Domingo, 1 de septiembre de 2002 | Hoy
Por Mariano Kairuz
Cuestión de piel
Fusión del viejo blaxploitation con el género de terror, Bones
inventa la quintaesencia de la tiniebla: un Freddy Krueger negro.
Los autores dedicados a
explorar el blaxploitation coinciden en que el género nació, se
reprodujo y murió en la década del setenta. Pero lo cierto es
que la historia del cine de explotación negro registra varios
antecedentes en las llamadas películas raciales de los cuarenta
y cincuenta, así como también dio lugar a varios intentos aislados
(y casi siempre fallidos) de continuidad y/u homenaje (la reciente y obviable
remake de Shaft). Algo similar ocurre con esa suerte de sub-subgénero
que se podría definir como horror blaxploitation. Así como el
cine de terror negro tuvo un abuelo (circa 1940) llamado Hijo de Ingagi, también
conoció una época de apogeo. Los dancing setenta tuvieron su horda
de monstruos clásicos pintados de negro: la temible saga del príncipe
africano Mamuwalde (Blacula, en 1972 y su secuela Scream, Blacula, Scream);
la criatura de Mary Shelley en versión afro (Blackenstein, 1974); un
Stevenson (Dr. Black and Mr. Hyde); y hasta un Exorcista de color, Abby, demandado
por la Warner por tomar demasiadas ideas prestadas. Todo esto, por
supuesto, entre los innumerables títulos con la palabra Vudú (Voodoo
Woman, Curse of the Voodoo, Voodoo Island) y afines (Blood Couple, Black Vampire,
House of the Skull Mountain, Zombies of Sugar Hill, etcétera).
¿Qué pasa en los noventa? Bueno, no demasiado. Se sabe que lo
más cercano a un homenaje al blaxploitation fue obra de un chico blanco:
la Jackie Brown de Tarantino. Aunque hacia 1995 tal vez montado sobre
la discreta ola de los films de Spike Lee, los Hnos. Hughes y John Singleton
aparecía un Cuentos de la cripta en clave afro llamado Tales from the
Hood. Sin embargo, la sensación que hoy deja el estreno de un film como
Bones, de Ernest Dickerson, es que el Freddy Krueger de color ha llegado un
poco tarde. Suerte de protector del barrio, el personaje del título
(el rapero Snoop Dogg) fue asesinado en 1979 por un policía blanco y
corrupto y un judas negro, y ahora regresa desde la tumba. Rapiñando
más de una idea central de las sagas de Pesadilla y de Hellraiser, el
Bones interpretado por Dogg ladra bastante más de lo que muerde. Pero
uno sabe que no todo está perdido cuando por ahí aparece la reina
del género, Pam Grier (la Jackie de Tarantino). El film, por otro lado,
exhibe sin exagerar un poco de conciencia: los chicos quieren rap,
pero sus aburguesados padres prefieren alejarlos del barrio. Las cosas han cambiado.
Bones, que murió por defender a su gente, revive para derramar
sangre despiadadamente, la de quien se cruce en su camino, sin mayores distinciones.
Y para desgracia de, entre otros cuantos, uno de los adolescentes, algo menos
moreno que sus amigos, que sin advertir la masacre que se aproxima se define,
medio en broma y medio en serio, como un post-racial: la olla de fundición,
el sueño de Martin Luther King.
Hogar dulce hogar
Remake de un viejo dislate de William Castle, el zar de la serie B, Trece
fantasmas vuelve a la carga con el tema de la casa brujada. Un experto en feng
shui acá, por favor.
Sin duda alguna, el
showman más grande de todos los tiempos fue William Castle. Rey absoluto
de los Trucos, Castle era mi ídolo. Sus películas me dieron ganas
de hacer películas. Estoy celoso de su trabajo. De hecho, yo quisiera
ser William Castle. Así, en un ensayo de hace 20 años, John
Waters confiesa su pasión por un director de films clase B que la historia
relegó injustamente a esa categoría menor que los norteamericanos
llaman entertainer. Castle llevó a cabo los más delirantes experimentos
sobre su público: les proporcionaba pequeños electroshocks desde
las butacas durante la proyección de El aguijón de la muerte (The
Tingler, 1959, con Vincent Price dándose un paseo lisérgico) o
hacía flotar esqueletos sobre la platea en momentos clave de La mansión
embrujada (House on Haunted Hill). A esos artilugios (bautizados Percepto
y Emergo, respectivamente) habría que sumar la ambulancia
y las enfermeras que apostaban en la puerta de la sala y la póliza de
seguro (del banco Lloyds) para casos de muerte por susto. Y esa
pequeña variante de los anteojos 3D llamada Illusion-O imprescindible
para ver a las almas en pena saliendo de la pantalla, beneficio adicional
del que podía disfrutar cualquiera que se le animara a Trece fantasmas
(1960), pequeño relato con bastante sentido del humor y escasa sensatez
cuyo máximo factor de miedo no eran los espíritus (un domador
de leones decapitado, entre ellos) sino el inquietante rostro del ama de llaves
(Margaret Hamilton, una de las brujas de El Mago de Oz).
Segunda de la serie de remakes acordadas entre Terry, la hija de Castle, y varios
productores de la serie Cuentos de la cripta (la primera fue La
casa en la montaña embrujada), la nueva versión de Trece fantasmas
enfrenta brevemente a dos buenos actores (Tony Shaloub y F. Murray Salieri
Abraham) y mantiene del original una parte de la familia de apellido griego
que hereda la casa con sus ánimas. Pero el aggiornamiento llega por el
lado del edificio, acicalado con varios aportes sofisticados, que se convierte
en su principal protagonista. Así que para rendir un auténtico
homenaje a Castle, lo mejor sigue siendo ver y rever Matinée (1994),
una obra mayor y muy poco vista de Joe Dante, el director de Gremlins,
y seguir los consejos de John Waters, cineasta guerrillero que sigue envidiando
a un realizador muerto hace 25 años. No hay que esforzarse mucho para
imaginar a Castle meneando la cabeza y desaprobando a esos productores que gastan
millones en viajes de prensa, avisos de TV y gráfica enormes, cuando
para promocionar bien una película basta algo tan divertido y efectivo
como repartir bolsas para vomitar a la entrada del cine.
Las leyes de la hospitalidad
Jaqueado por una taquilla floja y las iras de George A. Romero (que la acusa
de plagio), El huésped maldito insiste con su versión del cine-joystick.
¿Cómo hacer
la película-videogame perfecta? Responder esa pregunta parece ser una
motivación principal del director Paul W.S. Anderson (no confundir con
su tocayo, director de Magnolia y Boogie Nights), que con El huésped
maldito (Resident Evil) arremete por segunda vez, a menos de un año de
Tomb Raider, con un fichín famoso. Antes, en 1995, había sido
el desproporcionado Mortal Kombat; pero antes aun fue $hopping, su largometraje
debut, y más tarde La nave de la muerte, que, aunque no se originaban
necesariamente en videogames, daban la sensación de estar hechos joystick
en mano.
Afortunadamente, el apocalíptico Resident Evil (el subtítulo original,
Ground Zero, tuvo que ser descartado en septiembre por razones obvias)
ya venía provisto de un argumento algo más consistente no
mucho que el de los Pac Man: en un mundo gobernado por corporaciones,
una en particular, Umbrella, lleva a cabo clandestina e impunemente temibles
experimentos genéticos y bioquímicos. La tentación de una
cifra millonaria interfiere una acción rebelde y desata el caos; los
virus desparramados transforman a los empleados de Umbrella en zombies y mutantes,
y los héroes quedan encerrados sin otra opción que combatirlos.
Claro que entre ellos está la amnésica Alice (Milla Jovovich),
que no será la Ripley de Sigourney Weaver, pero sabe revolear patadas
y, fundamentalmente, correr en esa fuga hacia adelante que propicia la puesta
en escena, en un ámbito translúcido pero laberíntico, cerrado
y plagado de mortales trampas de videogame.
Pasar demasiado tiempo en los fichines deja secuelas, y Anderson ya planea la
secuela de El huésped maldito para el año que viene, pese al considerable
fracaso comercial de la primera y a los muchos que alegaron que éste
era un trabajo para el director de culto y verdadero experto en zombies
George A. Romero. Romero sigue sosteniendo que el concepto del juego Resident
Evil le debe bastante a su film La noche de los muertos vivos (razones no le
faltan), y que llegó a escribir un guión para esta adaptación
del juego al que acusa de plagio. El guión fue rechazado por la productora,
claro, y dejó a Romero haciendo comentarios de lo más rencorosos:
En lo más profundo de mí, creo que R.E. es un robo a mi
película. No me alcanzó como argumento legal, pero quedé
resentido. Y fastidiado, porque el videojuego me gustaba. Yo quería hacer
la película,en parte porque quería decirles: ¡Ey,
miren, acá! ¡Así es como se hace esta mierda!.
De la cabeza
En las huellas de Polanski y David Lynch, Atrapado en la oscuridad revisita
uno de los decorados más eficaces del espanto: la ente humana
Diez años atrás,
Alex Winter gozaba de la popularidad ganada como protagonista de dos descerebradas
comedias en el estilo de El mundo según Wayne, sólo que anteriores:
Bill & Ted y su secuela, donde compartía cartel con el apenas conocido
Keanu Reeves. Pronto Winter seguiría no unosino varios caminos propios.
Por lo pronto, terminaría invirtiendo lo aprendido en la escuela de cine
de la Universidad de Nueva York en varios trabajos de tipo alimentario
(clips para Red Hot Chili Peppers, Ice Cube y muchos otros, comerciales y programas
para MTV como La caja idiota); todo esto mientras co-dirigía
su primer largometraje, un delirio de más de 10 millones de dólares
llamado El circo del horror (Freaked, 1993). ¿Qué nombre tuvo
que invocar para poder patinarse esa suma en una comedia sobre mutantes con
cameos de estrellas perimidas y ochentosas tales como Mr. T y Brooke Shields?
El de un tal Joe Roth, un productor de la Fox que se quedaría sin empleo
cuando la película estaba casi lista para estrenarse. La palabra clave
es casi: El circo... fue un directo a video en casi
todo el mundo.
Parecida suerte volvería a correr Winter con su siguiente experiencia
como director (esta vez solo), a pesar del aval que podría significar
haberla proyectado tres años atrás en la Quincena de Realizadores
del Festival de Cannes: Atrapado en la oscuridad (Fever) tampoco pasó
por los cines. Influida por el Polanski de Repulsión y El inquilino y
el David Lynch de Carretera perdida, Atrapado... representa un claro cambio
de registro en la breve carrera de Winter. Protagonizado por un pintor y profesor
de dibujo de veintipico (Henry Thomas, el ex nenito de ET), el argumento transcurre
entre el ruinoso edificio en el que vive (ubicado en un barrio proletario de
Greenpoint, en una Nueva York donde todavía se recortaba el perfil de
las Torres Gemelas) y el ruinoso interior de su cabeza. Atmosférico,
paranoide y sonámbulo, el film permite anticipar su resolución.
Lo cual no quiere decir que la sorpresa final quede arruinada ni
mucho menos; al menos eso asegura Winter, que dice detestar esa locura
que ha lanzado al mundo Night Shyamalan con Sexto sentido: la necesidad de que
todas las películas tengan un final ridículo. Winter apuesta
todas las fichas a la creación del clima, al diseño de un film
noir que debía resultar moderno (eludiendo los lugares comunes del hip
hop y los ángulos de cámara relocos, aclara Winter) y a
describir el estado de la mente del protagonista; de una fiebre que crece y
de una ciudad que necesaria, ineluctablemente te termina afectando la
cabeza.
Orden y belleza
Película de culto de Quentin Tarantino, Alma de acero dirigida
por Woo Ping-yuen, coreógrafo de El tigre y el dragón y Matrix
ratifica a las artes marciales como un drástico subgénero de la
danza.
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