CINE > LAS TERMóPILAS, DE HERóDOTO A HOLLYWOOD
Hace 2500 años, 300 guerreros espartanos con apenas 7 mil griegos a su mando enfrentaron a un ejército asiático de medio millón de hombres liderado por el rey persa Jerjes. La batalla, brillantemente planeada por el rey Leónidas en el estrecho Paso de las Termópilas, entró en la historia como paradigma de la entrega e inteligencia espartana en el arte de la guerra. Pero, 25 siglos después, llega al cine convertida en otra cosa: una furibunda fantasía fascista que agita el inagotable enfrentamiento entre Oriente y Occidente, y ya ha generado una violenta queja del gobierno iraní. Pero, paradójicamente, 300 también le da a la epopeya cinematográfica una posibilidad que hasta ahora se le venía negando: la de ser espejo del mundo.
› Por Carlos Gamerro
“Todas estas expediciones de las que hablo, con otras, si las hubo, sumadas, no pueden igualarse a ésta. Pues, ¿qué nación quedó fuera de la expedición que Jerjes lanzó desde Asia contra los griegos?”
Heródoto, Libro VII
La película 300 de Zack Snyder está basada en el comic, o novela gráfica, del mismo título de Frank Miller, que a su vez está basada en el relato de Heródoto sobre la resistencia de 300 espartanos (comandando un ejército de unos 7 mil griegos) que detuvieron en el Paso de las Termópilas a los ejércitos asiáticos del rey persa Jerjes (Heródoto da sus números en 5 millones, y va detallando río por río cuáles pueden darles de beber y cuáles se secan a su paso; los historiadores actuales, más cautos, calculan entre medio y un cuarto de millón de hombres). Hablar de la película implica, así, hacer un triple ejercicio de traducción, en el cual importa el cambio de medios y también el de época y de contexto: ¿qué significaba la invasión persa para los griegos del siglo V a.C., y qué significa para los estadounidenses, y para el resto del mundo, en el siglo XXI? Al menos ya tenemos una noción de lo que significa en Irán (que hasta no hace tanto se solía llamar Persia). El diario Ayende-No, en su edición del 13 de marzo, bajo el titular “Hollywood les declara la guerra a los iraníes”, afirma: “La película retrata a los iraníes como demonios sin cultura, humanidad ni sentimientos, que sólo piensan en atacar otras naciones y matar a sus gentes”, y el representante iraní ante la Unesco ha elevado una protesta formal al respecto.
En ese sentido, está clarísimo que tanto la novela gráfica como la película son tributarias de las dos guerras del Golfo, y en un sentido más abarcador, del conflicto Este-Oeste, o más precisamente Occidente-Islam, que vienen pregonando la administración Bush y sus sucursales. En la película, sobre todo, éste se presenta una y otra vez como la lucha entre hombres libres y esclavos; entre la ley, el orden y la razón, por un lado, y “el misticismo y la tiranía” por el otro. (Llama un poco la atención esto del misticismo. ¿Qué idea tendrán los guionistas Zack Snyder, Kurt Johnstad y Michael Gordon sobre el particular? Según las últimas informaciones dignas de crédito, los místicos son individuos que se pasan la vida en cavernas u otras salas de espera igualmente incómodas, aguardando una comunicación directa con la divinidad o divinidades; y por el contenido generalmente impredecible de sus revelaciones, nunca han tenido buena relación con el poder político y la ortodoxia religiosa. ¿Habrán querido decir mesianismo, y se les chispoteó?) Para ser justos, hay que decir que Heródoto también hace de estas guerras una lección moral, una lucha entre “nosotros, los griegos” contra “ellos, los bárbaros” (y recordemos que la palabra “bárbaro” es en Occidente la designación primaria de la otredad cultural: éste se define como aquel que no habla griego, y sólo puede hacer sonidos balbucientes, bar-bar-bar). Pero entre Heródoto y Snyder hay algunas diferencias, quizá sutiles, pero no por eso insignificantes. Por un lado, en el Libro I se nos recuerda que fueron los griegos, con Creso, que la empezaron. Y los persas, que hasta entonces eran un pueblo primitivo, que ni siquiera disponían “de vino o higos”, con la derrota de la invasión griega les tomaron el gustito a las cosas buenas de la vida y decidieron invadir ellos (la oposición lujo asiático-austeridad espartana, tan productiva en la película de Snyder, esta, aquí, invertida). En el libro VII, Heródoto, durante muchas páginas, avanza con el ejército de los persas y recién cuando entran en Grecia presenta a los griegos que se les opondrán. Esto, además de ser muy efectivo desde el punto de vista dramático –anticipa el uso de la cámara subjetiva para poner al espectador en el lugar del criminal o la bestia, tanto en Hitchcock como en Tiburón de Spielberg–, nos pone en el lugar de los persas, nos lleva a identificarnos con ellos, si no moral, al menos físicamente. Los espartanos de Heródoto son hombres libres, es cierto, pero junto a ellos pelean los helotas, o esclavos, que en la película brillan por su ausencia (aunque es verdad que los algo machacones discursos de Leónidas sobre la libertad hubieran quedado un poco ridículos con los helotas aplaudiendo al lado). Y por último, Heródoto presenta la diferencia entre el eje del mal y el eje del bien no tanto como la diferencia entre esclavos y hombres comprometidos con un gaseoso y abstracto ideal de libertad (el origen de todo esto, uno sospecha, está en el William Corazón valiente Wallace de Mel Gibson, que muere dando el grito de “Libertaaaaaaaaaad” más largo en la historia del cine) sino entre hombres sujetos a la ley (los espartanos) y hombres sujetos a los caprichos de otro hombre (los persas).
En lo visual, los espartanos de Miller y Snyder vienen, más que de la antigua Grecia, de su recreación neoclásica (véase Leónidas en las Termópilas de Jacques-Louis David, de 1814): en lugar de las pesadas armaduras, tenemos los cuerpos desnudos –aunque, en atención al pudor hollywoodense, Snyder provee a sus espartanos de unos muy sexies slips de cuero negro– y suntuosas capas rojas (con lo prácticas que eran, ¿quién se los imagina luchando con esos cortinados teatrales colgando de las espaldas?). En fin: todos bellos, todos buenos mozos, con unos abdominales que parecen, más que ravioles, agnolottis: ni Hitler podría haberlos soñado mejores. Los persas de Heródoto son hombres distintos de los griegos, pero los de Miller-Snyder son directamente no-humanos, y es sobre todo a nivel iconográfico que esta otredad radical se manifiesta. La primera horda atacante es la de esperables ensabanados, promoviendo la identificación primaria con los actuales iraquíes, afganos, palestinos, iraníes y aledaños. Además, como no llegamos a ver sus rasgos, poco importa si mueren a montones. Después vienen los Inmortales, el cuerpo de elite de Jerjes; los de Miller y Snyder llevan unas máscaras y armaduras muy samurai, como si hubieran tomado literalmente la cita que encabeza esta nota: hasta japoneses había en el ejército de Jerjes. Como si esto fuera poco, cuando se sacan la máscara son casi iguales a los orcos de El señor de los anillos. En el ejército revisten monstruos semihumanos, y Jerjes mismo no tiene nada de persa y sí mucho de todo lo demás: interpretado por el brasileño Rodrigo Santoro, es un gigante de más de dos metros al que le han colgado una tienda de bijouterie encima, con modales de drag queen malcriada (en infinita alabanza de Miller-Snyder, empero, debemos agradecer que nos evitan el cierre hollywoodense con duelo Jerjes-Leónidas, espadas o lanzas en mano; hay, sí, una confrontación final, entre el tirano “intocable” y un Leónidas a punto de postrarse, poco convincente pero al menos coherente en términos de las oposiciones binarias del guión (libertad/esclavitud = erguirse/arrodillarse).
En esto, en parte, radica la novedad de 300 respecto de las últimas epopeyas “espadas y sandalias”, desde Gladiator –que relanzó el género– hasta Troya y Alejandro. Todas éstas se mantenían dentro de un límite realista, presentando humanos luchando contra humanos, y si travestían y banalizaban sus modelos clásicos, no los violaban. En ese sentido 300, en su cruce de Tolkien con Heródoto, introduce una novedad que tiene importantes consecuencias ideológicas. Las epopeyas, tengamos en cuenta, vienen en dos clases. En una, ambos contendientes tienen la misma entidad humana. Homero presta igual grado de humanidad a griegos y troyanos; no se trata de una lucha del bien contra el mal, y el autor, al igual que el lector, simpatiza con ambos. Una característica de esta clase de epopeya es que mueren la misma cantidad de guerreros por ambos bandos, y todos tienen nombres, familia, historia: como personajes, su peso es equivalente. En la segunda clase, un grupo (nosotros) lucha contra otro (ellos). Los primeros son pocos, los segundos, muchos; los primeros tienen nombre, historia, son personajes y (en las películas) son interpretados por actores conocidos; los segundos son una masa y mueren por millares. Ejemplo de esto es el poema épico francés La Chanson de Roland, en el cual cada héroe francés, herido de muerte, antes de morir se despacha mil o dos mil sarracenos como si tal cosa. Y, oh casualidad, estamos ya en el terreno de la lucha entre Oriente y Occidente, el Cristianismo y el Islam, los europeos una vez más salvando a Europa de las hordas asiáticas o africanas (lo mismo da). Y además: el paso de Roncesvalles, el traidor Ganelón, la negativa de los héroes a rendirse o pedir ayuda, su sacrificio final: la historia, o quizá más bien la literatura, se repite. El señor de los anillos también pertenece a esta clase y, por supuesto, la película de la que hablamos.
Estas oposiciones se conjugan con otras: cuando llegan los mensajeros persas a Esparta, les contesta la reina. El persa se ofende: ¿cómo es que se les permite hablar a las mujeres en presencia de los hombres? A las mujeres espartanas sí, porque engendran verdaderos hombres, responde altiva la reina (no importa que para el Islam falten once siglos: los turbantes sirven de puente, y entendemos que nos están hablando del respeto hacia la mujer en Occidente, contra su sumisión bestial en el mundo islámico). La sexualidad también entra en el juego. Antes, los héroes de Hollywood mostraban su catadura moral por una castidad a ultranza: de eso ni se hablaba. Ahora hemos avanzado: tenemos una escena de sexo entre Leónidas y su reina: apasionada, pero limpia, seca casi; en suma, espartana. En la carpa de Jerjes, en cambio (Snyder y su equipo trabajan con paletas morales: el rojo, solo, puede connotar suntuosidad viril; pero combinado con el púrpura da decadencia y relajo), vale todo: animales, odaliscas (¿cómo iba a faltar la danza del vientre?), amores lésbicos, alcohol, drogas y un freak show que incluye mujeres sin miembros y un embobado Efialtes que se pregunta por qué esperó tanto para traicionar a los suyos.
El tratamiento de la homosexualidad es en apariencia más contradictorio: por un lado, la imaginería de los espartanos no puede ser más homoerótica; pero como está reprimida, y es viril, los enaltece y agiganta. La imagen final de Leónidas rodeado por sus guerreros muertos, todos atravesados por las flechas persas, es deliciosamente ambivalente; por un lado remite a la iconografía cristiana, y resignifica el conflicto antiguo en términos modernos: Cristo contra el Islam. Pero el mártir cristiano atravesado por flechas no es Jesucristo sino San Sebastián, icono gay si los hay. En cambio, Jerjes es un amanerado con cejas de vedette, que cuando parlamenta con Leónidas le hace un masajito de uñas largas en la espalda: encabezadas por él, sentado en un alto trono en su gran carroza arrastrada por esclavos, sus fuerzas, más que el ejército más poderoso jamás reunido, sugieren una escola do samba. Las representaciones de la sexualidad parecen así inconsistentes, pero la lógica de una representación racista (y 300 lo es a pedir basta) no puede buscarse en la coherencia interna de la imagen del otro representado: el otro es una amalgama, un bricolage, un monstruo de Frankenstein hecho con todas nuestras partes reprimidas o negadas; sus partes no ligan bien entre sí, pero sí con cada una de nuestras partes rechazadas.
300 es una fantasía fascista, o más precisamente nazi: desde la escena inicial que muestra cómo los bebés espartanos débiles o deformes eran descartados (la práctica espartana ha sido tantas veces invocada como precedente por los eugenistas del mundo entero), la idea de una oligarquía de soldados, el male bonding homoerótico pero nunca homosexual o afeminado, el lugar asignado a la mujer... Muchos se verán tentados a ver en esto elementos de parodia e ironía; pero si esto es así, es porque el fascismo siempre parece paródico: los discursos y las marchas de Mussolini y Hitler, vistos hoy, dan gracia (cuando no dan miedo, claro). Como ejercicio comparativo, conviene ver Starship Troopers (1997) de Paul Verhoeven, película que propone abiertamente un código militar-fascista, pero que sutilmente lo subvierte a medida que lo arma. La de Verhoeven es una clase de película nueva, radicalmente posmoderna: no es una película fascista que eventualmente se revela como su contrario sino una película reversible: fascista o antifascista según quién la esté mirando.
¿Cómo juzgar, entonces, a 300 como producto cinematográfico? Si convenimos en que una película puede ser racista y fascista, e igual ser una buena película (y los ejemplos de El nacimiento de una nación y El triunfo de la voluntad así parecen atestiguarlo), todavía queda espacio para elogiar sus méritos. Es verdad que el guión es malísimo, y en gran medida se debe a que no dieron bien el salto de la historieta a la pantalla, sobre todo en esas líneas que por escrito resultan contundentes y que puestas en boca de un actor, risibles. Pero esa misma voluntad de fidelidad al original es lo que visualmente la salva: algunas de las mejores escenas son las que, como la llegada de los embajadores a Esparta, o los persas empujados al mar desde el acantilado, son viñetas de Miller animadas. El de espadas y sandalias, es preciso decirlo, es un género condenado a la berretada, cuyo mejor aporte, quizás, ha sido el haber inspirado el chiste de Groucho Marx sobre Victor Mature (“Nunca iría a ver una película en la cual los pechos de la estrella masculina son mayores que los de la femenina”). ¿Quién recuerda una buena película de espadas y sandalias? Quizá Ben-Hur, o Espartaco. Pero el género no ayuda, los buenos productos lo son a pesar del género y no gracias a él (por eso es injusto comparar 300 con Sin City: el noir siempre da una mano). A Gladiator y Troya las condenaban dos cosas: el intento de seriedad, o veracidad histórica, que levantaban para luego traicionarlo, y la decisión de ser políticamente correctas, de elevar valores morales de paz y tolerancia... ¡en epopeyas guerreras! O sea, primero les dan rienda libre a nuestros bajos instintos (sangre, muerte, brazos cortados, pulgares bajados) y después nos dicen que está mal. 300, en cambio, se regodea en su fascismo y su racismo, y su culto de la sangre derramada, en la “belicosa alegría” (como diría Borges, que sabía de estas cosas) de la guerra. Ofrece, en ese sentido, un espejo mucho más adecuado para leer el estado actual de nuestra cultura (nuestra, ¿de quién?, ¿estadounidense?, ¿occidental?, ¿mundial?) que sus esquivas y ñoñas predecesoras.
De un modo u otro, los iraníes no tienen por qué preocuparse: quienes tendrían que quejarse ante la Unesco son los griegos.
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