Domingo, 30 de abril de 2006 | Hoy
TELEVISIóN > EL MONTECRISTO DE ECHARRI REESCRIBE LA HISTORIA
En los últimos tiempos, la historia de El conde de Montecristo, el célebre folletín de Alejandro Dumas, ha sido revisitada más que nunca: Kill Bill, Oldboy y la reciente V de Venganza son algunas de las adaptaciones a otros tiempos y lugares de la historia de venganza en la Francia posnapoleónica. Desde la semana pasada, le llegó el turno a la Argentina. Y a pesar de ciertos dislates, el Montecristo de Pablo Echarri parece esconder una insospechada e inteligente vuelta de tuerca a la historia: la de ex represores enriquecidos y bebés apropiados durante la última dictadura.
Por Hernán Ferreirós
Los folletines del siglo XIX, como buena literatura popular, estaban construidos con viejas fórmulas narrativas –la cultura popular se caracteriza por no confrontar con su público y, en cambio, ofrecerle la satisfacción de devolverlo a lo que ya conoce–. Sin embargo, fueron un laboratorio narratológico único ya que obtenía semana a semana, tras la publicación de cada nueva entrega –precursor artesanal del rating minuto a minuto–, una respuesta concreta acerca de qué peripecias, qué personajes o qué dispositivos catárticos eran mejor recibidos. Los hallazgos del período resultaron tan efectivos que siguen presentes en la narrativa actual.
El conde de Montecristo (1844) fue uno de los folletines más exitosos de su siglo y, por ello, uno de los más influyentes. No sólo existen cerca de treinta versiones cinematográficas, sino que es posible rastrear sus tópicos en infinidad de historias populares que parecen otras pero, en realidad, son la misma. ¿Cuál? Un joven es arrancado de una vida plácida por una traición brutal; apartado del mundo inicia un largo proceso de transformación y, ya convertido en otro, más rico, más culto, más implacable, mejor, inicia una elaborada venganza sobre sus antiguos enemigos. Que su nombre sea Edmundo Dantés, que haya sido detenido en el terrible castillo de If, que el traidor sea un rival en el amor o que su historia se cuente contra la de la Francia posnapoleónica son detalles contingentes.
Hoy, Montecristo se nos aparece por todos lados: desde la novela de ciencia-ficción (la extraordinaria Las estrellas, mi destino, de Alfred Bester) hasta el cine de “autor” (Kill Bill de Quentin Tarantino), el oriental (Oldboy), el de acción (la más reciente versión de Batman, que blanquea su deuda con Dumas ubicando el entrenamiento y la conversión de Bruno Díaz en el vengador encapuchado en una prisión exótica) pasando por el comic (V de Vendetta y su versión cinematográfica) y, también, el heredero formal más directo del folletín, la telenovela.
El juego de identidades de telenovela no es idéntico al de todas las demás: aquí no se trata de una sirvienta que es en realidad hija ilegítima del rico o un pleyebo que tiene sangre azul, la verdadera identidad a descubrir es la de una chica apropiada. Las filiaciones reales no vienen aquí a confirmar el orden impuesto sino a destruirlo.
Antonio Gramsci, en sus escritos sobre literatura popular, agrega más títulos a la lista ya que señala la novela de Dumas como el texto que introdujo, bastante antes de Nietzsche, el concepto de superhombre en nuestra cultura. En consecuencia, también la filosofía, y, de paso, todas las historietas de superhéroes –una de las maquinarias narrativas más poderosas de los últimos 70 años–, le deben algo.
En este panorama, no es muy sorprendente que Edmundo Dantés goce de buena salud y viva en la Argentina. Tampoco que tenga los trabajados pectorales de Pablo Echarri o que su historia se emita todas las noches por Telefé. De hecho, dada su ubicuidad, no es la primera vez que algo así sucede: ya hubo telenovelas basadas notoriamente en el folletín de Dumas (la mexicana Yo compro a esa mujer, por ejemplo).
Lo que sí resulta sorprendente es que se haya decidido cruzar este frecuentado texto con una parte distintiva de nuestra historia, la que tiene como protagonistas a ex represores prósperos y a apropiadores de bebés impunes.
Santiago Díaz Herrera (Echarri) es un joven abogado, a punto de casarse con su gran amor, Laura Ledesma (Paola Krum). Marcos (Joaquín Furriel) es su mejor amigo y está enamorado de la misma chica. Además, es hijo de un empresario llamado Alberto Lombardo (Oscar Ferreiro) que oculta un pasado como médico de un centro de detención clandestino. Cuando el padre de Santiago (Mario Pasik), un juez que trabaja en una causa de apropiación de bebés, está a punto de reabrir una investigación que involucra a Lombardo, el hombre ordena la muerte del magistrado y del hijo, que podría continuar con la investigación. Santiago, quien se encuentra con Marcos en un torneo de esgrima en Marruecos, es emboscado y herido gravemente. Marcos comprende que se encuentra frente a la oportunidad de quedarse con la mujer que ama, y abandona el país. Santiago, muerto para el mundo, en verdad queda prisionero en una cárcel marroquí.
“¿Para qué se toman tanto trabajo si finalmente lo dejan vivo?” es una pregunta de economía narrativa que también se hizo Dumas hace 160 años. En su novela la respuesta es simple: la mujer que aman los dos jóvenes declara que se suicidaría si descubriera que su gran amor está muerto. La telenovela no da ninguna respuesta. Esa y otras improbabilidades erosionan lentamente las buenas intenciones de la producción. Que un argentino esté preso en una cárcel marroquí vaya y pase. Pero cuando el piso de su celda se abre y del hueco sale ¡otro argentino! (Ulises Dumont como el abate Farías) las leyes de probabilidades se van al demonio. Si, acto seguido, el prisionero escapa y, medio muerto, en la costa española, es rescatado por, sí, otra argentina (Viviana Saccone, médica inmigrante con un acento madrileño intermitente), ya es difícil tomarse lo que sigue en serio.
En este contexto de caras de telenovela, dislates narrativos y citas directas al folletín de Dumas (en un giro involuntariamente borgeano, Echarri se pone a leer El Conde de Montecristo), la aparición de represores y apropiadores de bebés podría hacer ingresar a la tira en el terreno de lo desvergonzadamente bizarro.
Sin embargo, tal mezcla no es improcedente. En múltiples ensayos sobre la literatura de masas, Umberto Eco explica que en el centro de todo relato popular hay una escena de agnición, esto es, de reconocimiento. Llega un momento en que el siempre presente juego de disfraces, amnesias, mentiras o nombres falsos termina y uno o varios personajes revelan su identidad: “Luke, soy tu padre”, es la agnición más conocida del relato más popular del siglo XX. En el folletín, en la telenovela, este momento suele ser una confirmación de un linaje (el bueno pobre resulta familiar de los ricos malos y se crea un mutante que concluye el relato: el rico bueno), una reivindicación que reestablece el statu quo en lugar de cuestionarlo. Por definición, un relato popular no es revolucionario. Sin embargo, el juego de identidades planteado por esta telenovela no es idéntico al de todas las demás: aquí no se trata de una sirvienta que es en realidad hija ilegítima del rico o un plebeyo que tiene sangre azul, la verdadera identidad a descubrir es la de una chica apropiada. Las filiaciones reales no vienen aquí a confirmar el orden impuesto, el ingreso del protagonista a la esfera del poder, sino a destruirlo y a fundar otro. Esta es una transformación inteligente y muy pertinente en nuestro país, sobre un formato extraordinariamente conservador que no suele recibir demasiadas transformaciones.
En esta subversión de la escena central de las telenovelas encuentra sentido el cruce de Montecristo con nuestra historia reciente. Al mismo tiempo, la novela plantea, tal como señaló Gramsci, la existencia de un hombre extraordinario para el que las leyes no se aplican: “Tengo mi propia justicia”, dice Edmundo Dantés. El problema no es que Edmundo ejerza justicia por mano propia, sino que la ejerza como sujeto individual, único. Si la novela tomara este camino, estaría reproduciendo los mecanismos de consolación de la literatura popular más reaccionaria, que ofrece una compensación imaginaria –el superhéroe que castiga a los villanos–, en lugar de plantear la posibilidad de la acción de un sujeto colectivo, que es quien puede cambiar el curso de los acontecimientos en el mundo real. Si tales fueran los acontecimientos se terminarían borrando con una mano los cambios que se escribieron con la otra.
Pero todo esto por ahora no llegó. Por ahora, en esta primera semana, Montecristo está urdiendo su venganza, una que funciona en dos sentidos, hacia adentro de la ficción, con una interesante transformación de las estructuras convencionales de la telenovela, y también hacia afuera: ¿acaso no es este Montecristo una venganza de Telefé por la traición impensable de Marcelo al irse del canal?
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