NOTA DE TAPA
Hace diez años, Bob Dylan editó su primer disco de canciones propias en casi una década e hizo felices a sus millones de seguidores clausurando un largo período de esterilidad creativa, desorientación artística y desasosiego existencial. Pero aquello fue sólo el comienzo de una de las resurrecciones más impresionantes del siglo XX: en el 2001 llegó el antológico Love and Theft y mañana se edita mundialmente Modern Times. A los 65 años, en medio de conciertos memorables, premios, homenajes y candidaturas al Nobel, Dylan volvió a reinventarse para dar una lección magistral de cómo encontrar el futuro escuchando el pasado.
› Por Phil Sutcliffe
Minnesota, 1996. Invierno profundo. Encerrado en su granja junto al río Crow, Bob Dylan espiaba una nevada, la décima del año. Casi un metro de nieve. Las autopistas y escuelas se cerraron, y después llegaron las inundaciones.
Pero las nevadas no lo preocuparon; había crecido en el norte del estado, en Duluth y Hibbing, y se había endurecido al punto de apreciar cualquier cosa que las estaciones le ofrecieran. La ansiedad de Dylan era por escribir. Su último disco de canciones nuevas había sido el errático Under The Red Sky de 1990. Era difícil recordar o apuntar la última vez que había editado algo que realmente dejara satisfechos a críticos, fans y pares al mismo tiempo –y, más importante, que lo dejara satisfecho a él–. Lleno de decepción, solía decirles a los periodistas: “El mundo no necesita más canciones”.
Mucho más tarde, en Crónicas Volumen 1, describiría cómo se sintió dudar de sí mismo después de más de veinte años de certeza sobre sus dones y habilidades como compositor: “Cuando, y si, una idea llegaba, ya no intentaba entrar en contacto con la base de su poder. Podía fácilmente negarla y desentenderme de ella. Sencillamente no podía obligarme a hacerlo”.
Hubo momentos en que pensaba que no era capaz de hacer un disco decente “ni si lo intentaba durante cien años”.
Pero ese invierno, Dylan llamó a su oficina con noticias sorprendentes: “Estoy enterrado en la nieve, así que estoy escribiendo canciones”. Pero para asegurarse de que nadie se entusiasmara demasiado, agregó: “No voy a grabarlas”.
Gradualmente, sin embargo, empezó a creer que las letras que estaba garabateando en su anotador tenían cierta verdad, cierta realidad, que podían estar a la altura.
Meses después, cuando hizo algunas entrevistas, seguía fascinado: “Empieza como un fluir de la conciencia... Tomo cosas de todas las facetas de la vida y después veo si hay una conexión... El ambiente me afecta mucho. Muchas de las canciones fueron escritas después del atardecer. Y me gustan las tormentas, me gusta quedarme despierto durante una tormenta. A veces me pongo muy meditabundo, y esta frase no se iba de mi cabeza: ‘Trabaja mientras dure el día, porque la noche de la muerte llega cuando ningún hombre puede trabajar’. Quizás es de los Salmos. No me dejaba ir”.
El siguiente octubre, Time Out Of Mind, fruto de la nevada, devolvió a Dylan al mundo. Probó ser la gran apertura de una década y más de confiada creatividad; dos discos satisfactorios, incontables shows inspiradores, el optimista primer volumen de su autobiografía. Diez años antes Dylan estaba perdido y desperdiciado al mismo tiempo. Ahora está por lanzar Modern Times, su disco más anticipado desde Blood On The Tracks de 1974.
Pero esta transformación ciertamente no fue el resultado de una cura milagrosa de un día para el otro, o de una visita de la musa durante una tormenta de nieve. Luchó para sacarlo de su sangre y de sus huesos después de años de observar su alma artística, confrontando las duras realidades que lo hicieron un músico, su misma razón de ser. Esta larga y ardua recuperación –desde las profundidades de Dylan And The Dead, Knocked Out Loaded y unas cuantas actuaciones horribles– redondeó una de las más absorbentes y conmovedoras evoluciones en la vida musical de Dylan.
“Muchas veces me acercaba al escenario antes de un show y me encontraba pensando que no estaba manteniendo mi palabra conmigo mismo... Hay que entregar todo, no desperdiciar tu tiempo y el de los demás... Había una persona desaparecida dentro de mí y necesitaba encontrarla...”
A través de esta terrible crisis, escondió su vida personal con tanta efectividad que nadie sabía lo mal que se sentía acerca de su trabajo de mediados de los ’80 hasta que se editó Crónicas. Página tras página arroja calumnias sobre su propia cabeza: “Muchas veces me acercaba al escenario antes de un show y me encontraba pensando que no estaba manteniendo mi palabra conmigo mismo... Hay que entregar todo, no desperdiciar tu tiempo y el de los demás... había una persona desaparecida dentro de mí y necesitaba encontrarla... Para los oyentes, debe de haber sido como atravesar desiertos y pasto muerto... Me sentía en el pozo sin fondo del olvido cultural... No podía esperar para retirarme y doblar la carpa”. Pero en el momento en que casi lo deja todo –quizá para comprar “una fábrica de piernas de madera en Carolina del Norte”– encontró sus razones para intentarlo otra vez. Aunque, siendo Dylan, esto llegó mediante una secuencia de revelaciones semi-místicas.
Ensayando con The Grateful Dead para una gira de verano en 1987, se encontró completamente perdido. Querían tocar sus canciones, y él reaccionó casi como si tuviera una alergia. Se deslizó fuera pensando que tenía que “encontrar un lugar para los enfermos mentales”. Pero, en cambio, caminando por la calle escuchó música que salía de un club de jazz. Algo lo atrajo, y entró. Allí escuchó a un cantante desconocido cuya técnica “elemental” le recordó cómo solía conjurar su propio poder.
Pero más tarde, el 5 de octubre de 1987, frente a 30.000 personas en el Piazza Grande de Locarno, tuvo un ataque de pánico. No pudo sacar una nota hasta que, con un arranque de voluntad, se “arrancó al diablo” de la garganta. Después de eso, como cantante, reconoció que por lo menos tenía en su interior el potencial para lograrlo una vez más.
Sin embargo, la voz no era su problema principal. En ese páramo de mediados de los ’80, su capacidad como guitarrista también había caído en “el hábito y la rutina”. Aquí fue cuando lo rescató la memoria. Masticando con pena sobre cómo se estaba dejando estar, de repente recordó una forma de tocar que le había mostrado el venerable bluesman Lonnie Johnson en 1962. Pensó que podía ayudarlo.
La explicación de Crónicas sobre los “tripletes temáticos” que serían “axiomáticos al ritmo” es incomprensible para no iniciados y opaca para los músicos. De hecho, los aspectos prácticos de ambos renacimientos, voz y guitarra, parecen tan intangibles para quien está afuera como el encuentro del cantante con Dios en una habitación de hotel de Tucson en 1978. Pero con un salto de voluntad, imaginación y fe (en sí mismo) hizo alquimia con elementos de base y los convirtió en la certeza de que ahora podía “explotar musicalmente como una nube de hielo”.
El capítulo lo deja con el Never-Ending Tour en camino (primer show el 7 de junio de 1988 en el Concord Pavilion, California), un álbum que estaba bien, Oh Mercy y, cosa rara, un plan de tres años para usar su reciente revelación musical en la búsqueda de un público nuevo y mucho más joven que el que tenía, los familiares rostros de mediana edad que lo miraban con melancolía mientras él repasaba sus pasadas glorias, “ya no estaba en su mejor momento y carecía de reflejos”. El mito estaba cansado, la realidad estaba cansada. Estaba desesperado por renovarse y encontrar un público que lo pudiera considerar con curiosidad fresca y reaccionar a lo que escuchaban, en vez de comparar con lo que recordaban a medias sobre la interpretación de otro de una hipótesis pasada de moda.
Sin embargo, parecía no darse cuenta de que su salvaje autocrítica y sus epifanías cubrían el canto y la guitarra, pero no el tema crucial de la composición. Allí no había fórmula misteriosa o encuentros alquímicos. Así que uno de los más grandes compositores de la historia salió a redescubrir su yo creativo y trabajador con el tanque vacío y sin darse cuenta de que tenía que encontrar una estación de servicio.
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Augie Meyers recibió la llamada de Dylan en enero de 1997, mientras estaba en su casa de San Antonio, Texas. Se conocían del Greenwich Village de los años ’60, cuando Dylan era un fan del Sir Douglas Quintet, una banda formada por el organista Meyers y Doug Sahm. Pero nunca grabaron juntos. “Fue una sorpresa y un honor que me llamara”, dice Meyers.
En los estudios Criteria de Miami encontró una multitud de músicos dando vueltas, hasta que llegó Dylan. “No dijo hola, no dijo adiós, sólo entró y empezó a tocar”, se ríe Meyers. “Dice la nota y empieza, y ¡boom!. Si suena bien, queda. Si después de un par de veces de intentarlo no funciona, dice ‘Hagamos otra cosa, después volvemos a eso’”. Al menos, era parte de eso. Dylan había reclutado a Daniel Lanois como productor. En 1989 habían discutido constructivamente durante Oh Mercy. Sin dudas Dylan quería más de lo mismo y empezó cuando llamó a dos equipos de músicos más o menos repartidos –por ejemplo, en la percusión, Jim Keltner y David Kemper eran de Dylan mientras Brian Blade y Tony Mangurian eran de Lanois–.
Dylan instaló un banco entre la batería y el piano, y a los demás en un anillo a su alrededor. Como renombrado productor, Jim Dickinson, uno de los citados por Dylan que fundamentalmente tocaba el piano, se maravilló ante la escena: “Doce músicos tocando en vivo, tres baterías, dos guitarras pedal steel, era increíble. Puro caos durante una hora y media y después ocho minutos de claridad y belleza”.
“Era un poco confuso a veces”, admite Meyers.
Para clarificar las cuestiones, Dylan y Lanois se iban al estacionamiento, se sentaban en el guardabarros de un RV, rasgueaban las guitarras y “planeaban” –un concepto de Lanois porque, según cree Dickinson, “Dylan quiere las cosas libres”–. Si llegábamos muy cerca de ‘arreglos’, él cambiaba radicalmente el tempo y el tono”.
Dylan recuerda todo el proceso como una “lucha”, explicando cómo se ponía “peleador en el estacionamiento” con Lanois, que lo consideraba un “hombre excéntrico”, porque el productor quería recrear el Mississippi de Dylan como uno de sus pantanosos especiales de Nueva Orleans: “Trataba de convencerme de que la canción tenía que ser ‘sexy, sexy y más sexy’. Yo sé sobre sexy, también... El polirritmo tiene su lugar, pero yo tenía una opinión muy alta acerca del significado expresivo detrás de las letras como para enterrarlas en un vaporoso caldero de teoría rítmica”.
Aunque Dylan decidió que tenía que descartar Mississippi –resurgiría en Love and Theft– Time Out Of Mind muestra cómo confió en sus instintos y presionó a sus músicos mientras seleccionaba precisamente lo que quería de los tenebrosos ecos metálicos del sonido de Lanois.
Meyers cayó justo con el amor de Dylan por la espontaneidad blusera y desprolija. Lanois pensaba que a Dylan le disgustaba cualquier intento de democracia en la banda, y Meyers notó que “muchos de los músicos se callaban cuando estaban cerca de él”.
“Cuando Bob entraba con su sombrero y sus anteojos, decían: ‘No le hablemos hoy’”. Pero, como viejo amigo, Meyers no condescendía a estos preconceptos de admiración paralizante, y encontró a Dylan ansioso de escuchar sugerencias: “Me decía: ¿Cómo harían Doug y vos ésta?”.
En un par de semanas habían terminado, y Dylan sentía que con Time Out Of Mind había “grabado en piedra” once canciones “llenas de las terribles realidades de la vida”, capturando un grado de la “fría precisión” que encontraba en el arte de sus viejos héroes del folk y el blues.
Desde los primeros y sobrenaturales momentos de “Love Sick” –una especie de ska y marcha de la muerte– la rasposa y descorazonada voz de Dylan pintaba feroces imágenes de vidas confinadas e incompletas, pero buscadas con un estoicismo agotador.
De repente todo funcionaba. Las letras era concisas, directas, intensamente terrenales mientras hacía siluetas de historias de vida inadecuadas; arrugadas búsquedas de amor y felicidad contra un gran cielo que es la muerte, no el paraíso. Las melodías se quejaban pero eran pegadizas. Sin un atisbo de ostentación de nadie, la banda mezclada, como vio Dickinson, encontró sus momentos para tocar con toda la furia sucia, el conocimiento y la reverencia de las almas a punto de desvanecerse para las que Dylan había encontrado una voz. No era ninguna nueva ola ni una revolución, sólo era fuerte y verdadero; uno no esperaba ni tenía esperanzas de escuchar eso de Dylan otra vez.
Time Out Of Mind se editó en octubre de 1997, obligando a Dylan, en las entrevistas, a enfrentarse a la lógica creencia de que su preocupación por la muerte era una consecuencia de la enfermedad que había sufrido en mayo de ese año –un casi fatal ataque de pericarditis (una inflamación alrededor del corazón surgida, en su caso, de una extraña infección causada por hongos).
Afirmó que el problema de salud fue posterior a la realización del disco, y así se sacó de encima futuros interrogatorios. Regularmente agregaba que, a pesar del peligro y el “dolor intolerable”, la experiencia no le produjo “pensamientos filosóficos o profundos” porque “no fue algo que me busqué. No es como si hubiera necesitado el tiempo de parar y re-examinar mi vida”.
También trató de descartar observaciones sobre que el tema central del disco era la sombra de la muerte. Hablando con Robert Hilburn del LA Times, elaboró: “Ciertamente no es un disco sobre la felicidad... pero trato de vivir en esa línea entre la desesperación y la esperanza. Estoy preparado para caminar esa línea, justo entre el fuego”.
Aun así, es extraño pero cierto que esas líneas bíblicas, “Trabaja mientras dure el día...”, que, afirma, inspiraron su retorno a la composición, puedan ser rastreadas en Juan 9:4, y en las versiones chequeadas, la cita termina con “porque la noche llega cuando ningún hombre pueda trabajar”, pero ninguna de ellas se refiere a “la noche de la muerte”.
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Hasta Time Out Of Mind, la única constancia en Dylan había sido la inconstancia. El primer disco de los Traveling Wilburys y los poco apreciados acústicos tradicionales Good As I Been To You y World Gone Wrong ofrecían maravillosos y diversos placeres. Under The Red Sky y el Unplugged resultaron desde mediocres hasta miserables.
Sus cien o más conciertos por año resultaban de la misma manera: a veces brillantes y vitales con todo tipo de material, y otras gruñones y cerrados en los grandes éxitos. Ian Wallace, el baterista que lo acompañó en Street Legal y en la gira de 1991/92, lo vio como un sorprendente vocalista en sus mejores días, “bellamente rítmico” cuando hacía un tramposo sobrevuelo de las letras y, cuando abría la garganta para cantar, “realmente emocionante, plano, blusero, y con algo de pureza”. Pero en las noches en que prevalecía la infelicidad que Wallace sentía en Dylan, “sólo murmuraba hasta el final”.
Dylan siguió adelante. Pero no podía salir adelante, ni siquiera en sus propios términos. A vuelo rasante, éste era el tumulto emocional que rugía alrededor del Dylan, la persona, mientras trataba de reparar a Dylan, el artista. Se casó con la corista Carolyn Dennis el 4 de junio de 1986, justo después de tener una hija, Desiree, pero ella pidió el divorcio en 1990 y se llevó a cabo en 1992. (Notablemente, esto permaneció secreto hasta que lo descubrió Howard Sounes cuando estaba investigando para la biografía de 2001 Down the Highway: The Life of Bob Dylan, que se acaba de publicar en Argentina.)
Las muertes de amigos contemporáneos se empezaron a amontonar: el suicidio de Richard Manuel en 1986, el accidente en helicóptero de Stevie Ray Vaughan en 1990, el ataque cardíaco de Jerry García en 1995. El ex miembro de su banda César Díaz, que vio a Dylan lagrimeando después de la muerte de Vaughan, dijo que “fue como si le arrancaran un pedazo del corazón”.
Después estaba la tremenda dificultad de la tarea que se había propuesto: el renacimiento artístico cuando la resonancia de su catálogo que cantaba todas las noches debía burlarse de su continua falta de habilidad para escribir nuevas canciones de estatura comparable.
A través de esos años, cambiaba la banda en un abrir y cerrar de ojos, sin un atisbo de compasión. Se sentaba en el autobús por dos días y no decía una palabra. Bucky Baxter, duradero guitarrista del Never Ending Tour (1992-1999), que tocó en Time Out Of Mind, describe su período con Dylan como “increíblemente interesante”, en el sentido de que “él tiene un montón de estados de ánimo diferentes: sobre el escenario te puede mirar como si fueras el rey del mundo y dos canciones más tarde te está minimizando con los ojos... uno casi se olvida de las partes buenas porque está demasiado nervioso a causa de las partes que no le gustan”.
El plan de tres años se acabó. Cuando lo entrevistaron en 1994, Dylan habló de pasar el tiempo con una tercera colección de canciones tradicionales. Al año siguiente, cuando los ejecutivos de MTV lo llamaron para un set convencional, con sus hits, no discutió. “No tiene sentido”, se resignó.
Sin embargo, en algún lugar adentro suyo tenía lo que quería.
En un punto pudo haber crecido de su infatigable compromiso con el Never-Ending Tour, con tocar para gente, no importa cuán inaccesible sea su comportamiento. “Es mi trabajo, mi arte, mi comercio”, ofrecía como explicación. “Estar en la ruta es tan natural para mí como respirar. Lo hago porque tengo el impulso de hacerlo, y lo amo o lo odio. Me mortifica estar en el escenario, pero al mismo tiempo es el único lugar donde soy feliz. Es el único lugar donde uno puede ser el que quiere ser... Si uno quiere ser un artista, debe entregarse entero.”
“Al ser un artista viajás por el mundo. No estás mirando por la misma ventana todo el tiempo. No estás caminando siempre la misma calle. Así que tenés que obligarte a observar lo que sea. Y uno tiene un lugar desde donde puede ver, pero no ser afectado. Un lugar desde donde uno puede ofrecer algo, en vez de sólo tomar, tomar, tomar.”
Al discutir la composición –de forma bastante hipotética en ese momento– en su entrevista de 1991 con Paul Zollo de la revista Song Talk, aseguró que “al ser un artista se viaja por el mundo. No estás mirando la misma ventana todo el tiempo. No estás caminando siempre la misma calle. Así que tenés que obligarte a observar lo que sea. Pero la mayoría de las veces te golpea. No hace falta observar, te golpea. Estas no son imágenes diseñadas. Estas son imágenes que están ahí dentro y tienen que salir. Uno tiene una especie de lugar donde puede ver, pero no puede afectarte. Donde uno puede ofrecerle algo a la cuestión, en vez de sólo tomar, tomar, tomar”.
A través de sus días sin objetivo, nunca perdió su habilidad artística de ponerse un paso más allá del egocentrismo y ver las cosas que devolvería, algún día, a su manera, si sólo pudiera encontrar su camino entre la niebla, escribiendo y cantando canciones sobre ellas. Y por eso quizá, en 1987, después del cantante del club de jazz y las revelaciones de Lonnie Johnson, cuando puso “en suspenso su decisión de retirarse”, su primer pensamiento como artista fue que podía estar preparado para “ponerse al servicio del público”.
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En la primavera de 2001, Augie Meyers recibió otra llamada. “Bob me dijo: ‘Traé tus cajas mágicas’. Se refería a mi Vox y mi acordeón”.
Desde Time Out Of Mind, Dylan continuó. Tocó en la misma rama poco ortodoxa de pueblos y lugares, desde el Madison Square Garden hasta casinos de reservaciones indígenas. Fue parte de grandes shows con pares como Van Morrison, Paul Simon, Joni Mitchell y los Rolling Stones. Las reseñas sugerían que, en vivo, estaba entusiasmado, medio bailando, sonriendo de vez en cuando pero bastante dependiente también –algunos mencionaron su extraño estilo en la guitarra, basado en tripletes repetitivos–.
En términos de eventos, buenos y malos, tocó para el Papa, ganó Grammys y premios Kennedy Center y Polar Music. Ex novias autoproclamadas vendieron sus historias. Vendió buenas canciones para que se usaran en publicidades. Viejos amigos como Sahm y Rick Danko murieron y, como lo mencionan un par de letras de Love and Theft, también murió su amada madre Beattie, el 25 de enero de 2005. Dylan fue al funeral en el cementerio judío de Duluth con su hermano David, donde su madre fue enterrada junto a su padre, Abe.
Meyers voló a Nueva York en mayo para unirse a la banda de gira de Dylan, quizá la mejor de su carrera. Para el híbrido de blues, western, swing lounge y groove que Dylan buscaba, eran los más indicados.
A Meyers también le gustó el nuevo productor, “Jack Frost”, alias de Dylan. “Creo que entonces era un hombre más feliz, al no tener tanta gente en el estudio”, dice Meyers. “Muy calmo... porque podía hacer lo que quería más rápido y con mayor sencillez. Cada día era ‘Bueno, vamos a trabajar’. Si uno no estaba en el estudio puede pensar, por su voz, que estaba ido, pero no había drogas ni alcohol, sólo café. Canta lo que siente, eso es todo. Las canciones eran buenas –algunas de ellas, como ‘Summer Days and High Water’, las escuché una vez y pude cantarla entera–. Uno se iba a casa con una sonrisa en la cara”.
Love and Theft no pudo desembarcar en Estados Unidos en un peor momento –fue lanzado el 11 de septiembre–, pero con el tiempo consiguió la atención favorable y afectuosa que merecía.
Cuatro años después, Dylan estaba todavía con la misma pandilla de personajes que en Time Out Of Mind: tema a tema sus personajes giraban en la luz del amor y la sombra de la vejez, y después retrocedían en la dirección opuesta a la muerte, pero totalmente conscientes de que allí terminarían de cualquier manera. Las canciones se conectan directamente con Time Out Of Mind, pero son más relajadas, con más humor y más disgresiones. Lleno de inteligentes vidas y líneas, el sonido, el tono y el contenido de Love and Theft están de acuerdo con la declaración de Dylan a Edna Gundersen en USA Today acerca de que las aproximaciones alegóricas y el jugueteo poético ya no le interesaban: “Esta es la forma en que siento de verdad las cosas. No soy yo cargando con una botella de ajenjo y haciendo poemas baudelerianos, soy yo usando todo lo que reconozco como verdadero”.
Amplió este tema, y mostró que sus ambiciones no tenían límites, cuando habló con Mikal Gilmore de Rolling Stone: “El disco lidia con el poder, con la riqueza, el conocimiento y la salvación, desde mi punto de vista. Si es un gran disco –y espero que lo sea– es porque lidia con grandes temas. Habla en un lenguaje noble. Habla sobre los temas o los ideales de nuestra era, y espero que también le hable a otras épocas... Eso es lo que estaba tratando de lograr”.
Sin duda fue gratificante que Love and Theft excediera incluso el impacto comercial de Time Out Of Mind, llegando al Nº 3 en Gran Bretaña y el Nº 5 en Estados Unidos.
Dada su ansiedad de una década acerca de que ningún trabajo nuevo podría medirse con su pasado, los lanzamientos post Time Out Of Mind de The Bootleg Series Vols. 4-7 –todos monumentos de los ’60 y los ’70– sugieren una fe y confianza recobradas. El libro Crónicas Volumen Uno (2004), el documental de Martin Scorsese No Direction Home (2005) y el programa de radio satelital XM en el que oficia de DJ durante este 2006 convirtieron estas nociones en algo terrenal al presentar a Dylan en primer plano y de forma personal. Incluso su extraño proyecto fílmico de 2003, Masked and Anonymous (editado en Argentina en dvd), visto como otra de las relacionadas narrativas de Dylan, ofrece un puñado de pistas sobre cómo veía el mundo en el siglo XXI y cómo aprendió a enfrentarlo. Como dice su alter ego cinemático Jack Fate: “La forma en que miramos al mundo es la forma en que las cosas realmente son. Dejé de tratar de explicarme las cosas hace mucho tiempo”.
Ahí estaba, contando todo sobre sí mismo –bueno, mucho más de lo que se puede saber sobre cualquier otra persona que uno conozca–.
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Sucedió otra vez en enero de este año. El llamado talismán a San Antonio: ¿podía Augie Meyers viajar a Nueva York para unirse a los ensayos en Poughkeepsie para el nuevo disco de Dylan? Seguro. Pero había una tormenta, La Guardia estaba cerrado y no pudo volar. “Lo intentamos de vuelta en febrero, y sucedió lo mismo, y finalmente me lo perdí”, dice Meyers. “Pero espero ansiosamente escucharlo.”
Ahora, después de Time Out Of Mind y Love and Theft, comparte con millones la anticipación del inminente lanzamiento de Modern Times. Si es “grandioso” –algo que “pueda pararse junto a las pinturas de Rembrandt”, cosa a la que siempre aspira fervorosamente Dylan– o si se queda corto, su relevancia se asienta en el terreno sólido de un logro arduamente fundado en principios duraderos: la búsqueda de la honestidad, siguiendo el camino de los mejores ejemplos de la historia de la música popular.
Para Dylan, esto todavía significa Woody Guthrie, cuyas canciones, dice, “tienen el infinito barrido de la humanidad” de manera que “uno puede escucharlas y aprender cómo vivir”, cuyas canciones eran sobre “todo al mismo tiempo. Eran sobre ricos y pobres, negros y blancos, los altibajos de la vida, las contradicciones entre lo que nos enseñaron en la escuela y lo que en realidad está sucediendo”.
Comentando sobre “Don’t Think Twice, It’s All Right” en las notas de The Freewheelin’ Bob Dylan (1963), dijo: “Es una canción difícil de cantar. La puedo cantar a veces, pero todavía no soy tan bueno. No puedo desempeñarme aún de la misma manera que Big Joe Williams, Woody Guthrie, Leadbelly y Lightnin’ Hopkins se desempeñaron. Espero lograrlo algún día, pero son gente más grande”.
Bob Dylan tiene 65 años.
Bob Dylan, la biografía, por Howard Sounes
(Debolsillo)
Llamado Down By The Highway en el original, es la última biografía de Dylan, la más documentada y la que se ocupó de revelar todos sus secretos conocidos hasta el momento (incluido todo un matrimonio y su divorcio).
Rolling Thunder: con Bob Dylan en la carretera, por Sam Shepard
(Anagrama)
El autor de Crónicas de motel pone su ojo y su pluma al servicio de una crónica mítica de la gira que escribió cuando fue contratado por el propio Dylan para ayudar a guionar la película que no fue de la gira del ’75.
Crónicas, volumen 1, por Bob Dylan
(Global Rhythm Press)
No es novedad, pero sigue en las librerías la sorprendente autobiografía de Dylan, en la que no reveló ningún secreto pero pintó su aldea (el Greenwich de los ’60) y contó muchas historias.
Lo que se viene:
Lyrics 1964-2001, traducido por Rodrigo Fresán (Global Rhythm Press)
De lujo: más de 1200 páginas con todas las letras, incluida una coda sobre el flamante Modern Times. A un capítulo por disco, la edición estará copiosamente editada, canción por canción, con información biográfica al momento de su composición, fuentes de inspiración y rumores sobre referencias, guiños e interpretaciones. Va a ser difícil encontrar algo más completo. Llega antes de fin año.
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