Dom 02.07.2006
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PERSONAJES > TOMáS SANZ, UNA VIDA CONTRA LA CENSURA

El humor es cosa seria

Durante su carrera de tres décadas como humorista y periodista vio cómo las revistas en las que trabajó fueron clausuradas y secuestradas, e incluso cómo un grupo de tareas ingresó a la redacción y se llevó a sus responsables. “La verdad, tengo que admitir que es mejor esto de que te lleven a juicio”, ironiza hoy Tomás Sanz, que por su trabajo como jefe de Redacción de Humor acaba de ser increíblemente condenado a un mes de prisión en suspenso por haber publicado allá por 1991 que Eduardo Menem tenía una cuenta bancaria en el Uruguay.

› Por Martín Pérez

Aquella tapa aún hoy es famosa. Mostraba al entonces jefe del Ejército Cristino Nicolaides, perdiendo el equilibrio sobre una patineta, y al fondo aparecía una Justicia cuyos ojos no terminaban de estar vendados. El ejemplar número 97 de la revista Humor apareció en la calle en febrero de 1983 y fue inmediatamente secuestrado en los quioscos. Y, además, sus responsables fueron llevados a juicio por la junta militar, acusados de calumniar y ridiculizar al jefe del Ejército. En su alegato, los fiscales aseguraban que era imposible suponer que un comandante del Ejército pudiese tener problemas en manejar un adminículo infantil como una patineta. Tomás Sanz recuerda que a todos los que estuvieron presentes les sorprendió que el juez Oscar Salvi, encargado de llevar adelante el juicio, pidiera permiso y saliera de la sala. “Años después tuve la ocasión de hablar con él y me confesó que tuvo que salir porque, después de escuchar semejantes argumentos, no podía contener más la risa”, cuenta Sanz, sentado en un bar céntrico, cerca de donde están las oficinas de su trabajo actual en el diario deportivo Olé, repasando tres décadas de humorismo –y periodismo– realizado bajo las peores condiciones. Algo que obligaba a tener toda clase de reflejos, tanto a los periodistas como a los lectores: Tomás recuerda que aquella vez algunos quiosqueros, para que no les secuestraran la revista, dejaron los paquetes en algún bar amigo. “Cuando uno iba al quiosco a comprar la Humor, la pagaba y después te mandaban a buscarla al bar”, explica Sanz, que se enorgullece al recordar que de aquel juicio, realizado en plena dictadura, todos los acusados –entre los que estaba él, por ser el jefe de Redacción– salieron absueltos de culpa y cargo. No sucedió lo mismo con el absurdamente dilatado juicio que le realizó Eduardo Menem por haber publicado en 1991 que tenía una cuenta en un banco de Uruguay. Dos veces pasó el caso por la Corte Suprema, alegando finalmente que había prescripto, pero no hubo caso. Sólo logró que, de los tres meses de prisión iniciales, le rebajasen la condena a un mes de prisión en suspenso. Su abogado, Gil Lavedra, ha llevado el caso a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, aunque Sanz ya no espera demasiado. Pero lo que más le da bronca, explica, es que es inocente. Porque una cosa es que lo hayan acusado de reírse de alguien, cosa que sí le sucedió con un juicio que perdió con Bernardo Neustadt. Habría que ver si el asunto era delito –la Justicia decidió que sí–, pero que se burló, no puede negar que lo hizo. Ahí están para atestiguarlo la media docena de páginas publicadas en Humor ridiculizando el involuntario nudismo de un Neustadt de vacaciones y en familia publicado en la portada de la revista Caras. Pero asegura que, en el caso de Menem, la existencia de esa cuenta bancaria fue confirmada por su fuente, la revista uruguaya Brecha. “Lo que no puedo negar, después de todo, es que esto de que te hagan juicio es mucho mejor de lo que pasaba antes, cuando no sabías qué te podía pasar, ni de dónde iban a venir las balas”, ironiza alguien con una vasta experiencia en censura previa, clausuras, amenazas y secuestros, tanto de revistas como de compañeros de trabajo. “Nunca supe por qué insistíamos en seguir haciendo esto”, confiesa Sanz, englobando en ese plural a quienes encabezaron cada uno de los proyectos desde el primer momento, como Oscar Blotta, Andrés Cascioli, Mario Mactas, Jorge Guinzburg y Carlos Abrevaya, entre otros. “Seguro que fue más por ingenuos que por valientes. Y porque era lo único que sabíamos hacer.”

La revista que mandaron a guardar

“Metamos el dedo en la llaga. Y también en el culo, muchachos”, bromea Sanz, identificando el espíritu que alentaba la primera época de Satiricón, aquella bestial revista de Oscar Blotta que inició una nueva manera de hacer humor gráfico en la Argentina a comienzos de los años ’70. A diferencia de lo que terminó sucediendo con Humor durante la dictadura, recuerda Sanz, Satiricón era una revista audaz y zarpada, pero más en el aspecto social –y sexual– que en el aspecto político. “Me acuerdo de que teníamos una sección llamada ‘Pateando al caído’. Y cuando murió Osvaldo Pacheco, titulamos: ‘Murió Pachequito: hizo bien’. Era casi Barcelona”, explica, haciendo una comparación con la única revista actual de humor que hay en los quioscos.

Aquel punto de partida de toda una época que fue Satiricón comenzó, en realidad, en los momentos libres de una pequeña agencia de publicidad, dirigida por Oscar Blotta. Hasta allí había llegado Sanz, un muchacho nacido en Quiroga, un pueblo cercano a 9 de Julio –donde nació también Mona Moncalvillo, precisa el propio Sanz–, pero que pasó casi toda su adolescencia en Haedo y luego abandonó unos tempranos estudios de Ciencias Económicas para dedicarse al dibujo. “Llegué tarde a esto del humorismo, ya de grandulón”, apunta Tomás, que terminó ganándose la vida como dibujante publicitario, hasta que Blotta volvió de un viaje a Estados Unidos con algunas revistas que se le habían metido en la cabeza, como National Lampoon y Mad. “Se le había metido eso en el balero y no se lo sacaba nadie”, cuenta. Y recuerda que la revista se empezó a hacer usando las mismas oficinas de la agencia que había, por ejemplo, armado una publicidad de jeans con la música de “Muchacha, ojos de papel”, de Almendra. “Pero, con el correr de los números, la revista fue relegando a la agencia.”

Aunque Satiricón empezó en medio del gobierno de facto de Agustín Lanusse, Sanz no recuerda que hubiese ningún clima opresivo, ni autocensura, ni nada. “Uno al menos no esperaba ninguna violencia física”, aclara. Esos miedos empezarían después, cuando comenzaron las luchas intestinas del peronismo ya en el poder. El primer aviso llegó en agosto del ’74, cuando Satiricón era una revista que gozaba de un éxito comparable al de las míticas revistas de humor de los años ’50, como Patoruzú o Rico Tipo, con tiradas de 200 mil ejemplares. “Una mañana llegamos a laburar y nos encontramos con la faja de clausura”, recuerda Sanz. “Habían firmado un decreto a medianoche y cerrado la revista por unos comentarios contra Isabel y, especialmente, contra López Rega. Fue un golpe muy duro para todos.” Oscar Blotta abandonó el barco, pero el resto de los humoristas se aglutinó en una revista llamada Chaupinela, que obviamente vendía mucho menos pero sirvió para despuntar el vicio hasta que, sorpresivamente, un juez respondió al recurso de amparo presentado por Satiricón, decretó abuso de autoridad y permitió que volviese a salir. “Vuelve Satiricón, la revista que nos mandaron a guardar”, fue el anuncio con el que volvieron a los quioscos. El entusiasmo duró apenas cuatro números: había llegado el golpe y la Marina estaba a cargo de la Secretaría de Prensa. “Había que presentar antes los originales, para ver si los autorizaban”, recuerda Sanz. “Fuimos varias veces, siguiendo todos los procedimientos. “Acá hay que estar en contra de la guerrilla”, nos dijeron. “Nosotros siempre estuvimos en contra”, les respondimos. “Pero la única forma de estar en contra es la nuestra”, insistieron ellos. Al final, un tipo apellidado Carpintero, que estaba a cargo de todo, confesó que la revista no les gustaba. Y nos recomendó: “Ustedes son gente inteligente, dedíquense a otra cosa”. Ahí se terminó Satiricón”.

Una revistita ingenua

Cuando se le pregunta a Tomás Sanz por el peor momento de todos los que pasó en su carrera de humorista y periodista bajo la dictadura, responde sin dudar que fue el que desencadenó el final de la revista que armaron los que se quedaron con ganas después de Satiricón, que se llamaba El Ratón de Occidente. Pero en un principio, al menos tal como la presenta Sanz, la revista no auspiciaba semejante final. “Era una revista tabloide, con noticias locas y boludeces de la farándula. La verdad, no jorobaba a nadie.” Cascioli se había ido, pero en sus páginas se juntaban Abrevaya, Mactas, Hanglin, Grondona White, Tabaré y Aquiles Fabregat, entre otros. Los mismos de siempre, digamos. “Yo llegué a ser director, medio haciendo de todo”, cuenta Tomás. Blotta había vuelto a las andadas, y la editorial se animó a sacar una revista femenina llamada Emanuelle, bastante atrevida para la época. “Había notas como ‘El macho del mes’, y aparecía Galíndez desnudo en la ducha, cosas así.” Emanuelle fue secuestrada de los quioscos por el general Ibérico Saint Jean, gobernador de facto de la provincia de Buenos Aires. “Dos días después de esa requisa, cuando yo estaba de vacaciones en Mar del Plata, un comando entró en pleno día en la redacción, que estaba en Córdoba y Maipú, y se llevó a Blotta, a Mactas y a una traductora apellidada Vesco. Su apellido coincidía con el de un aventurero extraño que estaba en el Caribe, y como los militares estaban obsesionados con el dinero Graiver y los Montoneros, la pregunta que siempre se hacían era: ‘¿Quién banca esto?’. Una semana más tarde, los tres fueron liberados, pero la editorial se pulverizó en el aire. Cuando lo liberaron, a Blotta le dijeron: ‘Váyase del país. Pero no al interior, porque lo vamos a ir a buscar, sino del país’. Y se fue.”

Ahí sí debió terminarse todo. Sanz terminó haciendo house-organs para cámaras empresariales, según recuerda. Pero también recuerda que, un año después de aquel final, Cascioli volvió a aparecer con la idea de una revista de humor. “Era el ’78, y lo peor de la represión había pasado”, recuerda Sanz. “Pero también era andar por la cuerda floja, porque los nombres eran siempre los mismos, y en algún lado saltaban.” En sus comienzos, Humor era –según la recuerda Tomás– una revistita ingenua, con alguna que otra segunda lectura, pero no mucho más. “Pero lo que nos empezó a animar fue que se empezaron a juntar los lectores”, cuenta. “Se notaba en el correo de lectores, en la comunicación con la gente. A comienzos del ’79 nos dimos cuenta de que la revista caminaba bien, y para el número 24, creo, nos atrevimos a poner una caricatura de Videla en tapa. Era una tapa económica, el tipo estaba nadando y la idea era que las pirañas de la importación nos comían. Igual podía parecerse a aquella caricatura de Onganía como Morsa que hizo Landrú, y por la que cerraron Tía Vicenta. Pero pasó.” Así fue como, lentamente, se fueron acercando periodistas y temas a lo que empezó siendo apenas una revista de humor. Y la publicación fue creciendo, hasta que adquirió una fuerza propia. “Yo creo que sobrevivimos porque en un comienzo se les escapó, y cuando se dieron cuenta ya éramos demasiado conocidos afuera. Igual había todo tipo de rumores, como que nos bancaba la Fuerza Aérea y cosas así. Es que nadie podía creer que siguiésemos en la calle. Pero seguimos. Y nos convertimos en la única revista en la que se podían leer ciertas cosas.”

Ni siquiera con Menem

Al analizar el comportamiento de Humor cuando llegó la democracia, Sanz dice que le hubiese gustado haber podido hacer como hicieron los de Le Canard Enchaîné, una reconocida e incorruptible revista humorística de izquierda francesa, cuando Mitterrand llegó al gobierno. “Titularon: ‘Qué lástima, perdimos un amigo’”, cuenta. Y lo que no pudo hacer la dictadura, finalmente, lo hizo el mercado. “Pero porque una cosa era cuando todos estábamos contra los militares, y otra fue cuando llegó la democracia. Porque los peronistas nos veían como gorilas, los radicales suponían que teníamos que acompañarlos en su gestión y la gente de izquierda se dio cuenta de que nosotros muy de izquierda no éramos. Y se nos fueron yendo lectores.” Pero Sanz desliza también que, entre tantos cambios, Humor nunca terminó de volver a ser una revista simplemente de humor. “Ni Menem pudo salvarnos”, se ríe Sanz, que también apunta que su ridiculización ya era moneda corriente, y la revista dejó de aparecer, sin pena ni gloria, en 1998. “Lo peor fueron esos últimos años, porque nos dábamos cuenta de que no llegábamos a la gente.” De entonces hasta ahora, Sanz trabaja en Olé, y sólo piensa en el humor gráfico cuando aquella otra vida humorística es recordada por algunos juicios pendientes. “A los gobiernos, democráticos o no, nunca les gustan las críticas”, dice Tomás, y recuerda que Caputo se enojó mucho con la Humor. Y que María Julia también le hizo juicio a la revista. Lo que también cuenta es que, si bien sabe que aquella época terminó para siempre, nunca ha dejado de dibujar. “Pero ahora lo hago para mí”, revela. “Yo me fui metiendo en esto del periodismo casi sin darme cuenta. Pero lo que siempre me dio un placer enorme fue dibujar.”

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