Sáb 20.07.2002
radar

Héroe

Nada es casual con David Bowie. Y mucho menos que en la tapa de su último disco aparezca con los ojos gélidos de tanto mirar. El hombre, que durante años vio antes que nadie lo que se venía en el camaleónico mundo del pop, ha decidido su
transformación más inesperada: no mirar para ningún lado. Y, una vez más, la vio antes que nadie.

› Por Rodrigo Fresán

En el principio de David Robert Jones –Brixton, Londres, 1947–, como en el principio de casi todas las cosas, están, claro, los Beatles y Bob Dylan. Los unos y el otro. Los unos son culpables a la hora de implantar –en un paisaje que, hasta entonces, desbordaba artistas siempre con las mismas canciones y la misma sonrisa y el mismo peinado– el primer mandamiento pop: Cambiarás con el sudor de tu frente. El segundo postula la posibilidad cierta de que un songwriter puede ser mucho más importante que una voz y que, sí, para vivir fuera de la ley hay que ser honesto, pero el premio invaluable es el de cantar lo que se te cante. Pero ellos –los Beatles y Dylan– no lo son todo, ni tampoco son el verdadero comienzo. En el principio hay un golpe y un puño que le cambia el color de un ojo. También aparece por ahí una foto de David Robert Jones junto a su primera banda, The Kon-Rads, en 1963, él sosteniendo un saxo y con aire perfectamente retro antes de que se pudiera ser retro porque atrás no había casi nada. Después vendrían The King Bees y The Mannish Boys y The Lower Third y Davie Jones y Davy Jones que se busca alias con nombre de cuchillo porque ya había un David Jones cantando... Y su look de flower-mimo que estudia con Lindsay Kemp y... La figura tutelar y lejana del loco Gene Vincent, quien en 1965, en el Palais de Sport de París, aseguró desde el escenario que él era Jesucristo y que había sido secuestrado por un ovni, provocando así la locura colectiva de un público que procedió a destruir el lugar y, de paso, inspirando la figura de rocker-mesías de Ziggy Stardust. Y la sombra terrible de su hermanastro psicótico Terry, quien le haría escribir algunas de sus mejores canciones –“The Bewlay Brothers”, “Jump they Say”– antes y después de suicidarse en 1985. O la estela del astronauta-junkie Major Tom. Y los intensos papelones a la hora de saludar haciendo el saludo nazi en Victoria Station o poniéndose esa peluca para hacer de elfo maligno en la película Laberinto y bailando junto a Mick Jagger en ese infame videoclip y... Las calles de Berlín y las autopistas de Los Angeles y las playas de... Y grabar un villancico con Bing Crosby, y un himno a la fama como estado de mente junto a John Lennon, y componer y grabar un número 1 en una tarde con Queen. En algún punto de todo eso y mucho más –en algún sitio entre el kabuki y el expresionismo alemán y la lentejuela lisérgica y el traje italiano– estuvo, está y estará David Bowie. Un hombre que eligió el rock “porque era el único lugar al que podía llevar todo aquello que me interesaba hacer”. Un artista que hizo un estilo de la manía referencial para probar y seguir probando, después de cuatro décadas, que más importante que ser la suma de las partes es ser primero –precisa e imprecisamente– todas esas partes por separado. Y después restarlas. Y entonces ver y oír lo que queda de la más sintética y by design droga del rock mientras te advierte que “siempre tuve una personalidad adictiva” y recuerda sus últimas palabras favoritas, las que dijo con su último aliento Samuel Beckett: “Qué mañana ésta...”.

SUPER YO
“Bowie Clásico Circa 2002”, proclama el sticker en la portada de Heathen, su nuevo disco, donde el David más Goliat de todos aparece con look de zombie fashion y como fotografiado por un clon de Man Ray. Y lo cierto es que –más allá de la boutade– el slogan tiene su verdad: con poco menos de cincuenta años de vida, el rock como especie ha sufrido mutaciones que a otras razas les lleva siglos; y con poco más de cincuenta años de vida, David Bowie es el perfecto representante de esta patología pop siempre debatiéndose entre la necesidad de mantenerse moderno para recién entonces poder considerarse clásico. O viceversa.
Así, desde que tenemos memoria, Bowie como transformador desesperado y Zelig adicto a la vanguardia. Su carrera puede ser leída como una sucesión de metamorfosis espasmódicas que arranca con tropiezos en 1964. Consigue el primer éxito en 1969 con una canción lunática para aprovechar el furor Apolo 11 y 2001: A Space Odyssey (“Space Oddity”). En 1971, abraza la manía referencial y lo que podría denominarse Camp David con el brillante Hunky Dory (y sus guiños a John Lennon, Andy Warhol, Bob Dylan, Lou Reed, su hermanastro psicótico y su hijito psicodélico y siguen las firmas). Inventa un alter-ego de éxito como método para hacerse universalmente famoso en 1972 con The Rise and Fall of Ziggy Stardust and The Spiders from Mars. Explora el glam-futurista con Aladdin Sane (1973) y Diamond Dogs (1974). Reinventa el sonido USA con Young Americans (1975). Descubre Berlín y a Brian Eno con la hermética trilogía Low/Heroes/Lodger (1977-1979). Se normaliza sin dejar de ser raro con Scary Monsters (1980), donde “explica” cómo tiene que ser la música y la estética de los ochenta para después abrazar el inconsciente colectivo mainstream con el multimillonario Let’s Dance (1983) y la megagira Serious Moonlight, donde –nada se pierde, todo se transforma– aparece tan parecido al casi niño que tocaba el saxo en The Kon-Rads. Por el camino, flirtea con el satanismo (le preocupa especialmente lo que van a hacer unas brujas de L.A. con su materia fecal), se vuelve muy cocainómano una vez y un poco loco varias veces (la lectura de Una extraña fascinación, la biografía de Bowie firmada por David Buckley, es una tan apasionante como graciosa investigación sobre el desorden de personalidad múltiple como credo y estética) y pasa buena parte de los ochenta y los noventa obsesionado por seguir siendo el más moderno de todos los modernos sin terminar de decidirse por esto o aquello o eso de más allá. Es entonces cuando incurre en actitudes un tanto lamentables como la gira Glass Spider y su tan firme como breve renuncia a su historia y catálogo para formar la efímera banda Tin Machine. Después, en algún momento, David Bowie empieza a preguntarse en voz baja, pero cada vez más alta, si no irá siendo hora de ir pensando en ser menos moderno y más clásico. Mientras tanto –mientras espera que se instaure el Oscar al mejor actor rocker (que vendría ser el Oscar al peor actor en cualquier otro género)– se casa con la modelo Iman, pinta, esculpe, sonríe con más o menos gracia en alguna que otra película, perfecciona su admirado site en Internet, invierte y casi siempre gana mucho en la Bolsa (donde sus canciones cotizan), revende a buen precio una y otra vez a sucesivas discográficas sus viejos éxitos y no tanto, y –si se lo compara con, por ejemplo, Mick Jagger– envejece envidiablemente bien. David Bowie es Dorian Gray y Mick Jagger es el retrato. A veces pasa.

ELLO
Los Beatles y Bob Dylan, ya se dijo. Los maestros. Bowie –eterno buen alumno– ha pasado varias décadas y demasiados discos mirando a uno y a otro lado, avanzando y retrocediendo en zigzag, cambiando de look y de drogas, convencido de que valen más cien bowies volando que un bowie en mano y, como dice una de sus canciones, “subiendo por la colina de espaldas”.
Brian Eno –el autorizado equivalente pop al profesor Higgins de My Fair Lady a la hora de sofisticar decenas de brutos en diamante– define al espécimen así: “No sé si es posible acorralar la contribución que Bowie ha hecho a la cultura pop en una sola cosa o faceta. Lo cierto es que él ha hecho de este eclecticismo una forma de vida y convincente especie de credo estético, y nos lo ha venido presentando del modo más natural, como si se tratara de lo más normal del mundo. Y de ningún modo suena o se ve como algo desprolijo y hecho a partir de pedazos rotos o piezas sueltas. Lo cierto es que no se puede comparar a Bowie con otros iconos como Elvis o Dylan. Presley jamás llegó a escribir una sola canción, por lo que ése es un terreno en el que ni siquiera puede arriesgarse a competir con David, quien ha firmado varias de las mejores canciones que andan dando vueltas por ahí. Y Dylan no es gran cosa si se lo considera desde el punto de vista de presencia en el escenario o capacidad teatral, así que sus territorios ocupan sitios muy diferentes en el mapa. A mí me parece que Bono admira mucho a David, pero Bono es tanto menos irónico... Uno de los rasgos más importantes de David es la ironía. Bono no es un ironista natural, así que no computa. Lo cierto es que, a la hora de la verdad, Bowie no tiene gran competencia. Su territorio es completamente inusual y él es un pionero a la hora de dedicarle máxima atención a la imagen pero, también, máxima atención a las canciones y a la composición. Algunas personas, el difunto periodista Lester Bangs entre ellas, dijeron y dicen que Bowie no es más que puro y fugaz estilo a la hora de alterar su superficie con ideas de segunda mano... Bueno, para mí eso es la perfecta definición del pop. Un arte popular. Las supuestas Bellas Artes son esas a las que podemos exigirles que sean completamente originales mientras nos engañamos a nosotros mismos convencidos de que su inspiración llega a nosotros directamente desde la cabeza de Dios. Lo cierto es que, en la música pop, todos están todo el tiempo escuchando a todos. Y Bowie probablemente sea el que mejor sabe escuchar”.
No es casual –si se lo piensa un poco– que Bowie haya ofrecido un vampiro convincente en la película El ansia y así, la atendible paradoja de que el que más y mejor oye se haya convertido –con el correr de los años– en el más y mejor oído, en la influencia polimorfa y perversa a la que chuparle la sangre que tanto chupó. En resumen: la acumulación de influencias y capas de pintura han hecho de Bowie un freak multicromático a veces genial y a veces demasiado ingenioso; y la influencia de Bowie en lo que vino después de él –no cuesta juntarlo con los Beatles y Dylan a la hora de una santísima trinidad frente a la que todos se arrodillan– desafía las posibilidades espaciales de este suplemento a la hora de intentar un recuento de nombres más o menos prolijo y exhaustivo.
(Entre paréntesis: hay un enorme y paradojal peligro en ser tan influyente como David Bowie y esa paradoja peligrosa se pone de manifiesto en la nunca del todo deseada –por demasiado numerosa– prole de la que suelen tener que hacerse cargo los padres potentes y siempre en celo. A Bowie le han salido varios hijos lindos y, también, una más que considerable cantidad de horribles bastardos de esos que acaban ridiculizando la figura del progenitor y, casi automáticamente, lo hacen lucir también ridículo a la hora de revisar, y relativizar, antiguos logros o nuevos méritos. Le sucedió a Dylan cuando lo acusaron de “plagiar mal” a Springsteen con “When the Night Comes Falling from the Sky” a mediados de los 80, durante sus días más dispersos; va a pasarle a Peter Gabriel cuando, en algunas semanas, saque su largamente esperado Up; y le ocurrió a Los Beatles cuando, después de tantos años, grabaron esas dos canciones “nuevas” para el proyecto Anthology y, horror, de golpe y sin aviso descubrimos que ahora Los Beatles sonaban exactamente igual a cualquiera de esas miles de bandas que se las habían pasado “homenajeando” a los Beatles durante casi tres décadas. Es más: ¡Los Beatles sonaban como la Electric Light Orchestra!)
Ser o no ser no es un interrogante atendible o complejo. Está claro: Ser. Pero cabe pensar que, una vez dirimido lo anterior, hay días en que David Robert Jones se mira al espejo y se pregunta ¿ser quién? Y la respuesta –David Bowie– es todavía más complicada que la pregunta.

YO
Y –buenas noticias, creo– todo indica que por estos días David Robert Jones ya no se pregunta quién toca ser sino quién quiero ser. Sutil, pero decisivo cambio de postura. Así de fácil.
“No creo que jamás vaya a escribir mi autobiografía. Muy complicado. ¿Y a quién puede interesarle? La gente se ha ido acostumbrando a negar el pasado y el futuro. Han elegido el presente. Así son las cosas y lo cierto es que esta actitud no me preocupa en lo que a mí respecta. Lo cierto es que hace tiempo que ya no me preocupa cuál es el sabor de moda, lo que no significa que haya dejado de tener sueños en technicolor. Mis sueños son más brillantes que nunca”, explica un Bowie que acaba de despertarse.
Así de fácil. La sabiduría –o la fatiga de materiales– comenzó a insinuarse a finales de 1999 con Hours... y la edición del álbum instrumental All Saints 77-99 (a los que habían precedido el auto/retro/referencial soundtrack para la serie de televisión “The Buddah of Suburbia” y los muy y un poco experimentales Outside y Earthling). La necesidad del viajero frecuente que descubre que ya le sobran las millas se hace evidente ahora con Heathen. El merecido reposo del guerrero –y de nosotros– donde lo sedentario se impone a lo nómade y Bowie se sobrepone al virus de sus influencias para convertirse en su propio médico de cabecera. En una entrevista, cuando le piden que beatifique al “artista más visionario de estos días”, Bowie bosteza y responde: “Nadie. Pero también es cierto que ya no estoy buscando con tantas ganas y entusiasmo”. Una relectura maliciosa y entre líneas de esta actitud revelaría, supongo, un: “¿Para qué voy a salir a comer un Big Mac cuando en casa tengo faisán?”.
En otra entrevista reciente, el artista más artista de todos explica el estado de sus cosas: “Cada vez pienso en lo poco que me va a gustarmorirme y en lo mucho que me gustaría vivir 200 o 300 años. La madurez te ofrece cada vez menos preguntas. Pero esas pocas preguntas están cada vez mejor formuladas. Probablemente sean preguntas más importantes y las respuestas sean más difusas, porque de lo que se trata ahora no es de qué hacer con tu vida sino de cuál es su verdadero sentido. ¿Para qué sirve? ¿Y quién hace mejor ropa: Gucci o Armani?”.
En Heathen, un Bowie bien vestido opta por reforzar su autorretrato a partir de las piezas del rompecabezas del paisaje. En realidad, es un –otro– juego perverso del siempre perverso Bowie, que esta vez invita a que lo miren cansado de ser voyeur. Así, las doce canciones de Heathen más bonus-track no son otra cosa que la banda de sonido para alguien feliz consigo mismo y feliz de ya no tener que demostrar nada, aunque un tanto oscurecido por la resignación crepuscular de haber cruzado el ecuador de la vida. Abundan, por supuesto, las contraseñas para connaisseurs del mito: el regreso de un productor legendario (Tony Visconti), guitarras paradigmáticas (Pete “The Who” Townshend y Dave “Nirvana” Grohl), versiones de temas ajenos cuidadosamente escogidos (la contracultura de los Pixies, la veteranía sólida de Neil Young, la revelación freak del Legendary Stardust Cowboy), remezclas à la page a cargo de Moby y de Air, referencias veladas a aquel 11 de septiembre y –aquí y allá– versos como mensajes apenas cifrados para poder decodificar lo que pasa por su corazón y su cerebro: “Nada permanece, todo ha cambiado y nada cambia”, “Algunos de nosotros siempre nos quedaremos atrás, en el espacio sigue siendo 1982: esa broma que siempre supimos”, “Oh, estos son días más que extraños”, “Creo en los Beatles, creo en que mi pequeña alma ha crecido”, “Estoy cambiando de trenes, saltando rieles, alterando mi tiempo”, “Exijo un futuro mejor”, “¿He mirado por demasiado tiempo?”. Y, ya saben, el rock empieza siendo extrovertido y acaba introspectivo. El rock –como el universo, como la vida– se contrae. Así que por qué no cantarle a todo eso con esa histriónica y suntuosa voz de crooner replicante y cyber-Sinatra caído a la Tierra que comprende –cansado de tantos años de alien profesional– que la Tierra no está tan mal después de todo y, por las dudas, compagina el lanzamiento de Heathen con la reedición conmemorativa del 30º aniversario de Ziggy Stardust en cajita y con librito y disc extra, porque el tiempo nunca se pierde y el pasado siempre se recupera.
David Robert Jones siempre fue muy bueno para eso y –cuando Dylan se asume como inalcanzable gran patriarca-tahúr electrizado y McCartney les canta a los bomberos de Manhattan– David Bowie ha descubierto, circa 2002, vestido por Gucci o por Armani, todo junto ahora, que no hay nada mejor ni nada más clásico y moderno que ser uno mismo.
Por fin.

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