ENTREVISTAS > LUISA FUTORANSKY, DE VISITA
La autora de Son cuentos chinos y Urracas es conocida como escritora y poeta, pero vivió muchas otras vidas: abogada, viajera, trabajó en China y Japón, en agencias de noticias y hasta montó óperas. Ahora la editorial local Leviatán va a publicar su nuevo libro de poemas, Inclinaciones, y acaba de terminar una novela. Además, habla de distintos exilios, de ser ciudadana de París, de su relación con Alejandra Pizarnik y de su trabajo injustamente envidiado: ser guía en el Centro Pompidou.
› Por María Moreno
Luisa Futoransky ha vuelto al país con dos noticias. No es una mala y una buena como en los chistes, sino dos buenas. La editorial Leviatán, a cargo de Claudia Schvartz, va a editar su libro de poesía Inclinaciones y en los archivos de su PC hay una novela inédita que se llama Formosas, una saga familiar en diáspora donde la protagonista se divide en mujeres de diversas edades: Luz Divina, Mirtilia y Lagor (¿por “gorda”?). Luego de diversas novelas como Son cuentos chinos (1983), De pe a Pa (1986) y Urraca (1992) y libros de poemas como Trago Fuerte (1963), Babel Babel (1968), Partir digo (1982), La sanguina (1987) y Cortezas y Fulgores (1997), ha encarado la gran “luisada” totalizadora, la ficción de sí en ramos generales. “Le puse Formosas por eso de ‘Moza tan fermosa/ non vi en la frontera/ como una vaquera de la Finojosa...’ Uno de los primeros versos de la clase de castellano que aprendemos. Formosa es también el nombre de la isla china que ahora es Taiwán –o sea que no existe– y el de la provincia adonde se instalaron gran parte de mis antepasados europeos, luego de haber llegado al país en el buque francés Formosa. La novela se me ocurrió en la iglesia de Santa María Formosa, de Venecia. Era un título ineludible”.
Luisa habla con grandes pausas y a veces pone las manos –que mueve mucho, como si ellas tuvieran un lenguaje propio pero sin traducción, una especie de lengua para sordomudos que sólo utiliza posiciones vagamente eróticas o de cortesía– con las palmas unidas como los budas. Desde su visita en el año 2000, su look ha virado drásticamente: de las vaporosas telas hindúes y el henna violáceo cubriendo una melena corta rematada en una coleta de torero, al corto entrecano y el uniforme de Juliette Greco. Su escritura también se ha vuelto hacia el ascetismo, pero sólo en su poesía donde ya se ha decidido a limar ese estilo Cantar de los Cantares remozado con que resiste aún en la enumeración caótica sentimental como en Los 613 de tu tránsito en el que hace una taxonomía de corazones: “El corazón estreñido, el corazón bofe, de pompa y circunstancia, corazón de lo que el viento se llevó (...)/, corazón donde estás y por qué dejaste sola a la pobre Lu/, (...) corazones al bies y falsa escuadra,/ (...) corazones que te pasan factura, /corazones fuente de Juvencia y gloria de Dios al anochecer en Galilea”. En Inclinaciones abunda la ironía en líneas de tiro corto (“L de laberinto/ U de unaparasiempre/ I de infierno o de inocencia/ S de solitudine /A de aleph”), las sentencias humorísticas (“Para existir/ la pasión exige un testigo/ un pasante/ la caníbal”), el relato desgranado con dos o tres rasgos.
Luisa Futoransky se ha dejado las canas por ascetismo pero más por pereza.
Habrás pasado por ese odioso período de raíces oscuras y pelo coloreado como en el peinado que usa Orlan, mitad y mitad.
–Veo siempre a Orlan en el Pompidou. Va a tomar té al bar con otra artista que ha expuesto sus menstruaciones y luego ha hecho dos performances, una en donde se cacheteaba simultáneamente con su amante –una mujer– durante varias horas, otra donde las dos recorrieron el borde de la Muralla China en sentido contrario. Pero no, no usé nunca el peinado de Orlan. Simplemente me dejé las canas. Es que estoy en un exilio diferente del de París. Porque si alguna vez fuimos fermosas, que lo fuimos, fue tan rápido que ya estamos exiliadas. Y uno de los exilios de los cuales se habla poco es el exilio del cuerpo de la juventud. Recuerdo un congreso en Berkeley. Durante la mesa redonda, después de mí, venían las chicanas Ana Castillo y Sandra Cisneros, que son profesoras y tienen mucho predicamento. El último libro de una de las chicanas representativas, Cheri Moraga, cuenta las peripecias de su inseminación artificial y la lucha porque viva su bebé de 26 semanas y apenas unas libras de peso. En el poster que las presentaba había una consigna en inglés que quiere decir algo así como “Concha húmeda”. Y en sus posturas encontré todo lo que me da bronca hasta hoy. Ellas reivindicaban la humedad vaginal –la llamaban “humedad oposicional”–, el culto a la virgen de Guadalupe y la pobreza, aunque eran todas chicas que venían de obtener sus doctorados en Harvard. Entonces yo empecé: “Yo no vengo desde tan lejos para ver cuál abuela era más pobre o quien vendía más ajos en el mercado. A los míos no les dio como para que yo estudiara en Harvard como ustedes”. Me preguntaron desde dónde hablaba.
Les hubieras dicho que hablabas como mujer judía, blanca, latinoamericana, poeta...
–Eso fue lo que hice. Una de ellas me dijo que todos los judíos, como capitalistas salvajes que son, explotan al pueblo mexicano e integran lobbies que le dictan a América la política a seguir en Medio Oriente pero sobre todo con Israel. Me evadí con circunloquios, pero era un diálogo de sordas. Traté de decirle que en el principio de las discriminaciones el ídish fue lengua de mujeres, ya que ellas tenían prohibida la escritura. ¿Cómo recordarles que hasta hace poco más de un siglo los judíos no tenían siquiera derecho a un apellido y que cuando la ley se los impuso tuvieron que comprarlo? Yo hablaba desde allí.
En los años sesenta integrabas con el poeta René Palacios More una pareja mítica.
–René Palacios More fue mi ópera propia. En cuatro actos y unos cuantos suicidios mutuos (no es que yo sea un personaje de Piaf).
Luisa vive en París desde hace treinta años, ahora en la calle Jeanne D’Arc, por casualidad o suerte poética. Como muchos textos de exiliados, Formosa registra una suerte de archivo de los modismos de su infancia, los nombres de los oficios callejeros, los propios de la protopublicidad porteña. En esa memoria genealógica está el ídish (“Quétzele, médiele, buébele”), diminutivos cariñosos (gatito, nenita, muñequita), el vendedor de leche La Vascongada, El escondite de Hernando, el alhajero de conchillas que dice “Recuerdo de Mar del Plata”. Aquello que puede leerse desde aquí como resonancias de voces cristalizadas, en otro lugar y perdidos los referentes, vuelve a escucharse con una extraña resonancia metafórica –por ejemplo El otro yo del doctor Merengue, que pierde su pasado pedestre de historieta–; entonces parece necesario volver a ordenarlo en la escritura, como volverlo a la Patria. “‘De lo nuestro lo mejor’. ‘De la naturaleza a su mesa’. Me ha pasado estar en un templo que se llame Nagoya, y que me resonara como mi ‘Magoya’ natal. Recuerdo un texto que Freud le escribe al psicoanalista suizo Raymond de Saussure. Decía que quizás era difícil comprender lo que significaba la pérdida de la lengua en que se había vivido y pensado, que era imposible reemplazarla por otra. Se quejaba de que aun los términos en inglés bien conocidos le resultaran frustrantes para la expresión. Son pocos los que cambiaron de lengua. Nabokov o Conrad son excepciones en más de un sentido. Lo común es que vayamos por el mundo como Snoopy, con el hatillo de palabras que hemos recolectado de nuestra vida en el lugar de origen y trabajemos con ellas. Yo escribo siempre en mi lengua natal. No creo estar contaminada ni siquiera por el lenguaje de los españoles. Uso el lenguaje de mi infancia, el de todas las transacciones de mi juventud y no quiero, por hacerme más comprensible a un número mayor de eventuales lectores, hacer concesiones que no me interesan.
También has abandonado una especie de tono mayor.
–En mi etapa surrealista me marcaron mucho Enrique Molina y Olga Orozco. Ese tono esdrújulo. Ahora busco algo menos solemne. De goce poco. Con Son cuentos chinos fue un goce total, con todo el cuerpo. Pero las novelas me dan extremos. Con De Pe a Pa me broté. Yo había decidido que tenía quetener un estilo por cada letra del alfabeto y en el momento en que me enfermé estaba por la “h”. Entonces dije “fin”. Terminé la novela abruptamente.
Aun en tus ficciones el tono es autobiográfico.
–Cuando empecé a escribir pensé que si yo quería enjuiciar el mundo tenía que enjuiciarme primero yo.
Como si tuvieras que dar evidencias. Por algo sos abogada.
–Sin embargo, cuando escribí el poema “Vitreaux de exilio” lo hice la primera vez que salí de Buenos Aires a Córdoba.
¿Por qué Paris? ¿Fue una elección cultural?
–El viaje en mi juventud, en la izquierda a la que pertenecía, no se pensaba en Europa sino en Latinoamérica. Europa tenía que ver con la revista Vogue y con los sueños de Borges, Bioy, las Ocampo. Además nosotros imaginábamos que había una supuesta tribu continental de poetas que se escribía con Ferlinghetti o con Allen Ginsberg. Que se visitaban incesantemente. Entonces, mejor Tilcara. Viajé por el norte con René. Nos alojaban poetas locales, algo que habíamos conseguido a través de poetas funcionarios que facilitaban el intercambio. Entonces integrábamos un grupo “libertario”. Luego salí del país cuando gané la beca Fullbright. Alejandra (Pizarnik) había ganado la Guggengeim. En ese entonces te ponían una hoja abrochada a tu pasaporte en donde decía por cuánto tiempo te ibas, quién te invitaba, y qué ibas a hacer, y en la mía decía “Alejandra Pizarnik” y así pasó por aduanas, por el check in, etc. No sé si ella tendría la mía. Siempre me quedó esa intriga.
Saliste del país como Alejandra Pizarnik.
–Cuando me enteré que ella había muerto rompí ese papel. Me impresionaba un poco.
¿París no era el del mito?
–Es que me había formado con la Biblia de Los siete locos. Me acuerdo que en todo lo que leía antes de Arlt las palabras dinero y trabajo no existían. Tampoco en la literatura escrita por mujeres, salvo en los textos de Syria Poletti. En las demás era el dinero, no el sexo, lo que resultaba obsceno.
Sin embargo era un tema notable en los libros de Silvina Bullrich.
–Pero yo tenía que ganarme la vida como Ergueta. Y el mundo del trabajo ofrece como sello distintivo y de poder cócteles de humillaciones cotidianas. Si no, no habría sudor de la frente. En París trabajé en la agencia France Presse. Y el trabajo de agencia no tiene nada que ver con el periodismo de investigación. Se trata de redactar a velocidad y sobre el estado de la Bolsa donde un cero de más o un cero de menos es fatal. Trabajé en Japón, en la radio, que tiene un gran departamento de español. Fui a China mucho antes que Roland Barthes. Pero ¿sabés lo que es vivir sin alfabeto? No es que crece tu autismo, sino que se te pone un telón delante y lo vas poblando con lo que querés.
Y con algunos antidepresivos.
–Que se acaban. Y uno vive un año para esperar una flor de cerezo que se cae al día siguiente. Entonces aprendés a esperar, a que no tenés por qué cortarla y ponértela en tu ventana. Pero no me quejo. En mi vida hubo paneles muy importantes. Trabajé en el Centro Editor con Boris Spivacov. Hice régies para ópera, que me encanta –me recibí en el Colón–. Nunca dejé de escribir. Ahora trabajo como guía en el centro Pompidou, lo que es considerado una especie de lujo.
¿Cómo extranjera sufriste humillaciones?
–A mi edad, tener que pedir permiso para el ir al baño, cuando estoy trabajando, como me sucede en el centro Pompidou. Muchos me dicen “qué suerte que tenés de poder estar todo el día entre cuadros...” No saben que los responsables de sector hacen ronda para ver si estás en tu puesto. Entonces hay que hacer como en el colegio . Decir: “Señorita, señorita,¿puedo ir al servicio?”. En un poema escribí que los que me envidian no saben lo que es tener años de pis apurado y salpicador, siempre de parada en lugares donde dejan sus densos humores cuatro mil personas diarias de promedio. ¿Humillación? Que un jefacho de redacción te tire un material y te diga, “ché, hacé 500”. Menos mal que últimamente tengo muy buenos tratos con la divinidad.
Y entonces, como si hubiera adquirido una suerte de neurosis laboral y mientras comparte un té con masitas en medio del living de la casa de Luisa Valenzuela, rodeada de máscaras africanas y muñequitos para vudú, se le escapa de pronto “¿Puedo ir al baño?”. Pero como desde hace mucho se analiza con Colette Soler, ya no lo hace con inocencia y estalla en carcajadas.
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