NOTA DE TAPA
Todos los años, el sitio de Internet www.edge.org, que nuclea a los científicos más importantes y prestigiosos del mundo, inaugura el calendario haciéndoles a sus miembros una pregunta crucial. La de este año fue ni más ni menos que: ¿cuál es la idea más peligrosa del mundo? A continuación, las diez respuestas más explosivas, y una yapa.
› Por Federico Kukso
Si a Sarmiento se lo recuerda –entre otras tantas cosas, por supuesto– por haber puesto el acento en la inmortalidad de las ideas desde las primeras páginas de Facundo, al filósofo norteamericano Daniel Dennett se lo evocará una y otra vez por haber remarcado su peligrosidad innata, esa capacidad que tienen las ideas de poner el mundo patas para arriba. Así lo hace en La peligrosa idea de Darwin, donde disecciona quirúrgicamente la teoría de la evolución (que, a su entender, rebasa ampliamente el campo de acción de la biología): como ocurrió con el heliocentrismo en los siglos XVI y XVII, la mecánica newtoniana y el psicoanálisis, que descolocaron al ser humano del centro del universo y del puesto de conductor de sus propios actos, la teoría de la evolución por selección natural provocó, provoca y provocará sacudones filosóficos casi epilépticos de la misma índole, aunque mucha gente no lo sepa. Dennett recuerda que Darwin trastrocó como ninguno el “mundo tranquilo”, bondadosamente creado y con un propósito único: el hombre. Fue la segunda muerte de Dios, el eclipse de una certeza, la apertura a un mundo sin diseñador, de relojes sin relojeros, de individuos como algoritmos biológicos, moldeados por un proceso lento, ciego, ubicuo e imparable llamado evolución. La idea de Darwin no sólo se esparció sobre la ciencia, sino que se filtró “peligrosamente” por todas las grietas del pensamiento occidental.
A casi 140 años de aquel temblor, la física relativista, la mecánica cuántica y la biología molecular –con sus clones humanos aún inexistentes pero plausibles– amagan con coronarse también como ideas peligrosas. Pero no son las únicas ideas en pugna. Hay al menos unas 119 actualmente dando vuelta al mundo, como las reunidas en www.edge.org, uno de esos sitios “faros” de Internet, que funciona como una especie de ágora para científicos, intelectuales curiosos, pensadores varios y cualquier otro alentador de la “tercera cultura”. Creado por el agente literario John Brockman, desde 1997 se estrena cada año con una pregunta, un interrogante abierto, una especie de juego intelectual que convoca a los pensadores top del momento. En 2005 fue “¿Qué cree usted que es verdad aunque no pueda probarlo?”, y en 2006 le tocó el turno a “¿Cuál es tu idea peligrosa?”. De alguna manera, los 119 ensayos esbozan un mapa intelectual, multidisciplinario, que ilumina, asombra y al mismo tiempo confunde, pero que por sobre todo nos indica dónde estamos parados. Y dónde, tal vez, estaremos mañana.
En la larga lista hay de todo: físicos, biólogos, matemáticos, artistas plásticos y sobre todo psicólogos que mitigan o inflan el conflicto ciencia-religión: S. Kosslyn, por ejemplo, propone una “ciencia de lo divino” que estudie a Dios y pueda terminar aceptándolo. Otros son más combativos, como Sam Harris, quien plantea radicalmente que la ciencia debe destruir la religión. El filósofo inglés Barry Smith, mientras tanto, se corre de la pelea y apunta a la desesperación al señalar que lo que lleguemos a conocer no nos cambiará. El biólogo evolucionista Paul Ewald anuncia una nueva edad de oro en la medicina y se pregunta si vencer el cáncer, el sida y la diabetes, por ejemplo, amenazará el statu quo y si llevará a la ruina a la industria farmacéutica. Hay también ideas locas: el arqueólogo Timothy Taylor propone pensar al cerebro como un artefacto cultural, esto es, que los actos culturales moldean (así como son determinados por) los genes. El neurobiólogo Leo Chalupa aboga por un día de completa soledad para conseguir un funcionamiento óptimo del cerebro, constantemente bombardeado por la televisión, los teléfonos, e-mails, celulares, libros y revistas. El físico Brian Greene insiste en la idea de que tal vez nuestro universo es uno entre muchos que conformarían un “multiverso”. El matemático Rudy Rucker piensa qué sucedería si se descubriese que las estrellas, colinas, sillas y rocas tienen mente propia. Y para el famoso psicólogo experimental Steven Pinker, que los talentos y temperamentos están escritos en los genes.
Todas ideas muy interesantes y con su disruptiva carga explosiva. Pero no tan detonadoras como las siguientes (y arbitrarias) diez.
Por Martin Rees
Un examen de la opinión pública revela –al menos en el Reino Unido– una actitud en general positiva hacia la ciencia. Sin embargo, esto está asociado a una extendida preocupación de que la ciencia podría estar perdiendo el control. A mi parecer, esta idea es peligrosa, pues de generalizarse podría llegar a autocumplirse. En el siglo XXI, la tecnología cambiará el mundo más rápido que nunca: el medio ambiente, nuestro estilo de vida, incluso la naturaleza humana misma. Ninguna generación estuvo tan influida por la ciencia como la nuestra: la ciencia ofrece un potencial inmenso, pero podría traer desventajas catastróficas. Estamos viviendo el primer siglo en el que los riesgos más grandes proceden no de la naturaleza sino de la acción humana. Casi cualquier descubrimiento científico tiene el potencial de ser usado tanto para el mal como para el bien. Por lo que no podemos aceptar sus beneficios sin confrontar también sus riesgos. Las decisiones que tomamos, individual o colectivamente, determinarán si las consecuencias de la ciencia del siglo XXI serán benignas o devastadoras. El peligro real está en que caigamos en la inacción por un sentimiento de fatalismo: la creencia de que la ciencia avanza tan rápido –así como que es influida intensamente por presiones comerciales y políticas– que nada de lo que hagamos importa.
Los cínicos van un poco más lejos y dicen que cualquier cosa científica o técnicamente posible será hecha –en algún lugar, en algún momento– sin importar las objeciones éticas. Sea verdadera o falsa, esta idea es extremadamente peligrosa pues engendra un pesimismo desesperado y anula los esfuerzos para asegurar un mundo más justo. El futuro será más seguro a través de los esfuerzos de personas menos fatalistas.
Martin Rees es astrofísico y profesor de Cosmología en la Universidad de Cambridge.
Su último libro se titula Nuestra hora final.
Por Craig Venter
De nuestro análisis inicial de la secuencia del genoma humano, sorpresivamente con un número menor de genes humanos que los esperados, parecía que los deterministas genéticos habían sufrido claramente un revés. Después de todo, aquellos que buscaban un gen por cada rasgo y enfermedad no daban cabida a los veintipico mil genes hallados en vez de los cientos de miles anticipados. Descifrar las bases genéticas del comportamiento humano ha sido un esfuerzo complejo e insatisfactorio debido a las limitaciones de las herramientas existentes para analizar los rasgos que involucran múltiples genes. Pero todo esto atravesará pronto una revolucionaria transformación: la tecnología de secuenciación de ADN avanza a un ritmo exponencial. En un tiempo tendremos complejas bases de datos de docenas, primero, y cientos de miles a millones de genomas, después. En una década comenzaremos a acumular rápidamente el código genético completo de seres humanos. Y por primera vez en la historia, seremos capaces de determinar exactamente qué depende de los genes y qué depende del ambiente. Sin embargo, cuando usemos estas nuevas y poderosas computadoras y bases de datos para ayudarnos a analizar quiénes somos como humanos, ¿estará lista la sociedad en su conjunto, mayormente ignorante y con miedo a la ciencia, para las respuestas que consigamos? Por ejemplo, sabemos por experimentos en moscas de la fruta que hay genes que controlan muchos comportamientos, incluyendo la actividad sexual.
Ahora bien, atribuimos comportamientos en otros mamíferos a ciertos genes, pero cuando se trata del ser humano parece que nos gusta aferrarnos a la idea de que todos somos creados por igual, o que cada chico es una “pizarra en blanco”. A medida que obtengamos más secuencias de genomas, estaremos forzados a abandonar las interpretaciones políticamente correctas. En otras palabras, estamos en el umbral de una biología “realista” de la humanidad. Inevitablemente, se nos revelará que hay fuertes componentes genéticos asociados a aspectos atribuidos muchas veces a subtipos de personalidad, capacidades lingüísticas y mecánicas, inteligencia, actividades y preferencias sexuales, pensamiento intuitivo, memoria, temperamento, etc.
El peligro está en lo que ya sabemos: que en realidad todos los seres humanos no estamos creados por igual.
Craig Venter es biólogo y conocido por ser el cerebro detrás del Proyecto Genoma Humano.
Por Paul Bloom
Me interesa la noción de que la vida mental tiene una base puramente material. La idea peligrosa, entonces, sería que el dualismo cartesiano es falso. Si lo conocido como “alma” es algo inmaterial e inmortal, algo que existe independientemente del cerebro, entonces el alma no existe. Este argumento es conocido por psicólogos y filósofos, pero para el resto de las personas el rechazo del alma inmaterial llega a ser anti-intuitivo y absolutamente repulsivo. Patrick Lee y Robert George ya delinearon algunas preocupaciones desde la perspectiva religiosa: “Si la ciencia mostrara que todas las acciones humanas, incluyendo el pensamiento conceptual y la voluntad, son simplemente procesos cerebrales, implicaría que la diferencia entre los seres humanos y otros animales es superficial, una diferencia de grado en vez de una diferencia de clase, y que careceríamos de algún atributo especial merecedor de un respeto especial. Lo cual socavaría las normas que impiden matar y comer seres humanos como matamos y comemos gallinas”. En definitiva, el rechazo del alma nos daría la licencia de hacer cosas terribles a otros seres humanos. En cambio, otros, como Peter Singer, piensan que haría que fuéramos más benévolos con otros animales.
Sin embargo, abandonar la idea de alma sí tendría consecuencias reales. Afectaría lo que pensamos en relación con las células madre, al aborto, la eutanasia y la clonación, entre otros ejemplos. Tendría implicaciones morales y legales (surgirían excusas del tipo “mi cerebro me hizo hacerlo”). Incluso, es más peligrosa que la idea de evolución por selección natural que nos mantuvo ocupados en 2005: la batalla entre evolución y creacionismo es importante porque es en la que la ciencia toma posición en contra de la superstición. Sin embargo, al igual que el origen del universo, el origen de las especies es un tema de gran importancia intelectual pero de poca relevancia práctica. En contraste, el rechazo del alma requeriría que las personas repiensen lo que pasa cuando mueren y abandonar la idea (compartida, por ejemplo, por casi el 90% de los norteamericanos) de que sus almas sobrevivirán a la muerte de sus cuerpos y que ascenderán al cielo. Es difícil encontrar algo más peligroso que eso.
Paul Bloom es psicólogo de la Universidad de Yale y autor del libro Descartes’ Baby.
Por Jesse Bering
Con cada vuelta de tuerca científica, cada vez que ajustamos nuestro conocimiento del mundo natural, tiramos más las correas del bozal de Dios. De la botánica a la bio-ingeniería, de la física a la psicología, ¿qué es la ciencia sino verdadera revelación? ¿Y qué es revelación sino la negación de Dios? Los científicos emprendemos una búsqueda humilde: correr detrás de la realidad. Muchos sufrimos la severa y rabiosa mirada de la teocracia norteamericana, cuyo corazón sigue latiendo fuerte en este nuevo año del siglo XXI. Nosotros apoyamos valientemente la verdad, en toda su maravillosa, amoral e insignificante complejidad, por encima de la destructiva Verdad nacida de las mentes temblorosas de nuestros ancestros. Mi idea peligrosa, me temo, es que no importa cuán lejos nuestros pensamientos salten al eterno cielo del progreso científico, no importa cuán deslumbrantes sean los efectos de este progreso, Dios siempre morderá a través de su bozal y nos ahuyentará de la noche estrellada de los ideales humanísticos.
Nunca llegará el día en que Dios no hable por la mayoría. Nunca llegará el día en que Dios no susurre en los oídos más ateos. Esto es porque Dios no es una idea ni una invención cultural ni el “opio de las masas” o algo por el estilo. Dios es una idea implantada en el cerebro por la selección natural.
Como científicos, debemos esforzarnos y trabajar y esforzarnos otra vez para silenciar a Dios aunque esto sea como cortarnos las orejas para escuchar con mayor claridad. Dios también es un apéndice biológico; hasta que reconozcamos este hecho por lo que es, hasta que eduquemos a nuestros hijos con esta idea, El continuará aullando su descontento por lo que queda del Tiempo.
Jesse Bering es psicólogo de la Universidad de Arkansas (EE.UU.).
Por Terrence Sejnowski
Nunca pensé que me convertiría en omnisciente durante mi vida, pero mientras Google continúa mejorando y la información online sigue expandiéndose, he logrado la omnisciencia para varios objetivos prácticos. Internet ha creado un mercado global para ideas y productos, haciendo posible que individuos en esquinas distantes del mundo puedan conectarse entre sí de manera automática. Esto lo ha conseguido al ampliarse exponencialmente el ancho de banda. Por lo que me pregunto, ¿cuánto se parece el poder computacional de Internet al del córtex cerebral, la parte más interconectada de nuestro cerebro? En estos momentos Internet y nuestra capacidad de buscar en ella están en el rango de almacenaje y capacidad de comunicaciones del cerebro humano, y se presume que lo sobrepasará en el 2015.
Desde su creación en 1969, Internet ha crecido a un tamaño ni siquiera imaginado por sus inventores, a diferencia de la mayoría de otros sistemas ingenieriles que caen cuando son presionados más allá de sus límites de diseño. El crecimiento y estabilidad de Internet se deben en parte a su habilidad de regularse a sí misma, decidiendo cuáles son las mejores rutas para mandar los paquetes de información según el tráfico existente. Como el cerebro, Internet tiene ritmos biológicos. Y el crecimiento de Internet en las últimas décadas se asemeja más a evolución biológica que a una construcción ingenieril.
Pero, ¿cómo sabremos cuando Internet cobre conciencia de sí misma? El problema es que ni siquiera sabemos si algunas criaturas de este planeta son conscientes. Por lo que sabemos, Internet ya podría haber despertado.
Terrence Sejnowski es neurocientífico computacional del Howard Hughes Medical Institute y autor de The Computational Brain.
Por Karl Sabbagh
Nuestros cerebros puede que no estén lo suficientemente equipados para entender por completo el universo y nos estamos engañando si pensamos que alguna vez podremos hacerlo. ¿Por qué debemos esperar ser capaces algún día de entender cómo el universo se originó, se desarrolló, y cómo funciona? Mientras que los cerebros humanos son complejos y capaces de muchas cosas asombrosas, no hay necesariamente ninguna relación entre la complejidad del universo y la complejidad de nuestros cerebros, así como el cerebro de un perro es incapaz de entender cada detalle del mundo de los gatos o la dinámica de la trayectoria del palo que le arrojamos.
La historia de la ciencia se puede dividir en dos tipos de avances en el conocimiento. Por un lado está el entendimiento imperfecto que más o menos funciona, y que luego es modificado o reemplazado por algo que funciona mejor, sin destruir la validez de la teoría anterior. La teoría de la gravitación de Newton, por ejemplo, fue reemplazada por la de Einstein. Por otro lado está el entendimiento imperfecto de ciertos fenómenos, que suele ser reemplazado por nuevas ideas que no les deben nada a las viejas. La teoría del flogisto y el éter, por ejemplo, fueron reemplazadas por ideas que condujeron a predicciones más certeras y que nos convencieron de que estaban más cerca de la verdad. ¿Cuál de estas dos categorías se aplica al actual estado de la ciencia? ¿Podríamos estar engañándonos y en presencia de teorías de flogisto modernas?
Incluso si estuviéramos bien en ciertas áreas, ¿cuánto de lo que queda en el universo por entender realmente entenderemos? ¿Cincuenta por ciento? ¿Cinco por ciento? Entendemos tal vez la mitad y todo el poder de computación que podamos reunir quizá nos haga avanzar solamente un uno o dos por ciento más en el tiempo de vida de la especie humana.
Karl Sabbagh es escritor, productor televisivo y autor de The Riemann Hypothesis.
Por Freeman Dyson
Así como ocurrió con la computación en el último medio siglo, la biotecnología será domesticada en los próximos 50 años. Esto implicará la aparición de kits del tipo “hágalo usted mismo” para, por ejemplo, jardineros que podrán diseñar sus propias rosas y orquídeas, o criadores de animales dentro de poco capaces de diseñar sus propias lagartijas y serpientes. Será una nueva forma de arte, tan creativa como la pintura o el cine. Aparecerán juegos biotecnológicos para chicos de preescolar, como juegos de computadoras, pero esta vez con huevos y semillas reales. Y los chicos se apegarán a los organismos que creen. Esto implicará una explosión en la biodiversidad en la medida en que se diseñan nuevos ambientes para hacer caber millones de bichos nuevos alrededor del mundo. Los paisajes urbanos y rurales serán más variados y más fértiles.
Habrá dos peligros obvios y severos. Primero, niños inteligentes y adultos maliciosos hallarán la manera de convertir estas herramientas biotecnológicas en peligros latentes como microbios letales. Segundo, padres ambiciosos se las rebuscarán para –biotecnología mediante– modificar a sus propios bebés. La gran pregunta sin contestar es si podremos regular la biotecnología domesticada para que pueda ser aplicada libremente en animales y vegetales pero no en microbios y humanos.
Freeman Dyson es físico y autor de Disturbing the Universe.
Por Paul Davies
Algunos países, incluyendo Estados Unidos y Australia, han negado el calentamiento global. Arrojan dudas sobre la misma ciencia que hizo sonar las alarmas. Otros países, como Gran Bretaña, en cambio, entraron en pánico y quieren reducir las emisiones de gases invernadero. Las dos posiciones son irrelevantes, pues de cualquier manera es una lucha sin esperanzas de ser ganada.
A pesar del alza reciente del precio del petróleo, este combustible sigue siendo lo suficientemente barato. Conociendo la naturaleza humana, la gente seguirá utilizándolo hasta que comience a acabarse. Mientras tanto, los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera seguirán subiendo.
Los que abogan por bajar las emisiones de gases de efecto invernadero intentan asustarnos proclamando que un mundo más cálido es un mundo peor. Mi idea peligrosa es que probablemente la cosa no vaya a ser así. Algunas cosas malas sucederán. Por ejemplo, el nivel del mar subirá inundando algunas costas fértiles y altamente pobladas. Pero, en compensación, Siberia quizá se convierta en el granero del mundo. Algunos desiertos se expandirán, y otros se achicarán. Algunos lugares se volverán más secos, otros más húmedos. La evidencia de que el mundo será peor es endeble.
Lo cierto es que tendremos que adaptarnos, y cualquier adaptación siempre es dolorosa. La población deberá desplazarse. En los próximos 200 años algunas regiones actualmente densamente pobladas estarán desiertas. Pero los movimientos de población en los últimos 200 años también fueron drásticos. Dudo que algo más drástico sea necesario. Una vez que la gente se percate de que, sí, el mundo realmente se está calentando y que no, no implica el Armageddon, entonces acuerdos internacionales como el Protocolo de Kyoto sucumbirán.
La idea de darse por vencidos es peligrosa porque en realidad no se debió llegar a este punto. La humanidad posee la tecnología y los recursos para recortar las emisiones de gases invernadero. Carecemos de la voluntad política. Puede que, después de todo, el calentamiento global no termine siendo tan malo, pero otros actos de vandalismo ambiental son llanamente imprudentes: el debilitamiento de la capa de ozono, la destrucción de los bosques tropicales, la contaminación de los océanos. Darse por vencido ante el calentamiento global sentará un mal precedente.
Paul Davies es físico de la Universidad Macquarie (Sydney, Australia)
y autor de How to Build a Time Machine.
Por Clifford Pickover
Nuestro afán de realidades virtuales crece día a día. Mientras nuestro entendimiento del cerebro humano se acelera, crearemos realidades imaginadas y un conjunto de memorias para alimentar esos simulacros. Por ejemplo, algún día será posible simular una visita a la Edad Media y, para hacer la experiencia bien realista, incluso nos aseguraremos de que el visitante crea que de hecho estuvo en la Edad Media. Se implantarán falsos recuerdos, que reemplazarán temporalmente los recuerdos reales. Esto deberá ser fácil de hacer en el futuro teniendo en cuenta que ya podemos engañar a la mente a través de drogas como la DMT (dimetiltriptamina). Cuando entendamos más cómo funciona el cerebro, seremos capaces de generar visiones más controladas.
Además, nuestros cerebros son capaces de simular complejos mundos mientras dormimos. Si comprendiésemos cómo la mente induce la convicción de realidad, podríamos lograr que el viaje a la Edad Media parezca real, aunque la simulación fuese imperfecta.
En el futuro, por cada vida real se crearán diez vidas simuladas. Por ejemplo: trabajás diariamente como programador en IBM. Sin embargo, cuando salís de la oficina sos un caballero medieval con una brillante armadura que asiste a banquetes fastuosos y les sonríe a damiselas y bellas princesas. A la otra noche, estás en el Renacimiento y vivís en la costa italiana. Cada una de estas vidas será única y representativa de la experiencia humana.
Clifford Pickover es matemático y autor de Sex, Drugs, Einstein, and Elves.
Por Rodnew Brooks
Lo que más me preocupa es que quizá la transformación espontánea de materia inerte en materia viva sea un hecho extraordinariamente improbable. Sabemos que ocurrió una vez. Pero qué pasaría si encontrásemos un montón de información en las próximas décadas que indicase que esto raramente sucede.
En lo que me queda de vida se puede esperar que exploremos la superficie de Marte y las lunas de los gigantes gaseosos. También esperamos ser capaces de fotografiar con más resolución planetas extrasolares como para detectar evidencia de actividad biológica a gran escala. ¿Qué pasaría si pese a esto nada indica presencia de vida? ¿Cómo repercutirá en nuestra concepción de que la vida surgió espontáneamente? No la cambiará pero hará que sea más difícil defenderla de ataques no científicos. Estar solos en el Sistema Solar tal vez no vaya a ser un shock tan importante, pero estar solos en la galaxia, o peor, estar solos en el universo, me parece que nos conducirá a la desesperación y a retroceder a la religión como nuestra salvadora.
Rodnew Brooks es director del Laboratorio de Inteligencia Artificial y Ciencias de la Computación del MIT y autor de Flesh and Machines.
Por Charles Seife
Nada puede ser más peligroso que la nada. La humanidad se ha sentido desde siempre incómoda con el cero y el vacío. Los antiguos griegos los declararon irreales y no naturales. Teólogos argumentaron que el primer acto de Dios fue el de desterrar el vacío creando el universo ex nihilo. Pensadores de la Edad Media intentaron prohibir el cero y otras cifras árabes. Pero el vacío está en todas partes a nuestro alrededor; la mayoría del universo es vacío. Aunque inventemos historias para convencernos de que el cosmos es un lugar acogedor, lleno y atractivo, la nada nos seguirá mirando fijo con sus ojos huecos y vacíos.
Charles Seife es profesor de periodismo en la Universidad de Nueva York, ex colaborador de la revista Science y autor de Zero: The Biography Of a Dangerous Idea.
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