Domingo, 10 de diciembre de 2006 | Hoy
PERSONAJES > WALTER MALOSETTI, LA GUITARRA MAESTRA DEL JAZZ
Desde el día en que, a los 13 años, escuchó a un Oscar Alemán recién exiliado de Europa por los nazis, la vida de Walter Malosetti cambió para siempre: le pidió a su padre una guitarra y empezó la formación que lo llevaría a ser uno de los mejores guitarristas del mundo. Ahora, a los 75 años, con una escuela por la que han pasado miles de alumnos y un disco recién editado, mira atrás y desanda toda su vida, desde los boliches de los ’60 donde patentó el swing hasta su gusto por Pappo.
Por Sergio A. Pujol
Llevaba más de una hora tocando solo y consideró que ya era momento de compartir escena. Preguntó si alguien quería acompañarlo; si alguien quería ayudarlo a matizar un poco aquel atardecer de octubre y hacer de la clínica de guitarra una circunstancia más amistosa, menos pedagógica. Silencio: hasta los más intrépidos suelen achicarse en situaciones como ésa. Y entonces se oyó un nombre: “¡Walter! ¡Que suba Walter!”.
–Me habían dicho que llevara la viola, por si acaso. Pero la había escondido en la cocina. La idea de tocar con Joe Pass, el mejor guitarrista de jazz del mundo, me ponía un poco nervioso. Pero, bueno, tuve que afrontar. Hicimos tres o cuatro temas. Fue todo muy lindo. Pass te daba tanto espacio para tocar y acompañaba tan bien... Yo estaba como en las nubes. Y cuando terminamos, se descolgó la guitarra satisfecho, miró a todos y dijo: “Ahora, cuando yo me vaya, pregúntenle todo a él”.
A más de diez años de la anécdota, Walter Malosetti aún se emociona cuando la recuerda. Está sentado en una de las tantas mesas que tendrá su nueva escuela, rodeado de retratos de grandes maestros del jazz, y se emociona, pero sólo unos segundos. Este hombre de 75 años aún espera cosas de la vida. Enviudó hace unos años –el álbum Grama estuvo dedicado a la memoria de Graciela– y ahora está de novio nuevamente. A su vez, le ha puesto el compás final a un nuevo libro con lecciones de guitarra. Y PALM, su flamante CD en solitario, ya está cosechando elogios. Mientras tanto, en una vereda de la calle Senillosa, la imagen de Walter con su Gibson del ’75 advierte a los peatones que allí funcionará, en contados días, la Escuela de Música W.M. No se puede quejar, y no se queja. “Todo este reconocimiento de los últimos años, con el Premio Clarín del año pasado y el documental de Gagliano sobre mi vida (Solo de guitarra), me pone muy bien. Siempre fui muy crítico, casi negativo con mi trabajo.”
El hombre habla bajo, sobre todo cuando tira alguna definición interesante –que son muchas– o rebusca en la memoria algún nombre propio que le otorgue más precisión al relato. A veces se desvía del cometido principal: contar su vida en un par de horas. Pero enseguida vuelve al tema, retoma la melodía. Se mueve y habla con cuidado pero sin alambiques, dándoles tiempo a los recuerdos y repitiendo aquellas referencias que han sido meridianas en su vida: Django Reinhardt y Charlie Christian, Oscar Alemán y Jim Hall. Pero también Yupanqui y Gardel; Troilo y Salgán. Dice escuchar siempre la misma música, la que lo deslumbró en su juventud, pero está actualizado: se aburre con los guitarristas franceses que se la pasan rindiéndole homenaje a Django, descree de la velocidad presumida con la que muchos celebran su instrumento y elogia a Bireli Lagrene: “Ese sí es bueno”. Se le ilumina el rostro cada vez que habla de su hijo Javier: “El aprendió cosas de mí y de los profesores que trabajaron en mi escuela, pero yo no dejo de aprender de él”, acota el maestro devenido alumno. “Javier me enseñó a escuchar a Los Beatles y me mostró qué buen guitarrista era Pappo, sobre todo el de Pappo’s Blues, que es el que a mí más me gusta. Un genio total. Yo antes no quería dedicar mucho tiempo a escuchar otras músicas. Javier me abrió la cabeza.”
Quien conoce el estilo guitarrístico de Walter se ve tentado de compararlo con su modo de hablar, pero no hay que abusar de las analogías, ya que, como él mismo dice, siempre está el misterio de “esas cuatro notas bien puestas que te rompen la cabeza”. Y eso, como sabemos, no tiene traducción.
Su padre, ferroviario de la estación El Palomar, creyó que poner a su hijo menor en tareas de mensajería y otros menesteres era una buena idea. Pero el joven pronto tendría otros planes, después de escuchar, aun con pantalones cortos, a Oscar Alemán en el Club Defensores de Santos Lugares. Aquello le produjo una gran impresión. Walter tenía 13 años y el chaqueño acababa de volver de Europa, expulsado por los nazis. Tocaba con un micrófono insignificante y un parlante de cuarta, para más de mil personas que lo escuchaban bailando, o bailaban escuchándolo; en épocas de “típica y jazz”, esa distinción no tenía la menor importancia.
¿Podría Walter ser algún día como Oscar? Charló el tema con su padre, que lógicamente no estuvo de acuerdo. ¿Un guitarrista de tiempo completo en lugar del noble trabajo ferroviario? Finalmente, sin entrar en razones, sin importarle otra cosa que la guitarra y la música, Walter renunció a un trabajo al que prácticamente no había entrado. A más de medio siglo de distancia, se ríe con leve sarcasmo –tiene un modo de risa muy particular, casi reservado–. Es que por entonces, en un país de pleno empleo, cualquier ocupación parecía más segura que la de guitarrero. De cualquier modo, fue papá Malosetti el que le compró la primera guitarra profesional.
–La música me enloquece desde muy chico –explica y se entusiasma–. A los 7 años acompañaba a mi hermano, que más tarde sería un gran luthier, golpeando tachos mientras él tocaba zambas y vidalas. El ritmo era central para mí. Cuando llegaron a mis manos los primeros discos de Louis Armstrong y Eddie Condon, ahí encontré algo que no estaba en ninguna otra música. Era la manera en que los tipos tocaban la melodía y luego se alejaban de ella, pero no mucho. Yo era chico y no entendía exactamente qué pasaba, pero sí me daba cuenta de que los temas se podían tocar de muchas maneras. Ahí enganché con el jazz. Luego, cuando lo vi a Oscar Alemán y descubrí los discos de Django Reinhardt, decidí ser guitarrista de jazz para toda la vida.
Su primer trabajo fue en una confitería de El Palomar. Lo contrataron para tocar entre el vermouth y la cena, y más tarde también. Así se estilaba antaño. Música suave, en directo y continuado, para acompañar la copa, la tertulia o el romance furtivo. Con un contrabajista y un clarinetista, Walter encontró en ese lugar no sólo su primera fuente laboral, sino también un formato que le sentaba muy cómodo: “Siempre me gustaron los tríos; no cambié mucho. Ahora he vuelto al trío”. Un tiempo antes, el pianista Tony Salvador le había enseñado a leer música y a improvisar un poco. Y dos chicos llamados Héctor y Baby López Furst lo introdujeron en la cofradía del jazz. A partir de ellos, Walter fue descubriendo la cartografía del jazz porteño: sus paradas, sus clubes, sus direcciones secretas.
Los hermanos López Furst vivían en Primera Junta. Cuando los padres no estaban, los chicos encendían jams en esa pieza de arriba que Walter recuerda como un altillo o algo parecido. Así como hoy se habla de un rock de garage, bueno, en ese tiempo había un jazz de altillo. “Tocábamos de todo hasta cualquier hora, y Baby, que no tendría más de 12 o 13 años, nos enseñaba cosas a mí y a su hermano, que éramos mayores. El era el joven maestro, tocaba muy bien el piano y la guitarra. Siempre fue así: Baby, el maestro. En la pieza de arriba de aquella casa nació Blue String, mi primera experiencia grupal interesante, muy en la onda de Django, aunque también matizábamos con grupos de dixieland”.
El joven guitarrista empezó a destacarse por méritos propios, con una sorprendente definición estilística. Se sabía de memoria el libro de Eddie Lang, el único método de guitarra orientado al jazz que circulaba en Buenos Aires. “Después llegaron otros. Yo siempre tenía alguno a mano. Cuando un conocido viajaba a Estados Unidos, le pedía que me trajera un método en lugar de un reloj.” Ciertamente, Walter había elegido un instrumento que por entonces no era muy frecuentado en el terreno del jazz. Estaban Ahmed Ratip, Quique Viola y, obviamente, Oscar Alemán. Y no muchos más. “Con Oscar llegué a grabar en un par de discos, siempre haciendo la guitarra rítmica, nunca un solo. A Oscar no le gustaba que nadie le hiciera sombra, pero no lo culpo. Tenía derechos adquiridos. Y otro grande, que sabía más que todos nosotros juntos, era Horacio Malvicino. ¡Cómo tocaba en el Bop Club! Te diría que mejor que todos los guitarristas americanos que yo había escuchado. Yo frecuentaba el Hot Club, sede del jazz tradicional, pero me encantaban esas cosas muy modernas que hacía Malvicino. Hoy, cada vez que nos encontramos, me dice que tendríamos que grabar un disco a dos guitarras. Siempre dice lo mismo. Ya nos cagamos de risa, quedó como un chiste entre nosotros.”
A principios de los ’60, entre las noches de Jamaica –el boliche musical más distinguido de Buenos Aires– y las clases de guitarra clásica que tomaba con Irma Costanzo, Walter se convirtió en el número uno. Si hasta Jim Hall, en su primera visita a Buenos Aires, le dedicó un tema: “Blues para Walter”. Había llegado a ese nivel por su propia cuenta, pero ahora sentía la necesidad de perfeccionarse y, a su vez, de poner a circular su temprana experiencia. Recién casado, empezó a dar clases de guitarra, y de pronto su casa se llenó de alumnos. Con el boom folklórico de los ’60 –“Guitarreada Crush” era el programa que seguían con fervor todos los aprendices de Eduardo Falú–, una multitud de adolescentes salió a comprarse una guitarra. “Venían para aprender alguna zamba o chacarera. Yo les enseñaba lo básico y mi mujer Graciela los orientaba en el canto. Ella tenía un gran oído. En ese momento profundicé mi relación con la docencia. Me gusta mucho dar clase. Más tarde, tuve la escuela de música de Virrey Cevallos y México, por donde pasaron miles de alumnos, muchos ya interesados en el rock y el blues.”
¿Miles de alumnos? Walter no exagera. La afluencia de chicos de pelo largo tuvo que ver con una breve información salida en las páginas de Espectáculos de un diario. Allí se advertía que el solo de guitarra acústica que se escuchaba en “Copado por el diablo” de un tal David Lebón había sido ejecutado por un veterano de 42 años llamado Walter Malosetti. El efecto fue instantáneo. “De un día para otro, la escuela se llenó de muchachos que querían estudiar guitarra. Venían y me decían: ‘Mire que yo quiero tocar blues, no jazz’. Y yo les explicaba: ‘Es lo mismo, pibe...’. Llegué a formar un equipo de quince profesores. La verdad es que con eso no sólo me aseguré un buen sustento, sino también un público –lo dice con una sonrisa más reflexiva que sobradora–. La otra noche fui a escuchar a Mariano Otero y se me acercó el padre para contarme que él había sido alumno de mi escuela. Y yo estaba ahí, escuchando a su hijo. Esas cosas me suceden constantemente.”
El momento de mayor actividad docente coincidió con el glorioso Swing 39, aquel combo que, en la línea del Hot Club de Francia, le sacó chispas al swing porteño durante muchos años. Junto al violín de su viejo amigo Héctor López Furst, Walter se dio el gusto de grabar 6 LP y tocar en vivo por todo el país. El nunca abandonó el estilo swing, pero “un swing medio”, como le gusta definir. Se diría que le fue agregando al modelo Reinhardt algunos detalles de los estilos de la posguerra. Quizá por eso nunca quedó clavado en la vitrina de los tradicionalistas.
Alternando actuación con docencia, la figura de Walter se volvió de culto: todos los caminos de la guitarra parecían conducir a esos dedos que nunca repetían un toque ni un acorde sin agregar o sustraer algo. “No es cuestión de tocar escalas mayores y menores y nada más”, explica Walter. “Hay que buscar y probar. Por ejemplo, ponerse un día entero a tocar con sol séptima. Porque si no, cuando estás improvisando y llega sol séptima no sabés qué hacer. Algunos les dicen yeites a esos saberes. En realidad, es sólo conocimiento, los yeites no existen. No hay por qué estar tocando en do menor una hora si hay muchos acordes que son parecidos.”
He aquí la improvisación personificada: el arte de tomar decisiones al final de cada frase, o a veces en cada compás. Sus alumnos más talentosos –de Armando Alonso a Ricardo Pellican, de Colacho Brizuela a Botafogo, y siempre Javier, claro– han sabido tomar nota de estas enseñanzas, y no les fue nada mal. A diferencia de aquel cuento de Henry James en el que el maestro enseña con una treta artera, la lección de Malosetti siempre ha sido la más honesta. Sin alharaca, el maestro no se cansa de responder. Joe Pass tenía razón: hay que preguntarle a Walter.
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