NOTA DE TAPA
Después de largas incertidumbres, una lista de nombres en danza que iban cayendo y el fantasma del impecable Pierce Brosnan, finalmente se estrena la nueva película de James Bond con una serie de giros que prometen devolver la saga a su mejor momento: el guión de Casino Royale (aquella novela original de Ian Fleming que sólo se había filmado en sorna con David Niven, Woody Allen, Orson Welles y Peter Sellers), la actuación del pétreo Daniel Craig y una estética que recupera la crudeza y violencia de las novelas de Fleming. Por eso, José Pablo Feinmann recorre virtudes y defectos de los siete actores que encarnaron a Bond, e imagina una última película que nunca se hará.
› Por José Pablo Feinmann
Bond está viejo, tiene setenta años y vive de sus mejores recuerdos; que no son muchos, no porque no lo hayan sido sino porque el arte de la memoria lo está abandonando. Ya no se ocupa de nada. Ni siquiera le piden nada. Es un descarte. Pero tiene mucho dinero y se compró una isla en el Caribe que pareciera haber surgido del mar para cobijarlo a él. Toma, excesivamente, whisky porque la soledad, que, en un principio, como una mujer nueva y explorable, le gustó, ya no le gusta tanto. Se deprime por las tardes y lleva una silla de cáñamo a la orilla del mar, espera el atardecer y se pone melancólico y bebe. No se droga. Eso, recuerda, lo hacía Sherlock Holmes: morfina en las abultadas venas de sus brazos flacos, largos. También tocaba el violín. Bond tiene en su casa costera un piano blanco como es blanca la arena de ese lugar que prefigura el Paraíso. Tiene abdomen: se le ha dado por comer. Se cocina unos platos formidables con los mejores mariscos que le entrega el mar. Tiene un criado hindú. El criado hindú le prepara un baño caliente antes de la cena y un té digestivo después. Porque Bond, a los setenta años, digiere lenta, pesadamente. Incluso, a veces, eructa y esto lo llena de vergüenza aunque nadie lo vea, pero es él el que se ve, y su mirada es la peor de todas, la que más lo humilla, porque él, Bond, sigue esperando lo mejor de sí. Se pone un sombrero jamaiquino. Y tiene un par de mulatas fibrosas y delgadas, que miden casi dos metros y que siempre que él lo pide le bailan danzas exóticas antes de practicarle unas fellatios que, de tan desmedidas, lo llevan al borde del desvanecimiento, de la muerte tal vez. Bond, en esta película que no se hará, es, llegó el momento de decirlo, Michael Caine, el último Bond, el más grande, el que afronta el más enorme peligro de su vida, el de morir de viejo, solo y sin gloria. Olvidado.
Cierto día llega a su secreta casa de ese secreto trópico una mujer tan ajada, tan alcohólica y tan bella en su decadencia como él. Bond la recuerda. Fue la mejor de sus compañeras. Una mujer inglesa con la que hizo el amor bajo el manto pudoroso de la tela de un paracaídas. Es Pussy Galore. Podríamos haberle dado, como correspondía, el papel a Honor Blackman, que lo hizo en Goldfinger, pero ambicionamos la perfección. Aquí, en este film crepuscular y perfecto, Pussy Galore será Hellen Mirren. Pussy Galore llega con una larga túnica azul que la brisa afectuosa de la tarde agita con la gracia de un cisne que mueve sus alas como si bailara una sonata para cello de Schumann interpretada por Jacqueline du Pré, a quien Bond, antes de la tragedia que apagó a esa bella jovencita inglesa, una demoníaca esclerosis múltiple, amó bajo melodías de Bach y de Brahms, a espaldas de Barenboim. Du Pré no pudo resistírsele, como tantas otras. Pero le dejó sonoridades, una melodía de Schumann que, a veces, suele cantar. Morir, piensa, es simple, sólo es necesario aceptarlo y abrir los brazos, recibiéndola, a Ella, la última de las amantes, la que lo amará y lo hará suyo para lo eterno. Pero lo eterno aún no llega y Pussy Galore llega hasta él, bebe de su whisky, enciende un delgado cigarro cubano y le habla de un peligro inesperado: Goldfinger no murió al salir despedido por la ventanilla de su avión, tiempo atrás, cuando la vida era una estridencia incesante. Cómo, dice Pussy Galore, no imaginamos que abriría un paracaídas secreto, que lo llevaría hasta la tierra y la impunidad. Bond pregunta a Galore qué tiene eso que ver con él y Pussy le dice que Goldfinger sabe de la existencia de su isla inexistente. ¿Quién si no él para descubrirla? Está más gordo, algo más tosco, arrugado por las grietas que los años dejan en las caras de los hombres y de las mujeres; se ha teñido de negro el pelo para disimular, pero es él, es Goldfinger. Este papel lo hará De Niro. De Niro engordará veinte kilos desvencijados, blandos, para conseguirlo; si no, no lo logrará y se lo darán a Mickey Rourke, que más arruinado no puede estar. Michel Caine tiene la exacta fatiga de un hombre que amó mucho, que amó carnalmente porque sólo así supo amar, amó sin amar, amó con los sentidos, penetró infinitas mujeres y de todas se fue, de todas retornó a sí mismo y ahora está solo y basta una digestión pesada para que piense en el fin. Pussy Galore le recuerda los años del sexo opulento. Todavía puede alzarla en sus brazos débiles y llevarla a esa cama blanca, excesiva que tiene en su dormitorio aireado por la brisa de su isla misteriosa. Hacen el amor. Bond tiene la mejor erección de su vida, pero no sabe que es la última y que esa merced alguien, el destino, la vida o Dios, se la ha otorgado. Se recuesta contra las almohadas y enciende un habano y se sirve un whisky y empieza a perder su lucidez, que no ha sido mucha en los últimos años. Pregunta, entonces, qué quiere Goldfinger. Pussy Galore ha gozado de esa erección tal vez concedida, como fue dicho, por la mismísima divinidad, como no ha gozado de otra en su vida. Y sus pechos siguen turgentes, y sus pezones aún están erizados y húmedos por el deseo, aunque el deseo haya sido calmado y colmado. Goldfinger, le dice, viene a vengarse. Claro, reflexiona Bond, ¿a qué otra cosa podría venir? Qué hombre previsible, ¿no Pussy? Porque la venganza es el menos sorprendente de todos los propósitos con que podía venir. Pero Goldfinger llega, se sienta en la cama y ahora son tres ahí, en ese lecho de amor, y Goldfinger, en efecto, está más gordo, y se ha teñido de negro, y es De Niro gastado, triste porque ya no hay películas para él, salvo este film de bajo presupuesto con estrellas en decadencia. Pero no le importa. Entonces Goldfinger saca una Luger, apunta hacia Bond, sus miradas se cruzan, años de batallas ganadas y perdidas (porque Bond perdió innumerables batallas que nunca se filmaron) están en esos ojos, de amores contrariados, de alcohol compulsivo, de depresiones largas, de soledades dolorosas, y Goldfinger baja la pistola, la tira a un costado y dice: Vamos, James, vamos, Pussy, sentémonos frente a ese mar tan atardecido y bebamos juntos hasta que el día termine, hasta que la vida se acabe, como amigos reconciliados por la vejez, por el miedo a la muerte, la enemiga final, la enemiga que siempre estuvo, aun en el pasado, aun durante los días tumultuosos, ella estuvo, aguardando, porque la enemiga verdadera era ella, James, y si ahora está cerca hagámosle frente con desapego, juntos, vos, Pussy, bella como nunca, mirando el mar, el sol que se pone, los pájaros con sus melodías indescifrables y lo inevitable, con su gusto amargo pero con la caricia tierna de la eternidad. Permaneceremos, James. La eternidad, ese patrimonio, nos lo ganamos entre granadas, metralletas, barras de oro de Fort Knox, juegos tramposos de cartas marcadas, alcohol y grandes amores. ¡Oh, Pussy Galore, cuánto te amé y lo elegiste a él! Pussy lo miró con los ojos claros de Helen Mirren: Oh, Goldie, James estaba tan guapo en esa película, y tú sólo tenías oro y ases en la manga. Bond exhala el humo de su cigarro y, serenando a su, ahora, amigo: No sufras, Goldie, era sólo una película. Como todo, sólo una película.
Se sentaron, los tres, en reposeras de cáñamo, y silenciosos, gastados y sabios, esperaron el final.
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