestras relaciones, que nuestra vida afectiva no se modificaría para nada; que me ayudaría y mantendría de la misma forma e incluso mejor, cuando dejara de estar abatido por el peso insoportable que representaba la idea misma del matrimonio. Yo estaba literalmente sofocada por la emoción.
Traducción: LouLou de Otegui.
El número de la revista incluye, además del texto completo sobre el matrimonio, una crónica de la estadía de Duchamp en Buenos Aires por Katherine Dreier, histórica promotora del arte moderno en EE.UU., coleccionista y presencia insoslayable en la vida del artista, una selección de textos de Maria Martins, artista brasileña y gran amor de Duchamp, y ensayos de los miembros del IMaDuBA (Instituto Marcel Duchamp en Buenos Aires). Se consigue en quioscos de revistas y librerías publicadas en www.ramona.org.ar
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