Domingo, 25 de junio de 2006 | Hoy
INVESTIGACIONES > QUé FUE DE LOS TAMAGOTCHIS
Por Natali Schejtman
Si cada tanto reaparece alguna nueva propuesta de mascotas virtuales adaptada a los avances tecnológicos de hoy –internet, celulares, etcétera–, lo cierto es que ninguna logró meterse en tantos hogares como los tamagotchis de mediados de los ’90, unos objetos circulares a pila que irrumpían a toda hora con inusitadas demandas y sorprendían, también a toda hora, con muertes inimaginables. Ahora, apenas si es posible encontrar pocos ejemplares en algún polirrubro barato o entre coleccionistas de juguetes viejos. Pero entonces: ¿qué pasó con ese ejército nipón tamaño bolsillo que en su momento llegó a preocupar a padres y autoridades escolares? Aquí, algunas respuestas.
Corría el año ’97 y Federico Fahsbender se sentía un outsider de su secundario de Zona Norte. Era bastante retraído, coleccionaba comics y estaba tomando la difícil decisión de patear para siempre “una existencia medio bizarra”, dejando atrás el death y el black metal y volcándose hacia la moral del hardcore. Como parte de su personal terapia de rehabilitación llegó Igor, un tamagotchi que Federico se había comprado en un puesto callejero, una mascotita destinada a encender su “ego bondadoso”: “Al principio yo lo cuidaba, le daba cariño, empecé a considerarlo como un hijo. Pero no siempre podía estar encima. A veces me portaba como típico mal padre divorciado hijo de puta: primero mis cosas, después Igor. Y tuvo varias muertes por eso: porque yo estaba en clase, por ejemplo, y no podía atenderlo”, cuenta hoy a los 23. Lejos de dejarse vencer por las sucesivas muertes (sólo había que restartearlo para que volviera a nacer), Federico empezó a notar que cuidar de su tamagotchi lo reconfortaba en un momento de sinsentidos y acné. Comenzó una época en que lo llevaba de un lado a otro, les prestaba atención a sus necesidades fisiológicas, a tal punto que un día Igor amaneció con alitas en su pantalla, un guiño de agradecimiento en lenguaje virtual. Una tarde, después de una extenuante jornada de ensayo, Federico se fue a dormir la siesta. Igor gozaba, supuestamente, de salud rebosante y en su sueño no sospechó ni remotamente que cuando se despertara Igor dibujaría en su minúscula pantalla unas cruces como reemplazo de ojos y boca. Al verlo muerto, Federico se sacó: “Me agarró una demencia total y dije ‘Fuck you tamagotchi! ¡No me vas a hacer sufrir más!’”. Entonces lanzó el cadáver de Igor contra el piso de su cuarto y lo aplastó con su bajo, hasta desfigurarlo por completo. Una vez descuartizado, lo lanzó con violencia por la ventana, esperando que algún animal de Beccar se lo comiera. Después de tal desilusión, prometió nunca más encariñarse con un “monstruito que se muere de nada” ni desplazar a su gata de su dedicación exclusiva.
“Yo estoy muy pegado a la cultura asiática”, explica con ascetismo Nicolás Melmann, como para enmarcar su fascinación tardía con el tamagotchi, mientras propone una visita guiada por su cuarto para mostrar todo lo oriental que hay en sus estanterías: pilas de dvd de Takashi Mike o Shinya Tsukamoto, viejas revistas de diseño japonesas, varias copias de Kyoko, su primer y flamante disco, con una portada hecha a base de diarios japoneses; muñequitos de personajes de animé –desde cabezas gigantes con esos ojazos redondos sobreabiertos hasta recreaciones en cuerpo entero de AstroBoy y Slam Dunk, una orgullosa Mac (ideal para tocar en vivo) y, en medio de todo, el cadáver del tamagotchi, un artefacto rojo y amarillo que perdió el colgante. Nicolás lo encontró en un puesto de juguetes viejos, en una plaza, y se lo compró el año pasado, con 24 añitos: “Me lo tomé muy en serio, empecé a jugar, era como un reality show”, recuerda, mirando de reojo el objeto. Pero el aparato mostraba una fragilidad escandalosa, nada lo mantenía vivo y eso a Nicolás le resultaba insoportable, tanto que hasta llegó a enemistarlo con el bicho. Fue entonces cuando decidió comenzar una seguidilla de asesinatos experimentales, muy a lo hamster: lo hacía correr por horas, lo dormía y despertaba, se excedía con las inyecciones hasta matarlo por sobredosis y llegó a ejecutarlo reiteradas veces tocando con un alambre justo ahí donde su sistema vital no podía más que reiniciarse. Después de tantas muertes y reseteos, llegó el momento mundano de su extraña relación con esa “cosa amorfa”: se acabaron las pilas y quedó postrado en un estante. Nicolás no renuncia a su interés por la mascota virtual, pero confiesa algunos reparos: “Pensé en comprarme otro, pero no quería que fuera tan trucho. Me gusta, es divertido, pero también me pasa que cuando se muere logra apenarme”.
Pasaron siete años y Mora Martin puede contar el último día de su Dinky Dino –la versión jurásica del tamagotchi– con ligereza, aunque enseguida recuerda lo desahuciada que se sintió en ese momento, y de qué manera apabulló a su hermano con insultos y a grito pelado. “Para mí no era un juego, ¡era de verdad! Es como ahora cuando esperás un mail, que estás pendiente todo el tiempo...”, se ríe a los 19, reconociendo que ya en ese momento estaba un poco crecida para aficionarse a ese extraño jueguito. A los 12, su dependencia era absoluta y cada muerte era una frustración que, en última instancia, se superaba con la mágica tecla reset. Pero ésta, la última, la más sangrienta, fue la peor de todas. Como todos los días, Mora le había dado de comer a su demandante artefacto y se había ido al colegio, dejándolo en alguna repisa, sin imaginarse el trágico atentado irreversible con que su hermano mayor, claramente escéptico del boom de las mascotas tamaño llavero, atacaría al dinosaurio virtual. A la vuelta del colegio, Mora hurgó por toda la casa sin éxito en busca de su animal. A simple vista, el Dino no estaba por ningún lado. Sólo le faltaba revisar en el jardín. Lo primero que vio fue una silla alejada, sobre el pasto. Raro. Caminó unos pasos en esa dirección y advirtió una de las teclas, tiradas en el piso. Después, la pantallita. Y ahí entendió todo: su hermano había colocado al Dinky Dino en una silla y le había dado tres tiros con su propio juguete, una escopeta de aire comprimido que hizo trizas a la pobre mascota.
Mora no se acuerda exactamente qué hizo con los huesos. Sospecha que no lo pudo haber tirado en ese momento, que lo guardó por un tiempo largo hasta que una mudanza se encargó de enterrar el cuerpo en el olvido, definitivamente.
En la familia, todos conocían la siguiente anécdota: una vez, los primos de Carolina tuvieron que hacer un viaje y le dejaron a la idishe abuela la tarea de cuidar de sus tortugas acuáticas. Al regreso, cuando fueron a buscarlas para llevárselas de vuelta a casa, se dieron cuenta, para sorpresa de todos –incluso de la abuela–, de que las dos tortugas estaban híper obesas y muertas, flotando en el agua. Es irrisorio imaginar que algo así como una predisposición genética pueda estar involucrado en la muerte del tamagotchi de Carolina Colmenero, pero lo cierto es que ella hoy se regodea haciendo jugar la historia de su mascota virtual en las grandes ligas del psicoanálisis. Carolina estaba atravesando un verano muy de barra de amigos todos-juntos-todo-el-tiempo (“El club del clan con onda banana”, se llamaban a sí mismos), y así fue como tres de las chicas del grupo –doceañeras, excepcionales dentro del resto de sus amigas hippies tecnofóbicas y anticonsumo– se cayeron un día con tres tamagotchis, para cuidar entre todos: “¡Seguro que me lo compré en el Alto Palermo!”, dice Carolina con humor, que pasó ahí buena parte de esas vacaciones noventosas. Los bebitos virtuales eran cuidados por todos y Carolina llevaba encima el suyo a todas partes. Hasta que tocó el tradicional almuerzo familiar de los sábados, todos comiendo hasta desabrocharse el cinturón, sin poder negarse a una bobe amorosa. Durante la sobremesa, una vez en el living, Carolina y sus primos empezaron a jugar con el muñeco a pilas y con especial saña lo hicieron atragantar de comida, tal vez embebidos en el espíritu de la casa o en la tradición familiar. El tamagotchi no aguantó semejante cantidad de alimento y se declaró muerto a los pocos minutos de la ingesta. Carolina recuerda esa como la última escena de su mascota. Después de ese episodio familiar, ella ni intentó revivirlo y lo dejó a un costado para siempre.
“No soy de establecer vínculos fuertes. Soy más bien solitaria..., no me gusta que dependan de mí.” Valeria Waingarten llega a esa conclusión después de contar cómo pasaron por sus manos unos cinco tamagotchis y cómo el entusiasmo por el nuevo integrante devenía en una indiferencia con matices de maldad. Valeria los compró siempre por convicción: a los diez, hinchó para ganarse el primero, una versión pirata del que se vendía en las jugueterías; entre los quince y los dieciséis volvió con el hábito; a los dieciocho, lo mismo, esta vez desde la nostalgia. Ahora, a los veinte, confiesa que sintió una tentación irrefrenable cuando un tamagotchi fluorescente y desagraciado parecía pedirle por favor que se lo llevara de esa góndola de un Todo x 2 pesos: “¡Era re tierno!”, dice Valeria para justificar su debilidad por las mascotas virtuales, pero enseguida el ímpetu flaquea: “¿Pero por qué me despertaba a las 6 de la mañana? ¿Otra vez me necesitás? ¡Yo tengo una vida! ¡Date cuenta!”, sonríe con chispa y hace como si le hablara a uno de esos aparatos, personificado ahora por su mascota real, una chihuahua de menos de 4 kilos. En ese vaivén amor-odio, los tamagotchis de Valeria desaparecían con la rapidez con la que seguramente soñaron los cráneos de Bandai, la empresa creadora del aparato. “A veces le daba golosinas y él era feliz, entonces yo le seguía dando golosinas pero no me daba cuenta de que iba teniendo menos salud hasta que se moría”, cuenta Valeria, que oscila entre querer quitarse responsabilidad por esas muertes y asumir que en realidad empezaba a odiarlos muy rápido, y que varias veces los mató para siempre quitándoles las tuercas. Al rato de alegrarse por la llegada del juguete nuevo, lo perdía, lo rompía o se lo dejaba olvidado en un cajón. Una vez, un sonido agudo y extraño la despertó en medio de la madrugada. Valeria buscó por todo el cuarto porque no la dejaba dormir, hasta que encontró a su hasta ahora último tamagotchi agonizando entre las medias de un cajón. Con ruido y todo, el bicho fue a parar a la basura. Para ella, indolente como se la ve, la de las mascotas virtuales fue una experiencia decisiva, a tal punto que, por ahora, sigue dudando sobre si quiere tener hijos de verdad.
Agostina Mauro era la líder de su grado, claramente. No había muchos que se dignaran a disputarle ese lugar: ella era graciosa, avispada y ruda, y esa mezcla obligaba a cualquier competidora a correrse de su camino. Agostina logró que le compraran una mascota virtual después de insistir durante meses, cuando ya el tamagotchi formaba parte de la agenda de preocupaciones de algunas autoridades escolares y no había ningún sub-12 que no corriera detrás de los absurdos y continuos requerimientos de esos personajes insoportables. Ella no sólo no se perdió el furor sino que, en su ámbito de influencia, lo aderezó con la personalidad de una niña de temer. Como chiche nuevo, su Dinky Dino le acaparaba toda la atención: “Al principio era un bebé, entonces le cambiaba los pañales, me despertaba a la noche para ver si estaba bien, le daba remedios, pastillas, de todo”. Agostina estaba enganchadísima con el dinosaurio y compartía anecdotario con sus amigas de escuela, sentadas en ronda, cada una tecleando otra cosa con tal de satisfacer a sus hijos virtuales. Pero las líderes, se sabe, siembran algunos rencores, y eso se puede manifestar de las maneras más crueles. Una compañera de grado, Melisa, “que ojalá lea esto”, le pidió prestada la mascota porque era la única que no tenía una. El Dino estaba en su mejor momento: “Me había durado ochos días, que es un montón, estaba obeso, yo le daba cosas ricas, ‘tomá más mayonesa’, le decía...”. Melisa, lo agarró sigilosamente y lo tiró al piso, según ella sin querer, pero a Agostina poco le importaron las explicaciones y castigó a Melisa con dos trompadas contundentes, al grito de “¡Me lo mataste! ¡me lo mataste!”, mientras la otra le contestaba que estaba loca. El Dino no volvió a funcionar: se prendía y se apagaba intermitentemente. Era desesperante, hasta que Agostina se quedó sin fuerzas para seguir intentando y no lo tocó más. A Melisa, por unos cuantos días, le hicieron el vacío todas las chicas del grado.
La memoria de Victoria Porras no es de lo más prodigiosa. Apenas recuerda hechos aislados de la vida del tamagotchi y uno particularmente asqueroso de su muerte. Tenía ella entre 8 y 10 años. Se lo había comprado sin llegar a dilucidar qué forma exacta tenía el bicho, si era una persona, un dinosaurio o algún otro animal... Ella lo tenía siempre encima, respondía a sus aparatosos ruidos nocturnos y le insistía para que aprendiera los números en lugar de sólo jugar, como siempre quería hacer su mascota holgazana. Inducción mediante, Vicky notó que su tamagotchi estaba atravesando algo así como la pubertad: “cambiaba el cuerpo, se enfermaba, le pasaban cosas raras. Y por sobre todas las cosas no quería parar de comer”. Después de unos cuantos días de dedicación exclusiva, Vicky empezó a darse cuenta de que había sido demasiado complaciente al darle de comer cada vez que el tamagotchi tenía hambre, sobre todo considerando que eso sucedía demasiadas veces por día. Pero cuando se puso firme y paró con el alimento (en coincidencia con cierto hastío), era tarde: el tamagotchi había desarrollado una diarrea furiosa, que no se detenía con ninguna de las estrategias que su software proponía: “No paraba de cagar y no es una exageración”, recuerda Vicky, cada vez con más claridad. “El bicho este no paraba: lo limpiaba y seguía, lo bañaba y seguía, le daba inyecciones porque me parecía que capaz que eso era una enfermedad, ¡pero tampoco!” Vicky consultó con sus amigas de ese momento y reflexionó sobre qué medida tomar, algo impresionada por la situación, que encima se graficaba en la pantallita con un cuerpo que se acercaba a un inodoro y se bajaba los pantalones, lo cual hacía todo más tétrico. “Hasta que decidí dejarlo morir –dice Vicky, que por entonces ya estaba desinteresada en ese objeto tan desagradable–. Y lo deje ahí, solo, para que pare de cagar o para que decida morir.
Y murió.” Acto seguido, después de semejante escena, fue abandonado en un cajón, sin duelo ni dramatismo.
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