Domingo, 27 de agosto de 2006 | Hoy
CINE > LAS CIUDADES Y EL CELULOIDE: CICLO, LIBRO Y ENTREVISTA
Como parte del Segundo Encuentro Internacional de Pensamiento Urbano organizado por estos días en Buenos Aires, la Sala Lugones proyecta un ciclo dedicado a las películas y las ciudades. Una de las joyas inéditas entre el alud de clásicos programados es Los amantes regulares, de Phillipe Garrel. Esta semana será presentada por Thierry Jousse, autor de la particular enciclopedia La ville au cinéma. Una oportunidad imperdible para que Jousse y Alan Pauls recorran las calles, los pasajes y los túneles de una relación que lleva cien fructíferos años.
Por Alan Pauls
No hace falta pisar una ciudad para conocerla. Conocemos Nueva York por Manhattan, París por Sin aliento, Roma por La dolce vita, Lisboa por En la ciudad blanca, Berlín por Las alas del deseo, San Francisco por Vértigo, Hamburgo por El amigo americano, Los Angeles por Model shop o Barrio chino, Madrid por Qué he hecho yo para merecer esto, Nápoles por Viaje en Italia, Barcelona por El pasajero, Hong Kong por Chunking Express, Toronto por Videodrome, Londres por Blow Up, México por Los olvidados, la Ciudad Prohibida de Pekín por El último emperador, Viena por El tercer hombre. Y hay ciudades que sólo conocemos porque nos sería imposible pisarlas: la Metrópolis que imaginó Fritz Lang, la Alphaville en la que husmea el detective Lemy Caution, la Las Vegas de neón de One From The Heart, el hormiguero futurista de Blade runner, la Tativille –filmada en estudios– de Playtime, el fraudulento suburbio de Truman Show, la exótica Interzona burroughsiana de Almuerzo desnudo. Estamos tan acostumbrados a ver calles, multitudes y tráfico proyectados en una pantalla que cualquier película que se demore en el campo o la montaña nos sobresalta como una incongruencia de novato, una excepción condescendiente o una operación de promoción turística. Entre cine y espacio urbano hay algo más que una relación de afinidad, de simpatía o de intimidad: hay una relación de consustancialidad. La ciudad no es sólo el escenario privilegiado de la ficción cinematográfica; es su condición de posibilidad, su alma, su morada. Y lo es desde siempre, desde 1895, cuando los hermanos Lumière metieron de prepo una locomotora en un café del centro de París y proclamaron ante un puñado de parroquianos estupefactos que había nacido el cine. Esa doble irrupción (el tren en la estación, el cine en el corazón de la Ciudad-Luz) sellaba a fuego un romance que hoy parece tan natural como un lazo de sangre.
Ese lazo (y sus tensiones internas) es el que interroga La ciudad en el cine: centros y periferias, el ciclo de más de treinta films con el que la sala Leopoldo Lugones participa del Segundo Encuentro Internacional de Pensamiento Urbano, el coloquio organizado por la Secretaría de Cultura del Gobierno de Buenos Aires. La programación combina títulos inéditos como Café Lumière (Hou Hsiao hsien) o Los amantes regulares (Philippe Garrel, ver recuadro) con clásicos como Amanecer (Murnau), films-faro de los años ’60 como El eclipse (Antonioni) o Alphaville (Godard), frutos de los audiovisuales años ’80 como El amigo americano, Tokio-Ga o Notas sobre vestimentas y ciudades (Wenders) y dos títulos que, cada uno a su modo, refundaron la ciudad de Buenos Aires de manera radical, devolviéndole el carácter enigmático y la fertilidad ficcional que años de pereza y costumbrismo parecían haberle arrebatado: Invasión (Hugo Santiago, 1969), que vació la ciudad hasta extremos casi sinópticos, y Felices juntos (Wong Karwai, 1996), que acompañó, si no patrocinó en secreto, el redescubrimiento socioerótico urbano que está en el origen del Nuevo Cine Argentino.
En rigor, el programa de la muestra de la sala Lugones retoma algunas de las ideas-fuerza que organizan uno de los emprendimientos editoriales más notables de los últimos tiempos: La ville au cinéma, la enciclopedia que los Cahiers du Cinéma publicaron el año pasado bajo la dirección de Thierry Jousse, cineasta, crítico, ex editor de la revista, y Thierry Paquot, filósofo del urbanismo. El libro, cuyo plantel de colaboradores amalgama distintas generaciones de críticos de Cahiers con especialistas en urbanismo y arquitectura, recorre en todos los sentidos posibles las turbias relaciones entre la ciudad y el cine. Está armado en cinco partes: “Filmar, mostrar, representar” (una suerte de introducción al cine en quince artículos), “Géneros y escuelas” (un barrido de la relación cine-ciudad tal como la postulan formateos de género como el cine negro, el western o el manga y movimientos como el neorrealismo italiano o la nouvelle vague francesa), “Lugares y personajes” (que explora el repertorio de tópicos pop donde la mitología urbana se cruza con la cinematográfica), “Ciudades cinematográficas” (un mapa de las ciudades del mundo más deseadas por el cine) y “Cineastas urbanos” (un quién es quién del mundo de los directores perdidos por el asfalto).
¿Un libro sobre el cine como gran máquina de pedagogía urbana del siglo XX? “Tal vez”, dice Jousse, “aunque si el cine es eso es más que nada porque es ontológicamente documental. En realidad, lo que más modeló nuestra mirada de espectadores sobre las ciudades es la ficción. El cine permitió sobre todo la creación de una mitología urbana única en su tipo, que las demás artes no estaban en condiciones de poner en evidencia. Fantômas de Feuillade, los Mabuse de Lang o, más cerca de nosotros, Taxi driver de Scorsese o Collateral de Michael Mann son más importantes quizá que todos los documentales que se hayan hecho sobre esa mitología. Con las relaciones entre ciudad y cine pasa lo mismo que con las que el cine mantiene con el psicoanálisis: una suerte de fraternidad inmediata se anudó entre esos inventos contemporáneos entre sí, pero la historia de la relación se construyó de un modo subterráneo, un poco a las escondidas, y no siempre al abrigo de los malentendidos. El cine, digamos, revela el inconsciente de las ciudades y lo saca a la luz a través de una relación oscura con el espectador. Una relación en la que lo visible y lo invisible se alternan para jugar un papel primordial”. Jousse, que integra el elenco de invitados internacionales del Encuentro de Pensamiento Urbano, dará mañana una charla sobre cine y arquitectura –acompañado por el arquitecto Francisco Liernur y el crítico y cineasta Sergio Wolf– y presentará en vivo dos de las vedettes del ciclo: Reyes y reina y Los amantes regulares. Tal vez ése sea un buen momento para pedirle que argumente su propio top five de bodas entre cine y ciudad: Lola (Jacques Demy) y Nantes, Deep end (Jerzy Skolimowski) y Londres, Vértigo (Hitchcock) y San Francisco, Muriel (Alain Resnais) y Boulogne-sur-mer, The Clock (Vincente Minelli) y Nueva York. “Pero mañana sin duda tendré otro muy diferente”, aclara.
En Alphaville, el documental de anticipación que archivó la ciencia-ficción en el desván de los viejos joysticks escolares, Jean-Luc Godard probaba hasta qué punto la mirada del cine sobre la ciudad se juega siempre en la tensión entre el registro y el mito, la representación y la invención. Godard filma los complejos de monoblocs que proliferan en los suburbios del París de mediados de los ’60, llamados HLM –Habitation à louer modéré, es decir: “alojamiento de alquiler moderado”–, y los rebautiza con el nombre de Hôpitaux pour longues maladies (“Hospitales para enfermedades prolongadas”). Con su sequedad conceptual, el gesto de volver a nombrar un presente urbano crítico reduce a cenizas los intentos más espectaculares de ver y representar el futuro. “Cada vez que un cineasta aborda una ciudad lo hace respondiendo a una exigencia de metamorfosis”, dice Jousse, cuya enciclopedia dedica a Godard el apartado más extenso (seis páginas) del capítulo “Cineastas urbanos”. “No se trata sólo de mostrar la ciudad, sino también, y sobre todo, de transformarla. El cine puede hacer surgir una ciudad imaginaria bajo el empedrado de la ciudad real, o el fantasma de otra ciudad, más nocturna, más embrujada, tras las apariencias vigiladas de la ciudad diurna y regulada. El ejemplo de Alphaville es particularmente notable, ya que sin el menor efecto especial, Godard logra metamorfosear París en una ciudad completamente imaginaria o más bien surreal, es decir más real que las apariencias de la realidad. Podemos rastrear gestos si no equivalentes, al menos cercanos en Hugo Santiago, que en Invasión hace de Buenos Aires una ciudad fuera de sí, o en Kubrick, cuando en Ojos bien cerrados inventa una Nueva York extrañamente desfasada, filmada en los estudios Pinewood o en Londres.”
“El cine puede hacer surgir una ciudad imaginaria bajo el empedrado de la ciudad real, o el fantasma de otra ciudad, más nocturna, más embrujada, tras las apariencias vigiladas de la ciudad diurna y regulada. El ejemplo de Alphaville es particularmente notable: sin el menor efecto especial, Godard logra metamorfosear París en una ciudad completamente imaginaria o más bien surreal, es decir más real que las apariencias de la realidad.” Thierry Jousse
Como en Pizza, birra, faso (1997), que contrabandeaba su cámara y su pequeño gang de lúmpenes en las entrañas del obelisco –un fetiche urbano que el cine argentino, filmándolo siempre desde afuera, parecía conservar en una virginidad eterna, como si fuera al mismo tiempo un emblema muerto, un fraude y un tabú–, toda gran renovación cinematográfica parece estar ligada al mismo impulso agorafílico: salir, bajar a la calle, ganar el espacio público, como si la ciudad –antes incluso que la tecnología– fuera a la vez botín y campo de batalla: el reino de movimiento y de luz, la reserva viva de relatos y cuerpos que ya llevan demasiado tiempo en manos de otros –la Industria, los Viejos, el Cine Oficial, lo que sea–, donde corren el riesgo de pudrirse o naufragar en el olvido. Es el caso ejemplar de la nouvelle vague, que canjea la estética controlada y confortable de la qualité française por la inestabilidad, el vértigo, la zozobra de una cámara al hombro que filma a sus personajes besándose entre autos que pasan o desmoronándose con un tiro en la espalda en los callejones del Barrio Latino. Según Jousse, “la nouvelle vague inaugura la relación moderna entre el cine y la ciudad. Ante todo por pasión y por voluntad de apropiación. Pero también, en la huella de Rossellini y al mismo tiempo que Cassavetes, Oshima o Antonioni, saliendo de los estudios para olfatear el aire de la época y filmar la verdadera vida de los urbanos, todo bajo el signo de la ficción y la fantasía. Con el afán menos de mostrar el paisaje urbano con un toque suplementario de realismo que de inventar una ciudad a la medida de nuestros deseos”.
Pero es Eric Rohmer, quizás el miembro más clásico y menos intemperante de la nouvelle vague, el que proyecta su sombra magistral sobre las casi novecientas páginas de la enciclopedia dirigida por Jousse, y también sobre el ciclo de la Lugones. No sólo es el único cineasta que el libro hace hablar –interrogado, además, por los dos directores del volumen–, sino que la entrevista aparece al principio, antes de que todo empiece, como un pórtico oracular. ¿Por qué Rohmer? Jousse: “Para hacerle justicia a un cineasta que siempre demostró una gran preocupación por el espacio, que siempre pensó la ciudad en términos de trayectos, recorridos, trazados, planos, movimientos, desplazamientos, que siempre tuvo un gusto pronunciado por las calles, las fachadas, las plazas públicas, los parques, las capas históricas que se mezclan en las piedras y los subsuelos de una ciudad como París”. En el reportaje, Rohmer, que proclama una vieja pasión por los viajes, por Verne, por Stevenson, acepta al mismo tiempo la profesión de fe sedentaria que signa sus casi cincuenta años de cineasta: Francia es el territorio invariable de sus ficciones y París, su ciudad-fetiche, aparece modulada de todas las maneras posibles, como el decorado crudo de La panadera de Monceau (el primero de sus cuentos morales, de 1962), por ejemplo, o el digitalizado campo de batalla de la Revolución Francesa de La dama y el duque (2001).
Rohmer no está solo en esa compulsión casi insular; la comparte, entre otros grandes cineastas, con Ozu, cuyos rastros Wenders no puede seguir sin reconstruir al mismo tiempo Tokio, la única ciudad donde quedaron impresos (Tokyo-Ga), o con Nanni Moretti, romano recalcitrante, o con Robert Guédiguian, que se empeña en no moverse de Marsella. Este principio de monogamia (ciudades maternas/cineastas del arraigo) no es el único disponible; en la vereda de enfrente, más “modernos”, están los cineastas que, fascinados con los grandes espacios urbanos, sólo parecen poder abordarlos desde una posición extranjera, desde el extrañamiento, la curiosidad desapegada y la incomodidad con que miles y miles de inmigrantes, exiliados y forasteros miraron alguna vez las ciudades ajenas que les tocaron en suerte o que eligieron para seguir viviendo. De los refugiados centroeuropeos en Hollywood (Lang, Curtiz, Wilder, Sirk) a los nómadas vocacionales de fin del siglo XX (Wenders, Wong Kar-wai, Alain Tanner), buena parte del cine nace de la experiencia del desarraigo, de la resistencia que la ciudad opone al extranjero y de las estrategias con que el extranjero intenta apropiársela, descifrarla o al menos registrar sus misterios. “Se trata de hacer surgir otros mundos en el corazón mismo de ciudades que han sido demasiado filmadas para seguir siendo inocentes”, dice Jousse. “La mirada extranjera es el ábrete sésamo que permite abrir la ciudad a otros espacio-tiempos. Frente a una ciudad, incluso la propia, todo cineasta tiene casi la obligación de ser un extranjero, es decir: de inventarse una mirada oblicua.” Nativos fieles o extranjeros flotantes, los “cineastas urbanos” son sin duda monomaníacos: aunque cambie de nombre, de ubicación, de lengua, la ciudad –la “experiencia ciudad”– es el objeto único que los desvela. ¿Puede haber algo envidiable en esa exclusividad? Tal vez sí. Tal vez la sensación de que en la pasión urbana que despliegan, los cineastas ponen en evidencia hasta qué punto la ciudad como categoría, hábitat, forma de vida, modelo de agrupamiento humano, se ha vuelto mucho más deseable –a la hora de barajar una pertenencia, una territorialidad afirmativas, capaces de imaginar una identidad sin tener que renunciar a lo múltiple, lo plural, lo incierto– que objetos imperativos como el País o la Nación. ¿Los “cines de ciudad” habrán desplazado a los “cines nacionales”? “¿Por qué no?”, dice Jousse. “La ciudad es un territorio más preciso y más representable que la nación. Y sobre todo es probable que la decadencia del estado-nación (salvo durante el Mundial de fútbol) favorezca esa emergencia de un cine de las ciudades. A decir verdad, el fenómeno no es nuevo, en la medida en que el cine es desde su origen un arte esencialmente urbano, y en que muchos cineastas –de Woody Allen a Gus van Sant, de John Waters a Manoel de Oliveira– están íntimamente ligados a sus ciudades. Pero ya hay ciudades que encierran barrios que son a veces más importantes que la ciudad en su conjunto. Quizá no falte mucho para que se perfile un cine de los barrios.” ¿Un antídoto contra la mundialización galopante?...
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