TEATRO > GUILLERMO ARENGO, DE FOTóGRAFO A DIRECTOR
Debutó como actor con El Periférico de Objetos y más tarde se puso bajo las órdenes de José María Muscari y Villanueva Cosse. Pero ya era un conocido en el mundo del teatro, porque se había dedicado a fotografiar todas las puestas emblemáticas de los ’80 y ’90. A los 30 años comenzó su trabajo como director y dramaturgo de obras muy extrañas que juguetean con el infantilismo, aun cuando representan la política nacional.
› Por Margarita Hernández
La velocidad de Guillermo Arengo para hablar, la cantidad de imágenes de su alrededor que lo llevan a pensar en alguna cuestión afín al teatro y la absoluta singularidad que posee su obra tienen sólo una explicación posible. Arengo empezó a dirigir después de los treinta años; tal vez sea un poco exagerado decir “de grande”, pero lo cierto es que cuando lo hizo ya conocía a todos los directores más destacados de los ’80 y ’90, muchos eran sus amigos, también era cercano a cantidad de actores, todo debido a su trabajo como fotógrafo, su otra y primera profesión. Esto explica algo de la vehemencia con que Arengo hace todo: “Yo siempre llego tarde a los lugares, ya estoy acostumbrado y me gusta”, dice, aunque no sea estrictamente cierto. Si con El montañés, su tercera y última obra de teatro, la más sólida, para algunos comienza a ser una voz reconocible, ha estado metido en las más significativas obras de los últimos diez años.
Arengo deambuló como estudiante de fotografía, después, de cine; después, de teatro; siempre parapetado detrás de su camarita. De ese modo estuvo en las puestas de Máquina Hamlet, El líquido táctil de El Periférico de Objetos y Cachetazo de Campo y El adolescente de Federico León, entre otras. Por eso, y aun antes de ver cualquier trabajo de Guillermo Arengo, uno ya ha visto su forma de mirar a través de las imágenes que quedaron de esas obras emblemáticas, fijadas para siempre por su flashazo.
Su ingreso definitivo a la actuación, a la dramaturgia y a la dirección lo explica de un modo casual y definitivo al mismo tiempo: “Un día estaba en Perless, en Corrientes y Mario Bravo, viene Javier Lorenzo, que era amigo, me dijo: ‘Vamos a dar una clase de iniciación actoral con Analía Couceyro, ¿querés venir?’. Fui, y a partir de ahí no paré. Es que, como actor, yo debuté en Berlín. Ya venía trabajando con El Periférico, sacando fotos para ellos, Daniel (Veronese) era amigo. Y debuté con ellos, donde la demanda actoral era relativa. Hice un laburo de video para Monteverdi método bélico y me metieron un personajito ahí”.
Sin abandonar su cercanía con El Periférico, Arengo sumó diversidad a sus trabajos actorales: se puso bajo las órdenes de José María Muscari en Electrashock y de Villanueva Cosse en Lisandro, que se hizo este año en el Regio. Además dirigió 36, su primera obra en solitario en el C.C. Adán Buenos Ayres (la misteriosa sala que está debajo de la autopista que atraviesa el Parque Chacabuco) y Circuitos para gente artificial, un trabajo extrañísimo con actores de todas las edades, formaciones, pesos, y hasta la presencia de un emoticón tamaño persona.
Hace un mes estrenó El montañés en el Espacio Callejón. La obra reafirmaba todas las intuiciones que lo colocaban en un lugar completamente personal dentro del espectro teatral de Buenos Aires y a la vez subía la apuesta, al meterse con un tema complejo. Su voz era inconfundible, ya desde la puesta en escena con manteles de hule floreados colgando de un piolín como único fondo. La obra propone un viaje, una reflexión desde el absurdo, sobre la generación inmersa en la militancia en Argentina, y los hijos de esa generación. En los textos sobre el trabajo Guillermo se pregunta: “¿Cómo usar hoy el lenguaje del teatro para hablar de la militancia revolucionaria en la Argentina, esa que se ubica entre mediados de los años ’60 y fines de los ’70? ¿Cómo desarrollar una teatralidad que pueda superar la simplificación maniquea y victimizante después de tanto ‘teatro político’ producido en el territorio de la ingenuidad?”. La obra no da respuestas, pero plantea el problema, avanza en el asunto y da un nuevo punto de vista. Arengo comenta: “Creo que el laburo va descubriendo lo que hizo en el tiempo de las funciones, en la multiplicación de las funciones. El montañés tiene la estructura de una casa de naipes, porque los naipes hablan de distintas jerarquías de la guerra y de la política. La riqueza, la muerte, el gobierno, como planos, como naipes, apoyados uno en los cantos del otro. También está hecho con eso de apilar las cartas sin saber qué combina con qué”.
Y no es raro que un director que ha vivido desde adentro, incluso desde una visión lateral, el estallido teatral de Buenos Aires de los ’90, afronte la cuestión de la representación de lo político –acaso un tema más del teatro de los ’80– con esa libertad de acción. A eso apunta el título de la obra. “Cuando decidí que iba a hacer esto, me compré La voluntad y lo leí. Me di cuenta de que en ese período eran mis primeros años de vida. Yo nací en el ’64, el libro va del ’63 al ’76. Yo dije, para pensar este tema, para poder hablar con palabras nuevas, tenía que medirlo con mi cuerpo. Agarré los tres tomos y dije, esto ¿cómo me va a mí? ¿Cómo fueron estos primeros años de vida?”, dice. Y sigue: “Me acordé de una canción que cantaba un personaje muy secundario de la serie El zorro, ésa en blanco y negro que yo vi toda entera cuando era nenito. Era un personaje que se llamaba el Montañés, un gordo barbudo, con una camisa a cuadros, que venía en una mula. La canción decía: ‘El montañés es rudo, el montañés es terco, es grosero, nunca se baña, no hace falta en la montaña. A no ser que tenga que ir a la ciudad’. Es una estupidez total pero para mí tenía que ver, entraba, no se por qué, pero entraba”. Esa extrañeza es la que se ve en la obra, algo de las conductas animales de la guerrilla, de la mimetización, las estéticas de la guerrilla, a través del filtro juguetón de la niñez.
A muchas personas les disgustan las obras de Guillermo Arengo por ese infantilismo. Obras infantiles para público adulto, es decir, obras inesperadas, un poco arbitrarias, repletas de fallas. Circuitos para gente artificial y El montañés brillan precisamente por eso. Por sus fallas, por sus momentos de acople, por la falta de impecabilidad que hace posible que el teatro suceda. Así de extraño. Como un hombre bajando, sucio, barbudo y en mula, por la montaña.
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