Domingo, 29 de enero de 2006 | Hoy
DESPEDIDAS > MURIó CHRIS PENN, EL HERMANO DE SEAN
De manera casi imperceptible, en papeles por lo general secundarios, que dotaba de sentimientos y matices emocionales a los que pocos se atreven en cámara, Chris Penn se fue convirtiendo en un actor más y más opuesto a su hermano Sean: alguien que no se hacía notar, pero cuya presencia uno agradecía. Su muerte, el martes pasado, es doblemente triste: por todos los papeles que no va a poder hacer, y todos los que Hollywood no le supo dar.
Por Mariana Enriquez
Estaba gordo, no se lo veía saludable, pero dos días después de que se anunciara públicamente su muerte todavía no se sabía bien qué había ocurrido. A decir verdad, a Chris Penn no se lo había visto demasiado en los últimos años. Su cuerpo se fue volviendo más masivo, pero él se hizo cada vez más invisible. Hijo del director Leo Penn y de la actriz Eileen Ryan, pasó de ser una de las promesas de los ’80 (laboriosamente, a fuerza de varios notables trabajos secundarios) a convertirse, paulatinamente, en “hermano de”. A medida que Chris se iba expandiendo, su hermano Sean fue compactando su físico, intensificando sus actuaciones músculo por músculo: su punto límite, hasta ahora, llegó con Río Místico, donde ostenta su musculatura trabajada y tatuada. Y mientras que Sean fue ganando visibilidad pública, creciendo quizás hasta el agotamiento en su rabiosa militancia contra la administración Bush y la ofensiva sobre Medio Oriente, Chris pasó a un segundísimo plano.
Su último papel de alto perfil en una película fue en El funeral, de Abel Ferrara, hace casi diez años. Antes de eso, la última vez que había tenido algo importante para hacer o decir en el cine (tal vez con la excepción de su participación en Ciudad de ángeles, de Robert Altman) había sido como “Nice Guy” Eddie Cabot, el hijo del jefe de la banda en Perros de la calle, de Tarantino. Después de El funeral se fue esfumando a través de papeles de mafiosos y de policías, y de policías mafiosos; algunas de las películas no eran malas, pero a él solo le servían para seguir clavado en el mismo lugar, desperdiciándose. Su paso final por los cines argentinos fue fugaz y un poco triste, apenas un remedo de aquellos personajes en los que venía especializándose involuntariamente; un policía algo cerdo en Starsky & Hutch, la remake con Ben Stiller y Owen Wilson en clave paródica de la serie de los ’70.
Un artículo publicado año y medio atrás por la revista online Salon.com se dedicó a reivindicarlo, preguntándose por su suerte y repasando su carrera desde sus comienzos. Es una nota, vale aclararlo, escrita con saña y con ganas de cargarse a medio Hollywood, que parte de una idea-guía: Chris era mejor actor que su hermano Sean, o al menos igual de talentoso, pero “menos arrogante”. Así escribe Cintra Wilson, la autora de este artículo que hoy es una de las pocas páginas dedicadas al menor de los Penn: “Es difícil decir si Chris Penn se ha beneficiado tanto como se ha perjudicado profesionalmente de su relación con su hermano, el gran Sean, el gran Ahctor, con Ah mayúscula.
Chris es un experto en el único estado emocional complicado que Sean no muestra mucho: la humillación, con el rostro enrojecido. El aplastamiento del ego. La debilidad hipervulnerable, expuesta, del que-moja-la-cama, el fracasado, el perdedor sin suerte, el macho Beta, que en términos de capacidades actorales es una de las cosas más difíciles de hacer. Hay que ser un verdadero temerario para mostrarse abiertamente tonto, avergonzado, arruinado y asustado”. Y para argumentar sobre estas raras virtudes de Penn (y este rescate llegaba en un momento en que el actor no tenía anunciado ningún proyecto especialmente llamativo), Wilson rastrilla sus escenas más emotivas como personaje blue collar, es decir, como muchacho de clase media baja sin demasiadas expectativas de escapar del pueblo pequeño ni a la suerte de su padre, tanto en una de las primeras películas de Tom Cruise (una de fútbol americano llamada Por siempre joven) como en Footloose, donde era el chico tímido al que Kevin Bacon le enseñaba a bailar. De todo, esto hace más de veinte años. Y lo recorta en la única película que hizo con su hermano, Vivir para contar, en la que, según Wilson, queda claro que “lo de Sean es impresionante, pero Chris nos hace creer con tanta naturalidad en los personajes que uno apenas los nota. Es una elección más invertida, menos egomaníaca: siempre se pone al servicio del papel en lugar de ponerse al servicio de su carrera. Sean es un espectáculo, se come el escenario; Chris es lo opuesto, una bomba invisible”. Curiosamente, la nota de Salon.com ni siquiera menciona La ley de la calle, la película de Coppola sobre el libro de Susan Hinton que hace casi veintitrés años presentó a casi toda una generación de Hollywood, en la que Chris ya invertía su enorme capacidad emocional en apariciones brevísimas, y en la que bien podría haber estado su hermano mayor, quizá, de no haber existido Matt Dillon.
Chris Penn murió a los 40, en su cama, de causas en principio “naturales”, tal vez relacionadas con su sobrepeso. Eso es lo que hay, al menos hasta que lleguen los informes de toxicología. Cada uno de sus fragmentos, en sus buenas y en sus malas películas, demuestra que tenía más para dar. Para ver hasta dónde, basta revisar El funeral, probablemente su mejor película y su mejor actuación, como ese grandote pelirrojo, irascible, que se vuelve por momentos un poco idiota y loco y furioso, que deja sus pulmones en una canción, y que, llorando por su hermano muerto, llega a descerrajarse un tiro en la boca. Ahora él es el hermano muerto, la bomba invisible que –triste noticia para Hollywood, que no supo aprovecharlo– dejó de bombear de repente.
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