› Por José Pablo Feinmann
Nadie olvida a la primera mujer que tuvo en sus brazos. Tampoco esa mujer olvidará al hombre que la tuvo en ellos. Este es el changüí de Connery. Extraña palabra —changüí— para escribir sobre Bond, no da british. Connery deslumbró. Siempre fue el mejor. Nadie podría superarlo. Pero cuando decía “Bond, James Bond” alzaba la ceja izquierda y un actor no debe alzar ninguna ceja, tiene que escarbar otro recurso. Tenía, además, demasiados pelos. Siempre que se sacaba la camisa o la remera y lucía su torso varonil se excedía en eso de “hombre de pelo en pecho”. Tanto pelo daba Kong, no Bond. Supo, qué duda cabe, darle dureza, sexismo y crueldad a su 007. Deslumbró, entre tantos otros a los que deslumbró, a Roland Barthes, quien narró este episodio de uno de sus films: Bond tira a un tipo desde un décimo piso. Alguien, preocupado, se le acerca y pregunta: “¿Cree que habrá muerto?”. “Así lo espero”, dice Bond. Tuvo momentos memorables. Está bailando con la italiana Luciana Paoluzzi, ve que le están por disparar, gira, la pone a ella, protegiéndose, frente a él y ella, así, le da la espalda al tirador, que dispara y la mata. Connery sigue bailando con el cadáver hasta que lo pone en la silla de una mesa a la que está sentada una pareja: “¿Podrían cuidar de mi amiga? Está muerta”. Fue grande, será inolvidable, tenía cejas gruesas, boca ancha y carnosa, manos grandes, era alto, aceptablemente elegante y hablaba con acento escocés.
Roger Moore es lo peor que le pasó a Bond. Nunca fue bueno Moore. Ni en Dos tipos audaces, donde Tony Curtis lo devoraba, ni en Bond. Quiso hacer un Bond muy british, muy aristocrático, refinado, culto, con modales tersos. Le salió un Bond más cerca de la cultura gay que de la áspera estética machista que definió al personaje desde las páginas de Ian Fleming. Bond es sádico en el amor. Lo dice la mencionada y muerta Luciana Paoluzzi luego de una escena de amor con él: “Oh, you, sadistic, brute!”.
Moore tenía ojos claros, nariz respingada y era, definitivamente, un mal actor.
David Niven hizo siempre de David Niven. Uno ha visto a Niven en tantas películas... ¿Era bueno? ¿Tal vez en Mesas separadas? Hasta Rita Hayworth dicen que estaba bien ahí. En fin, Niven, en Casino Royale, era un Bond-Niven. Y la peli era un bodrio supremo llena de estrellas distraídas que esperaban una sola cosa: el cheque.
De George Lazenby, la nada, la nada misma. Al hablar de la nada uno la hace “algo”. Cierto. Pero ni hablando de Lazenby uno podría hacer algo de él.
Timothy Dalton tenía ojos de gato. Sonrisita maligna. No mucho más.
Y un día descubrimos a Pierce Brosnan. Y todos dijimos: no, no es mejor que Connery. Nadie puede ser mejor que Connery. Fue a Connery que Ursula Andress le surgió del mar para seducirlo. Connery fue el primero, hizo el éxito de la serie, le dio todo al personaje. Pero no. Un día lo aceptamos. Nos dijimos la verdad. Tuvimos el coraje y lo afrontamos: el mejor Bond era Pierce Brosnan. Refinado sin dar gay como Moore; duro y mortal sin ser bruto ni sádico como Connery. Una cara de distraído y hasta de distanciado en ciertas escenas. Y un tipo que sabía levantar las dos cejas y parecerse al gran Robert Ryan, que creó esa jeta. Brosnan tuvo buenas mujeres y a todas amó con glamour: a Sophie Marceau, a Denise Richards, a Teri Hatcher.
De haber vivido, el séptimo Bond debió ser Lon Chaney Jr., hijo del gran Lon Chaney, el de El Fantasma de la Opera, el “hombre de las mil caras”. Todo el talento lo acaparó el padre y para Lon hijo le quedó apenas la misión de hacer de hombre lobo en un montón de películas de la Universal durante la década del ‘40. Pero si el séptimo hijo varón se transformará en lobo no bien salga la luna llena, este Bond debió ser lobo. Debió ser Lon Chaney Jr., que está muerto y, en lugar de un lobo, los incansables productores de la interminable serie Bond pusieron a Steve McQueen. Conjeturo que Daniel Craig es una mezcla de Ben Gazzara y McQueen. Es tirando a petiso, cara algo chata y ojos celestes. Es él, aquí, el que emerge de las aguas. No es ninguna chica Bond. No es Ursula Andress. No es Halle Berry que se alza en cámara lenta, toda húmeda, con formidables lolas y un cuchillo en la cintura, como tenía Ursula. Daniel Craig sale del agua con uno de esos lomos de patovica, trabajado centímetro por centímetro como para que las pibas se coman todo el pochoclo (¿se acuerdan de esta palabra?) de los nervios. El tipo hizo un buen papel en una en que Gwyneth Paltrow hacía de escritora suicida (la entrañable Sylvia Plath). Es tirando a serio. A metido para adentro. No es seductor, ni como Connery ni como Brosnan. Tiene que ser brutal y efectivo: tiene que matar. A este Bond ya no le importa el glamour. Ni el ingenio. Ni la palabra brillante. Ni ese sentido del humor que todo lo redime. No sabe reírse de sí mismo. Sabe matar, sabe sufrir internamente, sabe mirar con odio. Sabe correr y saltar y hasta trepar como el hombre araña. Este Bond ya no es Bond, es un superhéroe más cercano a Rambo que a las artes seductoras y elegantes de quienes lo precedieron. No creo que muchas de las olvidadas chicas que transitaron su lecho fugaz aceptaran acostarse con él. Ni Ursula, ni Maud Adams, ni Barbara Bach, ni Jill St. John, ni Halle Berry, aunque se llevara el cuchillo a la cama. Recaudará innumerables dólares porque es un icono de nuestros tiempos, acaso ya prolongado excesivamente. Si Conan Doyle mató a Sherlock Holmes, llegó la hora de matar a Bond. Doyle, a pedido de las muchedumbres, tuvo que resucitar a su héroe. Pero Holmes tenía a Moriarty. Uno será algo bobo, pero hace cerca de diez años que no tengo muy claro contra quién pelea Bond. Como sea, lo mejor del film está en la modalidad diferenciada del crimen de apertura y el crimen de cierre. En el primero Bond mata con sus manos. Tiene un contacto bestial y destructivo con su víctima. En el último mata asépticamente, a distancia. En los dos, Craig tiene la misma cara. Lo cual tal vez sea correcto. Los dos crímenes son dos, pero el asesino es el mismo. Bond, James Bond. Títulos finales.
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