Domingo, 1 de septiembre de 2002 | Hoy
DIATRIBAS
Cansado de hacer de los tipos diáfanos, hiperkinéticos y entradores que le dieron fama, Robin Williams pateó el tablero: en sus dos últimas películas (Insomnia, de Christopher Nolan, y One Hour Photo, de Mark Romanek), el mimo que habla quiere dar miedo y se mete en la piel de un par de asesinos repulsivos. Lástima que no en la de sus víctimas, se lamenta Rodrigo Fresán.
Por Rodrigo Fresán
FIEBRE
Hasta aquí llegué tarde de domingo, y descubro que
escribir las pocas líneas que anteceden me quitaron toda la poca energía
de la que suelo disponer los domingos por la tarde. Escribir sobre R.W. es casi
peor que ver una película de/con R.W. Un cansancio que te crece desde
los huesos. Un sudor frío. Unas ganas de arrojarte contra la pantalla
del televisor o del cine (en caso de que uno sea uno de esos dementes que todavía
van al cine a ver una película donde aparece él ahora hasta
escribir su nombre me cuesta) con la pasión resignada de un kamikaze.
Síndrome de Williams. Sigo mañana.
Lunes. Mejor. Bajo de Internet la filmografía de R.W. Tantos recuerdos.
Me siento exactamente igual que Martin Sheen al principio de Apocalypse Now.
Sigo mañana.
Ahora es jueves. Me explico. Quise hacer las cosas bien. Uno es un profesional
y el martes me sometí a la prueba de ver por TV dos películas
de R.W. que no había visto Jakob the Liar y El hombre del Bicentenario
porque me parecía interesante ver, a propósito de los próximos
dos estrenos antes mencionados, cuáles eran los efectos que puede deparar
una sobreexposición de R.W. Bueno: me subió la temperatura. Tuve
fiebre, y el miércoles tuve que llamar a mi homeópata. Me preguntó
si había tenido algún disgusto en los últimos días.
Le comenté lo de R.W.. No se rió. Me tomó en serio. Muy.
Me recetó algo fuerte. Muy. Me dijo que la llamara por cualquier cosa
y me prohibió ver televisión esa noche. Dan Patch Adams,
me dijo. No te imaginas lo que es eso, agregó. Le dije que
sí, que podía imaginármelo. No, insistió
ella. No puedes.
DIARREA
Eso sólo bastó para febril, delirante lanzarme esa
noche en busca del control remoto y de Patch Adams. Días atrás,
una furiosa tormenta de granizo había reducido en casi un 75 por ciento
la oferta demi señal de cable (y así seguirá, al menos,
hasta que los services regresen de donde los services pasan las vacaciones).
En cualquier caso -y me atrevo aquí a denunciar una conjura con modales
de Oliver Stone, los canales que dieron Jakob the Liar (que pone en evidencia
la relación de R.W. con el también muy desagradable Roberto Benigni)
y El hombre del Bicentenario (cuya visión probablemente sea responsable
del infarto que fulminó a Stanley Kubrick) transmitieron una señal
impecable y puntual. El pasado miércoles por la noche, los canales que
ofrecían Los magníficos Amberson de Orson Welles y El paciente
inglés de Anthony Minghella y Amarcord de Federico Fellini eran como
la boca negra de un agujero negro; el canal donde daban Patch Adams (no, no
quiero hablar de eso, por piedad) sonreía entusiasmado, invulnerable,
como R.W.
De repente era jueves y me desperté raro: no hay nada peor que dormir
toda la noche con los ojos y la boca abiertos. Y no poder cerrarlos. Llamé
a mi homeópata. Le dije que nunca me había sentido tan mal. Me
preguntó si le había desobedecido con lo de Patch Adams. Le respondí,
indignado, que cómo podía pensar algo así. Me dijo que
bueno, que estaba bien, que si recordaba haberme sentido así alguna vez.
Afirmativo, respondí. Le dije que me había sentido
igual de horrible hace varios años, en Iowa, cuando entré a un
cine en un shopping-mall a ver, ilusionado, la nueva película de Francis
Ford Coppola, y esa película se llamaba... uh... eh... Se llamaba Jack.
VOMITOS
Cuando uno ha ingerido algo en mal estado se sabe, lo mejor es vomitar,
expulsarlo del cuerpo, eliminar la impureza. En eso estoy y allá vamos.
Seré breve. Terminaré rápido este terrible encargo. (La
idea era escribir algo sobre las reediciones de los debuts de la Velvet Underground
y Violent Femmes, pero supongo que eso quedará para la semana que viene.)
Veamos. Robin McLaurin Williams nació en Chicago el 21 de julio de 1952.
Estudió ciencias políticas, pero se pasó a la Juilliard
para estudiar actuación. Ahí tendrían que haberlo ejecutado,
pero Robin es un tipo de suerte. Se hizo famoso haciendo de Mork, un imbécil
extraterrestre que protagonizó una serie muy desagradable. Se hizo adicto
a la cocaína y bla bla bla y lo dejó tirado y muriéndose
a John Belushi la noche en que el gordo se pasó de rayas y de la raya.
En la juerga estaba también De Niro, pero De Niro es un gran actor y
está disculpado (aunque no le perdono que haya hecho Despertares con
R.W.). Después, ya saben: se hizo actor de cine cómico (habla
rápido y grita y lloriquea y sonríe) y actor de cine dramático
(habla despacio y susurra y lloriquea y sonríe) y su especialidad
actor semi-cómico y medio dramático, como en Buenos días
Vietnam o Moscow on the Hudson. Ahí, en la gran pantalla, R.W. es responsable
directo de malas películas y de películas buenas que arruina con
el mismo entusiasmo perturbador con que responde a las entrevistas y no para
de contar chistes pésimos y hacer pésimas imitaciones. Experiencia
especialmente dolorosa: lo que les hizo a El mundo según Garp y a La
sociedad de los poetas muertos (basta hacer el esfuerzo zen de imaginar a William
Hurt en su papel para asistir a una pequeña gran película) y a
El pescador de ilusiones (donde queda perfectamente claro que el portentoso
y nunca del todo bien ponderado Jeff Bridges se muere por desmayarlo de un sopapo
con esas manos tamaño dos litros que tiene). En algún momento,
R.W. se vistió de mujer para Mrs. Doubtfire (el recurso infalible de
todo mal actor; Dustin Hoffman prueba que es un gran actor cuando consigue en
Tootsie que un hombre vestido de mujer tenga lo suyo) y Woody Allen, seguro,
tuvo un mal día cuando se le ocurrió invitarlo a Los secretos
de Harry. Pero la obra paradigmática de este actor de última es
La jaula de las locas, donde también agitaba las plumas. Desesperado
por un Oscar se notaba, se sigue notando en las contorsiones que hace
con el rostro, hizo películas de arte, pero entendibles
como las (in)olvidables BeingHuman, What Dreams May Come y Juguetes, y al final,
cansados de tanta morisqueta, le dieron uno (a mejor actor de reparto) por ese
refrito de tantos platillos que es Good Will Hunting. R.W. también tiene
la maldita costumbre de aparecer porque le gusta tanto actuar en
pequeños papeles sorpresa, sin figurar en los títulos. Por lo
que uno va al cine, se sienta tranquilo, se relaja y está bien metido
en la trama cuando de golpe siente un terrible dolor en los ojos y se lamenta
de no vivir en los Estados Unidos, porque seguro que allá podría
demandar a cualquiera por una agresión tan gratuita. (Entre paréntesis:
en alguna parte leí que cada vez que R.W. interpreta a un personaje basado
en una persona real -Despertares, La sociedad de los poetas muertos, Buenos
días, Vietnam, esa persona es despedida de su trabajo. No sé
por qué... Algo habrán hecho.)
ALUCINACIONES
...y R.W. hizo Jack, que es la película que yo recomiendo como iniciación
dolorosa y eficaz en el arte de odiar a R.W. Es lo que se llama un rito de paso.
Hay un antes y después de Jack. Uno nunca vuelve a ser el mismo luego
de ver esa película que trata sobre un niño que crece más
rápido mucho más rápido de lo normal. Una especie
de anti-Peter Pan y, ay, me acordé de Hook. Es más: uno envejece
viendo Jack. Uno se gasta, se muere un poco, uno sale del cine convencido de
que tiene todas sus f-a-c-u-l-t-a-d-e-s intactas, pero con tantas ganas de pegarse
un tiro en una habitación de hotel. Uno sale jurando que jamás
volverá a ver otra película de R.W., y sin embargo... Tal vez
se trate de eso: R.W. es la vacuna virósica, la muestra de bacilo que
te clavan en el brazo para curarte, para volverte inmune de a poco. Tal vez
la función verdadera de R.W. sea la de atraer sobre sí todo aquello
que si él no existiera descargaríamos sobre esposa,
hijos, amigos. Tal vez, después de todo, R.W. tenga una razón
de ser y ya lo dije al principio de su existencia dependan nuestra
continuidad y nuestro futuro. Tal vez nuestros descendientes estudien a R.W.
como una suerte de mesías odiado por nuestros pecados, alguien que detestamos
para no detestarnos, y de repente me siento bien, feliz, lleno de esperanzas.
Así que llamo a mi homeópata y le comento mi teoría. Me
escucha con atención. Suspira. No, me dice. Y me sube la
dosis.
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