Dom 01.10.2006
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RESCATES > LAS ILUSTRACIONES DE ALEJANDRO SIRIO

La gloria de don Alejandro

Nació en Asturias como Nicanor Alvarez Díaz, pero en 1910 llegó a Buenos Aires y cuando empezó a trabajar como dibujante para Caras y Caretas, dos años después, eligió el seudónimo Alejandro Sirio. Ilustró La gloria de Don Ramiro, de Enrique Larreta, vivió el París de entreguerras —y lo dibujó— y participó de los medios gráficos más importantes. Pero hasta hace poco era difícil ver sus ilustraciones, famosas en su momento, hoy desperdigadas o perdidas. Sin embargo, el arquitecto y dibujante Lorenzo Amengual pasó años tras la pista de los originales y armó un libro que recopila, al fin, parte de la extensa obra del maestro.

› Por Lorenzo Amengual

Alejandro Sirio fue un espíritu señalado. Habitó desde 1890 el cuerpo de un hombre común, un tal Nicanor Alvarez Díaz, que se nutrió y fue modelado por las tensiones de dos culturas diferentes en dos espacios particulares. Uno, su Oviedo natal, la capital de la Asturias cántabra donde sus raíces nacieron consistentes, en esa España demacrada que se llevaba puesto un siglo XIX fatal para su suerte. El otro espacio fue Buenos Aires, donde la raíz trasplantada prendió con fuerza y dio frutos inesperados. Aquel Nicanor que en Oviedo tenía pasta de escritor y estudios de tenedor de libros, se convirtió aquí en Alejandro, dibujante notable.

Con veinte años llega el futuro Sirio al país dos meses después de la celebración del Centenario. Al desembarcar, debe de haber visto las serpentinas descoloridas aún enredadas en los árboles. Fue un festejo apoteótico, con visita de princesa española y todo: vino la Infanta de Castilla, una verdadera enana de Velázquez, simpática y zumbona. En la tapa de Caras y Caretas, un personaje dibujado por Manuel Mayol comenta después de los festejos: “La fiesta estuvo buenísima... Y ahora, ¿quién pagará la cuenta?”.

En su primer paseo, el joven Nicanor encuentra una gran ciudad moderna que ha tomado a París como modelo, con un tren subterráneo en construcción y monumentos de Rodin y Bourdelle en sus parques. Desde las sombras, los hilos del poder los trenza desde hace décadas Julio A. Roca, el “Zorro”, como lo había caricaturizado en la revista Don Quijote, años atrás, el gallego José María Cao, reconociéndole su astuta inteligencia.

Muchacho de San Telmo, 1944

En sus primeros tiempos porteños, el joven asturiano sobrevive como puede: dependiente de zapatero, ayudante contable y cajero en varios comercios. No consta que Nicanor Alvarez Díaz realizara estudios de dibujo. A los dieciocho años había publicado algunos cuentos en la revista Luz y Vida de Oviedo, pero en Buenos Aires dibuja. Hace un cartel para la inauguración de una sala de cine de Belgrano –los cines empezaban a conquistar los barrios– y pronto comienza como ilustrador periodístico, realizando pequeñas viñetas en la revista El Sarmiento, de José María Ramos Mejía. La suerte no lo acompaña: Ramos Mejía muere a los pocos meses y su publicación se interrumpe.

Entre 1910 y 1920 el periodismo gráfico argentino inicia su época de oro. Los grandes diarios publican también revistas. Entre las más destacadas está Caras y Caretas (1898-1939), propiedad de La Nación. Y precisamente a la editorial de los Mitre estará ligado el destino de Sirio por cuatro décadas.

Todo empieza una tarde de 1912. Julio Castellanos, un colaborador de Caras y Caretas que pasea por la elegante Avenida de Mayo, se sorprende ante la calidad de unas ilustraciones expuestas en los escaparates de la Sastrería Inglesa. Cuando pregunta le responden: “Las hizo Nicanor, el cajero”. Advertido Mayol, director dibujante de la revista más famosa de la época, lo invita a colaborar a un peso por viñeta. Hay una ilustración anónima que documenta el momento. Los consagrados integrantes del staff están representados alrededor de un escritorio, frente al novato. El texto al pie dice: “Sirio ofrece su primer dibujo a Caras y Caretas”. Publicará allí, regularmente, durante más de doce años.

Pareja, El Hogar 1935

Cuando el asturiano debe firmar los dibujos comprueba que en la redacción abundan los Alvarez y entonces echa mano a un antiguo seudónimo –que luego sería su marca de artista–, el mismo que usara para firmar sus cuentos asturianos. Así será para siempre: “Nicanor Alvarez Díaz para todos los efectos legales de este bajo mundo, y Alejandro Sirio para la gloria y la posteridad”.

Comienza aportando dibujos que hacen madurar su mano, mientras se nutre de saber técnico en la imprenta y en la sala de fotomecánica. Su sensibilidad literaria opera sobre su pensamiento plástico y desde el principio los dibujos se ajustan como un guante a lo que la letra describe. Aprende a hacer, haciendo, viendo dibujar a otros. Debe acostumbrar su oído, además, a los diferentes acentos de sus compañeros: el andaluz Mayol, el italiano Zavattaro, el gallego Alonso, el peruano Málaga Grenet, el boliviano Valdivia, el porteño Alvarez, el catalán Macaya y el sevillano Redondo se entienden dibujando. Son al mismo tiempo competidores, colegas, maestros, discípulos y amigos.

La larga relación de trabajo con La Nación se consolidará a partir de 1915 cuando el diario encare un nuevo proyecto editorial orientado a la numerosa comunidad española: la revista Plus Ultra. Y allí es donde Sirio, más maduro, despliega todo su saber gráfico y produce los trabajos singulares con los que construye su propia identidad como dibujante y la de la publicación. Su aporte excede la tarea del ilustrador. Sirio realiza las tareas que se llamaban “de ornamentación”, con proliferación de “tics” característicos del art nouveau: profusa utilización de viñetas, adornos, recuadros y la inclusión de titulares caligráficos.

Ya artista reconocido, Sirio recibe en 1927 una propuesta de Enrique Larreta –hombre público y escritor consagrado– para que ilustre su novela La gloria de Don Ramiro, editada con muchísimo éxito en 1908. Larreta planea una reedición de calidad, a los veinte años, enriquecida con ilustraciones. Sirio se pone a trabajar frenéticamente y meses después viaja a España con los bocetos: quiere confrontar en vivo los escenarios que ha plasmado. Con esa determinación tan española de que “las cosas son las cosas” recorre Avila, Toledo, todos los escenarios de la novela de Larreta. Luego viaja a París, la Meca iniciática de entonces para los artistas argentinos. Su amigo Enrique Amorim lo guía. Visita al pintor vasco Ignacio Zuloaga quien, al ver las ilustraciones, le aconseja “no dibujar tan bien”.

De Palermo a Montparnasse, El Hogar, 1936

Vuelto a Buenos Aires concluye las 141 grandes ilustraciones de La gloria de Don Ramiro. El libro, impreso en Francia y con el sello Viau y Zona, sale al año siguiente. Es un éxito notable. Con el dinero que cobra –5000 pesos que equivalían en la época al valor de cuatro Chevrolet de entonces– vive en París durante 1931. Allí conoce a Derain, Vlaminck, Foujita y Picasso, y a los escritores Jean Cassou, André Salmon y Robert Desnos. Una experiencia de vida intensa que registrará con textos y dibujos. Su condición de escritor e ilustrador lúcido le permite registrar este mundo exuberante, transitado por artistas y poetas argentinos anclados en la París de entreguerras que no sólo era una fiesta sino que parecía –en la versión de Sirio– el Paraíso. Describe con palabra y pluma el Café Dome o La Rotonde, cuenta de Oliverio Girondo, del Vizconde de Lascano Tegui, de Edmundo Guibourg, de Marechal y de Paco Bernárdez.

En 1932, de regreso y definitivamente radicado en Buenos Aires, Alejandro Sirio se casa con Carlota Stein –hija del fundador de El Mosquito– y sigue trabajando en forma incesante para La Nación y El Hogar. En 1937 ilustra Poemas de la Fundación, de Mariano de Vedia y Mitre; al año siguiente hace para la Compañía Hispano-Argentina, constructora de la Línea E de Subterráneos, los cartones para los murales que aún hoy embellecen los andenes de la estación Jujuy. En 1940 lo nombran profesor de la cátedra de Artes del Libro –la especialidad en la que descolló siempre– en la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón, un cargo que conservará hasta su muerte.

La gloria de Don Ramiro, 1928

El prestigio y la popularidad adquiridos por Sirio era grande, producto de la alta exposición pública que le daban los medios donde publicaba. Suma reconocimientos: en 1942 expone en Tucumán, gana la medalla de Oro en el Primer Salón de Dibujantes de 1947 y es elegido presidente de la Asociación de Dibujantes. La publicación en 1948 por Kraft de De Palermo a Montparnasse, donde reúne apuntes, observaciones gráficas y textos de casi dos décadas significa el logro de una obra mayor. Ese éxito de los últimos años –Sirio dibujó en La Nación hasta el día de su muerte, 6 de mayo de 1953– anticipa el que obtuvo su gran exposición póstuma de 1954, organizada por su esposa en España, que pasó por Madrid y por Asturias.

Sin embargo, no han sido muy frecuentes las muestras del gran dibujante asturiano. Desde 1931 –cuando expuso en Witcomb– hubo que esperar más de cincuenta y cinco años para volver a ver dibujos de Sirio en Buenos Aires. En 1987 el Museo de Arte Español Enrique Larreta, depositario de los originales de La gloria de Don Ramiro, organiza la exposición de esas ilustraciones, panorama que se completa en 1990 con otra exposición del mismo museo: La gráfica literaria de Alejandro Sirio. Ese mismo año, centenario de su nacimiento, el Museo de Bellas Artes de Asturias le dedica una muestra.

La extraordinaria obra gráfica de Alejandro Sirio fue producida en un contexto –la primera mitad del siglo XX– en el que el ilustrador no era considerado un artista, sino que era valorado como un artesano casi anónimo que “obra en su oficio”. Incluso el dibujo mismo tardó en ser reconocido como una forma artística autónoma y no menor. Hoy, una mirada más penetrante y comprensiva del fenómeno –y de la populosa obra resultante: miles de dibujos– nos dan cuenta de la presencia de un artista cabal.

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