Dom 08.09.2002
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CINE

¿Qué hacés, loco?

Buena parte de las películas japonesas de los últimos años incluye una extraña dosis de locura, inaudita para el cine occidental. Pero para los japoneses y los cinéfilos, no es nada nuevo, sino la herencia de Seijun Suzuki, el tío loco del cine nipón que a mediados de los 60 convirtió películas de gangsters clase B en auténticos experimentos de vanguardia. En el marco de la retrospectiva que abarca 50 años de cine japonés, la Sala Leopoldo Lugones hace justicia y proyecta las dos cimas de la locura suzukiana.

› Por Horacio Bernades


El cine japonés se volvió loco. Parte de él, al menos. Así parecen sugerirlo algunas películas recientes, tanto como la carrera entera de Miike Takashi, el de Dead or Alive, Addiction y La felicidad de los Katakuri, todas vistas en sucesivas ediciones del Buenos Aires Festival de Cine Independiente. En el cine de Miike, un duelo a tiros entre un gangster y un policía puede derivar en que a uno de ellos se le caiga un pedazo de brazo y le brote una letal uzi del muñón, como ocurre en Dead or Alive. Una película (La felicidad de los Katakuri) puede empezar con una chica que encuentra un monstruito en la sopa, el bicho le devora la glotis y sale volando, hasta llegar a un paisaje bucólico. Allí se desarrollará la historia de una familia a la que los huéspedes se le mueren en su residencial campestre, enterrándolos entre números musicales dignos de La novicia rebelde, antes de que los muertos empiecen a convertirse en zombies cantarines y el bichito aquel haya desaparecido por completo de la película.
Pero los ejemplos de locura sobran en el cine japonés reciente. En Getting Any?, que Takeshi Kitano filmó en 1994, un joven que no puede poner fin a su virginidad cae en manos de un científico loco que lo convierte en mosca gigante. El único modo que las autoridades encuentran para atraparlo es recolectar toda la caca de la ciudad y apilarla en un estadio, esperando que el hombre-mosca vaya a enterrarse allí, movido por su pura y fatal coprofilia. En Postman Blues, de Sabú (1997), un cartero abre la correspondencia, encuentra una carta de una paciente de cáncer, se conmueve, va a visitarla al hospital donde guarda cama, se hace amigo de un vecino de habitación que es asesino a sueldo y, a partir de ese momento, el largo brazo de la ley japonesa lo persigue por error, suponiendo que se trata del enemigo público número 1.
En Charisma, de Kiyoshi Kurosawa (1999), un policía expulsado de la fuerza va a parar a un bosque, come un honguito y se encuentra de pronto en medio de una guerra ecológica-ideológica alrededor de un árbol mágico llamado “Carisma”. The Suicide Club, vista en la última edición del Bafici, empieza con el suicidio colectivo de 54 colegialas que se arrojan ritualmente a las vías del subte. Sigue con la sugerencia de que el solo hecho de escuchar las canciones de un meloso grupo pop-adolescente lleva a la gente al suicidio, y en el medio se hace tiempo para la aparición de un grupo de rock sádico, que tortura y asesina chicas, no se sabe muy bien por qué. Pero este brote de locura no es nuevo. Como si se tratara de una maldición familiar, las nuevas generaciones del cine nipón tienen —lo sepan o no— un tío loco, que a mediados de los años 60 convirtió películas de gangsters clase B en experimentos de vanguardia, tan anormales que le acarrearon su expulsión de la industria.
El tío loco se llama Seijun Suzuki, nació en 1923 y está vivo y filmando, pero hasta ahora era enteramente desconocido en Argentina. El jueves y viernes próximos, en el marco de la gigantesca panorámica que los programadores de la sala Lugones les dedican durante este mes a los últimos 50 años del cine japonés (y que incluirá el estreno del inquietante tecnothriller fantástico The Ring, el jueves 19), podrán verse las dos películas que están consideradas la cima del cine de Suzuki. Se trata de Tokyo Drifter (1966) y Branded to Kill (1967), que se proyectarán en esa sala a las 14.30, 18 y 21 horas y prometen dejar patitiesa a la cinefilia porteña, incluso a los más entrenados en toda clase de rarezas, desvíos y disrupciones cinematográficas.

NIEVE EN VERANO
Seijun Suzuki ingresó en la industria del cine a mediados de los años 40 (tenía 17 años), una década más tarde pasó al estudio Nikkatsu, especializado en la producción de baratas películas de clase B para consumo adolescente, y dirigió su primer encargo a fines de los 50. Rápido y efectivo, Suzuki se ganó la confianza de la Nikkatsu, filmando arazón de varias películas al año, hiperproductividad típicamente nipona que todos sus “sobrinos” heredan. Gozando de la libertad que da la confianza ciega, este técnico que jamás se consideró a sí mismo un artista empezó a darse permiso para ciertas audacias.
Ya en una película como La juventud de la bestia, de 1963, Suzuki hizo nevar en medio de un paisaje seco y en la escena siguiente fusionó verano y otoño, sin variar las unidades de tiempo y lugar, mientras la acción típica de un film de gangsters seguía como si tal cosa. “Lo que pasa es que las estaciones están todas mal”, explicaría más tarde. “Yo trato de darles el orden que deberían tener. La primavera, por ejemplo, debería suceder al verano, y no al revés”. Pero a Suzuki no le alcanzaba con ordenar las estaciones del año: también variaba completamente, y sin que ninguna razón “natural” lo justificara, la iluminación en el interior de una escena, o las teñía de colores inauditos. Tokyo Drifter empieza en blanco y negro, y no precisamente del modo más esperable para una película de gangsters (un yakuza le pide a su rival que lo mate), y de pronto el protagonista mira hacia abajo y ve algo de color rojo. A partir de ese momento, la película es en colores.
Y qué colores: el matón protagonista jamás se saca su traje celeste cielo ni sus zapatos blancos (¡ni siquiera en medio de paisajes nevados!), un boliche de música à go-go está bañado en una luz fucsia, un cabaret parece una pecera de tonos dorados y, en el momento en que se comete un crimen, el fondo puede pasar de rojo a blanco. Pero no es sólo cuestión de color: durante los títulos se oye una melancólica canción de acentos flamencos, canción que el protagonista se pondrá a cantar más adelante, en medio de una escena de acción. ¿Qué decir de la música de presentación de Branded to Kill, una balada pop con acompañamiento de armónica, clavecín y recitado?

EL OLOR DEL ARROZ HERVIDO
“Me atrae mucho más la destrucción que la creación”, confesaría Suzuki en una entrevista, en la que posiblemente sea su más transparente declaración de intenciones. La aplicada deconstrucción a la que este Godard en estado salvaje sometió al género a lo largo de los 60 tenía que terminar como terminó: con su expulsión de la Nikkatsu inmediatamente después de presentar la versión terminada de Branded to Kill, y su consiguiente destierro de la industria durante una década.
Si en medio de Tokyo Drifter Suzuki hacía que el héroe fuera a parar a un salón del Lejano Oeste, para desatar allí una batahola de piñas y patadas digna de una película de John Ford, en Branded to Kill el héroe —un asesino a sueldo frío e implacable— luce unas mejillas tan infladas como las de Bugs Bunny y tiene un vicio secreto, que se devela en el momento en que se sienta a la barra de un bar con su chica, ella pide un whisky y él... un pote de arroz hervido. Sí, su adicción consiste en oler arroz, de modo tan compulsivo y reiterado que provoca el hartazgo de su mujer, que para vengarse de semejante pesadilla se encama con cuanto tipo se encuentra. Y de paso se contrata ella también como asesina, para liquidarlo de una buena vez.
Además de eso, en Branded to Kill hay un matón que sufre ataques de histeria cada vez que oye un disparo, un hit man fantasma, un optometrista que practica extirpaciones oculares a mano, una chica enamorada de la muerte que desencadena chaparrones cada vez que aparece, desnudos frontales con velados ópticos de partes pudendas (una cargada al ente oficial de censura), rollos revelados en negativo, el diálogo entre un hombre y una filmación, fragmentos de cine de animación, un crimen con mira telescópica interrumpido por la súbita aparición de una mariposa y un inenarrable asesinato a través de cañerías, que más tarde sería literalmente robado por el hongkonés Tsui Hark para una de sus películas más recientes. Todo esto hizo Seijun Suzuki, sin haber visto jamás ni un plano de Pierrot le fou.

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