CRóNICAS > MARíA ESTHER GILIO EN LA VIEJA EUROPA
Una vendedora de bufandas revelando los entretelones familiares de las revueltas en los suburbios de París. Una inusitada especialista en literatura argentina. Y la memoria de un español que murió añorando Uruguay. Con el mismo arte de la intimidad que la hace una gran entrevistadora, María Esther Gilio ha }convertido tres encuentros fortuitos en una inesperada postal de la Europa que todavía late bajo la Comunidad y el Euro, signada por el exilio, la mezcla y la violencia.
› Por Maria Esther Gilio
Hay momentos en que entre una visita al Louvre y la conversación con una vendedora de bufandas callejera uno elige a la vendedora de bufandas, aunque el museo constituía el proyecto cultural del día y en el momento de la elección estaba a tres cuadras del bar donde tomamos café. Esta elección, por supuesto, nada tuvo que ver con el Louvre, tan digno de respeto como siempre, y sí, mucho, con los vientos que azotaban París desde los suburbios hacia el centro.
El día anterior a éste de la curiosa elección, el gobierno de Chirac había decretado toque de queda, lo cual no preocupaba a nadie en los barrios centrales. Se sabía que el decreto tenía por finalidad dar a la policía la posibilidad de controlar el paso de los suburbios al centro y no molestar a los elegantes ciudadanos que salían a divertirse al caer la noche.
Mi vendedora de bufandas, rostro oscuro y castigado, pañuelo en la cabeza que dejaba escapar algunos cabellos grises, me vendió una bufanda en seis euros y accedió a sentarse a mi mesa cuando se dio cuenta, por mi acento, de que no era francesa. “Soy de Sudamérica”, le dije cuando quiso saber. “¿Y cómo se siente aquí?”, preguntó. “Bien, bien, soy turista.”
–Ah sí, los turistas se sienten bien. Los países tratan muy bien a los turistas.
¿Usted no es francesa?
–Sí, soy aunque no lo parezca. Llegué hace cerca de 50 años con mi marido y mis dos hijas cuando Argelia era todavía francesa. A los pocos años mi marido murió de tristeza, mis hijas de casaron, tuvieron hijos. Hijas más francesas que nosotros, pero no del todo –dijo golpeando suavemente la mesa de mármol con la mano abierta.
¡Pero si nacieron aquí!
–Sí, nacieron aquí, pero tienen un color que no las favorece.
Yo tengo la sensación de que aquí, en Francia, hay mucha menos discriminación que en España, por ejemplo. Son muchas las parejas interraciales que
se ven en la calle.
–Sí, es verdad. Lo que pasa es que aquí la discriminación no es sólo por el color. Los que en esa época llegamos de Argelia, aunque éramos franceses, nunca pudimos salir de los suburbios. Y los suburbios... los suburbios no son Francia.
Sí, entiendo. Recuerdo varias películas sobre el tema:
El té del harem de Arquímedes, El odio y Todo comienza hoy.
–No sé, yo no voy al cine. Nunca voy al cine.
Esas películas se referían a la dura situación en los suburbios. Eran muy buenas.
–Yo le pregunto: ¿por qué en un país tan rico hay barrios así? ¿Por qué no tenemos todos los mismos derechos? ¿Usted cree que si un inglés viene a vivir a Francia lo tratarán como a nosotros?
Creo que no.
–Sin embargo, la historia es que nosotros, los que llegamos de Argelia, aunque éramos franceses, nunca pudimos instalarnos más que fuera del centro de París. Y nunca salimos de allí. En realidad, los jóvenes dicen que ése no es el problema. A ellos no les importa vivir donde vivimos. Les importa que la educación allí no es buena. Por lo cual no consiguen buenos trabajos y con frecuencia están desempleados. Los presidentes prometen que cambiarán estas cosas, pero después que suben se olvidan.
¿Chirac también prometió?
–Sí, claro. Todos los presidentes, sean del partido que sean, prometen, pero ninguno cumple. Ni van a cumplir. Somos franceses de segunda. Y hoy todo es peor.
¿Por qué peor?
–Porque estamos maldecidos por el miedo.
¿Miedo, además? ¿Por qué?
–Porque nuestros muchachos ya no quieren este destino. No quieren ser para siempre los que sufren los sueldos más bajos y la desocupación. Ellos están dispuestos a todo para cambiar su destino.
Cuando un árabe dice “dispuestos a todo”, hay que temer.
–Ellos no tienen miedo y las abuelas sí tenemos miedo, y las autoridades nos presionan para que impidamos que nuestros muchachos salgan de noche.
Cuando salen, hay enfrentamientos.
–Sí, porque están muy enojados. Ultimamente están más que enojados y hacen lo que no deben, porque así no se consigue nada.
¿Cuántos autos quemaron?
–Muchos, muchos. Aunque no tantos como dicen los diarios.
Pero además de los autos quemados hubo muertos. Varios muertos.
–Hubo dos.
Quiere decir que la policía tiró.
–No, no tiró; murieron porque, perseguidos por la policía, tuvieron que esconderse en una usina donde se electrocutaron. Ellos dicen que esto no es verdad, que nadie los persiguió hasta allí. Pero mienten. De cualquier manera yo prefiero obedecer lo que nos pide la policía.
¿Qué les pide?
–Que no dejemos salir a nuestros muchachos. Yo trato... Prefiero que estén desocupados y no muertos. Pero ellos no nos obedecen y salen igual. Ellos no tienen miedo.
Camino en Roma por la calle Banchi Vecchi, buscando la casa de mi amiga Lily. Sólo algunas casas tienen su número visible y a veces uno puede estar un largo rato buscándolo porque están medio borrados, escritos sobre la pared. Hace mucho frío y el suelo de piedras irregulares está mojado y lleno de charcos. Pasa una mujer y le digo: “Por favor, busco el 43. ¿Usted lo ve?”. La mujer, pelo castaño, ojos claro y sonrisa fácil, se vuelve hacia la pared y busca el número conmigo: “Mire, aquí está, cuarenta y tres”. Corro para verlo. Llamo. Lily me abre, pero yo no entré porque la mujer me retiene del brazo mientras me pregunta si soy argentina. “No, soy de un país chiquitito que está al lado, Uruguay.” “Ah sí, de nombre lo conozco”, dice. “Mi marido es argentino. Bueno, ya no es más mi marido. Tuve una hija con él que ahora tiene 11 años, pero él ya no está conmigo, ahora tiene una mujer de Europa del Este”, dice con expresión radiante.
Lo cual a usted no le importa.
–Lo más importante con él fue la hija, que la tengo yo. Y que me hizo conocer a los escritores argentinos. Ahora estoy dedicada a estudiarlos.
¿Borges?
–Sí, también. Pero el que a mí más me gusta no es tan famoso.
¿Manuel Puig, Ricardo Piglia...?
–No, no. Tal vez usted no lo conoce: Haroldo Conti.
Ah sí, lo conozco. Haroldo fue amigo mío –dije yo, con lágrimas en los ojos, pues soy llorona–. Yo soy periodista y lo entrevisté un domingo en el Tigre una o dos veces antes de su desaparición –mis palabras y mis ojos brillantes de lágrimas llamaron las lágrimas de la desconocida que, llorando, ella sí con lágrimas que rodaban por sus mejillas, me tomó las manos.
–No puede ser, no puede ser, no puede ser. Este es un milagro. Un verdadero milagro.
¿Por qué un milagro?
–Porque ese hombre está en mis pensamientos desde hace un año. Estoy estudiando su obra y escribiendo.
Realmente es un milagro. El, Marta, su mujer, y yo pasamos un domingo en un lugar
llamado el Tigre, invitados por Eduardo Galeano. Allí le hice la entrevista.
–Cuénteme de la entrevista.
Ambos estábamos al sol, sentados en un mueble de madera. Creo que tomábamos mate. Haroldo tenía un montón de piedritas y las tiraba al agua haciendo sapitos.
–Esto es misterioso. Muy misterioso. Algo quiere decir.
Sí, claro –dije yo, pensando en Paul Auster, a quien estas cosas le pasan a cada rato.
–Pero, además, ¡Eduardo Galeano! ¿Cómo puede ser que Dios la haya puesto en mi
camino? –decía ella, mezclando su voz con la de Lily, que gritaba desde el portero eléctrico:
“¿Todavía seguís ahí?, ¿qué hacés?, ¿por qué no subís?”.
Nos despedimos con promesas de mails y besos en las mejillas. Las de ella están muy mojadas.
Viajar en avión en clase turista puede figurar entre las torturas del siglo. Si el señor cuyo asiento sostiene nuestra bandeja se mueve, el agua que está en nuestro vaso tambalea, se mueve y puede caer. Si el pasajero que tenemos a la derecha o a la izquierda tiene sueño pesado, debemos armarnos de audacia para despertarlo y pedirle que, “¡por favor!”, nos deje pasar para ir al baño. Todo esto más otras iniquidades de las compañías de aviación uno puede contornarlas si la pasajera o pasajero del costado nos ofrece alguna forma de consuelo. “Mirá –dijo mi pasajera de la izquierda–, yo no voy a comer la magdalena. ¿La querés?” “Bueno, si querés, te paso el sandwich.”
Qué raro, tu acento a veces parece español y a veces uruguayo.
–Soy uruguaya. Salí de Uruguay con mi padre cuando tenía 12 años.
Tu padre, también uruguayo.
–Mi padre, español. Tenía 17 años cuando llegó, a comienzos de los años ’50. En 1974 le robaron el taller varias veces y decidió volver a España. Volvimos. Nunca se acostumbró. Extrañó Uruguay hasta su muerte, hace unos años.
¿Qué extrañaba?
–Todo. Cuando llegó al país, a los 17 años, un tío que había llegado antes le puso un mate en la mano y le dijo: “Chupá esto; aquí se toma con los amigos”. Mi padre tomó mate como un criollo y nunca más lo abandonó.
¿No lo habré conocido?
–Se llamaba Manuel Patiño Otero.
No, no lo conocí. ¿En qué trabajaba?
–Tenía un taller de chapa y pintura en Arenal Grande, en Goes. Allí, los sábados iban los amigos a tomar mate y a comer asado. Tenía amigos uruguayos y de todas partes. Italianos, judíos. Estando en España, muchos sábados, recordando Uruguay se ponía muy melancólico. Nunca se consoló de haber vuelto a España. Cuando sabía de gente que se iba para España a vivir, decía: “Pobrecitos, no saben lo que hacen”. Nunca se recuperó de haber abandonado Uruguay. Uruguay fue, hasta su muerte, una espina en el corazón.
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