CINE
La batalla de Iwo Jima fue un punto de quiebre en la Segunda Guerra Mundial: para los japoneses, significó la primera derrota en territorio nacional, que consideraban sagrado; para los norteamericanos, el lugar donde tomaron lascélebre foto de seis marines izando su bandera. Aquella foto impactó como nada en Estados Unidos y devolvió la esperanza de ganar la guerra. Con La conquista del honor y Cartas de Iwo Jima, Clint Eastwood filmó un díptico peculiar: la de mostrar por primera vez la misma batalla desde ambos bandos.
› Por Clint Eastwood
Estoy en un momento de mi vida en el que podría abandonarlo todo y dedicarme al golf, pero cada película que hago me enseña algo, y por eso es que sigo haciéndolas.
Al filmar estas dos películas sobre Iwo Jima, aprendí sobre la guerra y sobre los personajes, y, a los 76 años, aprendí mucho sobre mí.
Lo que la mayoría de la gente conoce de Iwo Jima es la foto de seis jóvenes izando una bandera. Aquí hay otros hechos: durante el mes que duró la batalla murieron casi siete mil soldados norteamericanos, y hubo 26 mil heridos. La mayor parte de los 22 mil japoneses que había en la isla pelearon hasta morir. Más de un cuarto de todas las Medallas de Honor de la Marina norteamericana en la Segunda Guerra fueron entregadas a los hombres que lucharon allí. No nos damos cuenta de lo que hicieron aquellos soldados, aquellos flacos hijos de la Depresión que fueron reclutados. Su edad promedio era de 19 años, y hubo algunos con incluso 14 que mintieron sobre su edad para entrar en servicio.
De los seis hombres que izaron esa bandera, sólo tres sobrevivieron: John Bradley, un enfermero de la Marina, de Winscosin; Ira Hays, un indio Pima e infante de Marina, de Arizona; y Rene Gagnon, también un infante de Marina, de New Hampshire. Mientras la guerra continuaba, fueron sacados de la batalla y enviados en una gira gubernamental para reunir dinero a través de los llamados bonos de guerra. De pronto, estaban siendo aclamados por 50 mil personas en el Soldier Field de Chicago, o por un millón de personas en el Times Square de Nueva York. Fue algo que los desbordó y, de alguna manera, también los humilló. Se sentían terriblemente culpables por ser tratados como héroes cuando tantos de sus compañeros habían muerto o sido heridos en la isla.
Yo era un adolescente cuando la Batalla de Iwo Jima se llevó a cabo. Recuerdo escuchar sobre la gira de los bonos y la necesidad de mantener el esfuerzo de la guerra. Por entonces, la gente acababa de atravesar diez años de depresión y estaban acostumbrados a trabajar por todo. Aún tengo la imagen de alguien llegando a mi casa cuando yo tenía 6 años, ofreciéndose a cortar y ordenar la leña en nuestro patio trasero si mi madre le hacía un sandwich.
Los norteamericanos que fueron a Iwo Jima sabían que la batalla iba a ser dura, pero siempre creyeron que la iban a ganar. A los japoneses les dijeron que nunca volverían a casa: habían sido enviados a morir por el emperador. Se ha hablado mucho de esa diferencia cultural. Pero cuando me sumergí en la escritura de los guiones de las dos películas, me di cuenta de que los chicos de 19 años de ambos bandos tenían los mismos miedos. Todos escribían lacrimógenas cartas a casa diciendo: “No quiero morir”. Estaban atravesando la misma experiencia, más allá de las diferencias culturales.
Supongo que si se ven las dos películas juntas, se suman hasta dar una gran película en contra de la guerra. No importa si la causa es un territorio o una religión, la guerra es algo horroríficamente arcaico. Pero no quise hacer una película de guerra. Me importaban esos tres muchachos –Bradley, Hayes y Gagnon–, los protagonistas en ese circo de los bonos por la guerra. Esos jóvenes fueron sacados del frente, alimentados y presentados ante las estrellas de cine. Pero a ellos les parecía que eso estaba mal.
Es algo entendible. Pienso que cada celebridad, falsa o no, se pregunta cómo fue que llegó hasta ahí. Recuerdo cuando años atrás trabajé con Richard Burton y alguien le preguntó a qué atribuía su enorme suceso. El respondió: “Se lo atribuyo a la suerte”. Yo también me pregunto cómo es que llegué tan lejos en la vida. Cuando estaba creciendo, nunca supe qué quería ser. Nunca fui un estudiante terriblemente bueno, o una persona vivaz y extrovertida. Siempre fui un chico callado. Me crié en varias ciudades pequeñas y terminé en Oakland, California, en una escuela de intercambio. No quería ser actor, porque suponía que un actor tenía que tener cierto don de gentes, alguien que amase hablar y contar chistes, ser un animador. Y yo siempre fui muy introvertido. Creo que a mi madre le sorprendió que finalmente creciese, y más que llegase hasta donde estoy. Lo mejor que puedo hacer es citar una frase de mi película Los imperdonables, cuando un personaje dice: “Los merecimientos no tienen nada que ver con esto”.
La vida es una lección constante, y cuando uno piensa que se las sabe todas, es porque está a punto de decaer. Está listo para resbalar. Por eso es que decidí seguir desafiándome y probar cosas que nunca había hecho antes. Los estudios de cine no siempre están felices con eso. Cuando quise hacer Río Místico, el estudio dijo: “Ay, es una película tan oscura”. Y yo les respondí: “Bueno, es importante. Y es una buena historia”. Con la siguiente película, Millon Dollar Baby, dijeron: “¿Quién quiere ver una película sobre una chica que boxea?”. Y yo les expliqué: “En realidad es una historia de amor entre padre e hija. El boxeo es simplemente lo que está sucediendo”. No le tuvieron mucha fe.
Así que siempre hay obstáculos y gente con miedo a correr riesgos. Esa es la razón por la que siempre terminamos con remakes cinematográficas de viejas series de televisión. Pero ir a lo seguro es lo que termina siendo riesgoso, porque nada nuevo sale de ello. Encontré fascinante hacer Cartas desde Iwo Jima, inmerso en una cultura y un lenguaje diferentes. Es verdad, no entendía lo que los actores estaban diciendo. Pero todas esas películas italianas que hice en los ’60 me enseñaron que actuar es actuar.
Los actores en ambas películas fueron jóvenes buenos y dedicados. Para las escenas en las que iban a haber explosiones, hablaba de la seguridad, pero nunca ensayamos. Les decía: “Tengan cuidado. Vamos a filmar”. Después de una de sus escenas, uno de ellos me vino a hablar: “No sabía que una bomba iba a explotar justo ahí”. Asentí y agregué: “Y tu expresión fue de una sorpresa acorde”. Uno nunca sabe lo que va a pasar en una batalla, y quería capturar esa confusión.
En lo que se refiere a mí, me encanta estar detrás de cámara en vez de estar delante. ¿Si volveré a actuar? Nunca digas nunca. Me encanta hacer cosas que me permitan ir en otras direcciones. No estoy buscando que me sea fácil. Como los marines en Iwo Jima, comprendí que si uno realmente quiere algo, tiene que estar listo para pelear.
Se suponía que la Segunda Guerra Mundial era la guerra para terminar con todas las guerras, y cuando terminó todo el mundo bailaba en las calles. Pero unos pocos años después, estábamos en Corea. Y después en Vietnam. Ahora en Irak. ¿Quién sabe dónde podemos terminar? En este momento de la historia, es muy difícil sentirse idealista. Parecemos ser lo más creativos posibles imaginando formas de destruirnos los unos a los otros.
Pero siempre hay esperanza. Los soldados que izaron aquella bandera eran hombres comunes inmersos en una situación casi inimaginable. No dejo de sorprenderme cuando miro lo que esos jóvenes hicieron. Este es mi tributo a ellos.
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