› Por Martín Pérez
“Mi próxima película tal vez sea hablada en húngaro o en lituano”, bromeó Clint Eastwood a comienzos de esta semana, al recibir el Globo de Oro a la mejor película no hablada en inglés por Cartas desde Iwo Jima. Pero tal vez no estaba bromeando. A pesar de que la gran mayoría de la crítica norteamericana puso entre sus favoritas del 2006 a las dos películas que forman parte del díptico antibélico que Eastwood estrenó en su país antes del fin de año pasado, el público les dio flagrantemente la espalda. Sin ir más lejos, La conquista del honor —que cuenta el lado norteamericano de la batalla de Iwo Jima— languideció en soledad en sus miles de pantallas mientras una película atípica y bestial como Borat, que en otras épocas habría tenido un destino alternativo, celebraba su éxito avasallador -–y para muchos aún hoy inexplicable— estrenándose semana tras semana en cada vez más cines. “Una película sobre la explotación gubernamental de tres soldados para continuar con una guerra de la que el público estaba cansado”, la resumió el irreverente periodista Joe Queenan en The Guardian. Y agregó: “Muy mal timming, Clint”, recordando que justamente en este momento los Estados Unidos están inmersos en una guerra —la de Irak— que saben que no pueden ganar.
Con un presupuesto de 90 millones de dólares, La conquista del honor es la película más cara de las 25 que Eastwood dirigió desde Obsesión mortal (Play Misty For Me) en 1971. Cartas... costó apenas 20 millones. La sola existencia de ambas películas en conjunto funciona como una inédita declaración de principios: el que fuera una de las estrellas de acción más importantes de Hollywood dedicándole una película por bando a los protagonistas de la batalla definitiva de la Segunda Guerra Mundial en el frente del Pacífico. Juntas, La conquista... y Cartas... funcionan como película antibélica. Y solas también. Pero como películas —hay que decirlo— están lejos de ser contundentes. La fascinante anécdota central de La conquista... le queda demasiado pequeña, y su final termina abrazando una banalidad emotiva que ci-
nematográficamente evitó en su comienzo. Y en la más consistente Cartas..., la intención de humanizar a los japoneses se confunde con norteamericanizarlos. Desde este lado del mundo, es imposible —después de presenciar las más de cuatro horas de metraje junto con las que Eastwood dice una y otra vez que las guerras no sirven para nada— no recordar aquellas historias bélicas de Ernie Pike, en las que ya no había vencedores ni vencidos, cincuenta años atrás. Sólo derrotados. Por la guerra. Y era algo que le quedaba bien claro a cualquier adolescente después de leer apenas unas páginas en blanco y negro. Como siempre, Oesterheld lo hizo —y lo sigue haciendo— antes, y mejor.
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