Domingo, 8 de abril de 2007 | Hoy
ARTE > ANISH KAPOOR, EL INDIO QUE TOMó SAN PABLO
Nacido en India (1954) y formado en Londres, Anish Kapoor probablemente sea uno de los escultores más importantes, originales y extraños de las últimas décadas. Sus obras inmensas, muchas de ellas emplazadas en medio de grandes ciudades, volvieron a conferirle a la escultura su dimensión mítica: con un dominio absoluto del espacio y la capacidad de suspender el tiempo, sus piezas parecen construidas con todos los saberes de la cultura para hacerla desaparecer por unos segundos. Ahora, Kapoor tomó San Pablo con tres muestras al mismo tiempo y Radar estuvo ahí para quedar hipnotizado frente a ellas.
Por Leopoldo Estol
desde San Pablo
Anish Kapoor no tenía muchas ganas de hacer una muestra en Brasil y, de no haber sido por la insistencia de Mick Jagger, que lo convenció de que Brasil era un lugar súper estimulante para ir, probablemente nunca la hubiese hecho. Pero entonces, cuando estuvo convencido, no hizo una sino dos, tres y cuatro muestras. Primero, desembarcó en el Centro Cultural carioca del Banco do Brasil para, más tarde, tomar las salas del mismo Banco en San Pablo, inventar un extrañísimo showroom en el medio de la ciudad y, por si fuera poco, mostrar una pieza más en la galería paulista más prestigiosa.
Si de algo se está seguro al finalizar el recorrido por las distintas estaciones Kapoor en San Pablo es que se trata de un artista de dimensiones míticas. La primera vez que oí hablar de él fue a través de Ernesto Ballesteros, que lo definió como un artista capaz de usar todo un espacio para generar un solo color. Se trataba un círculo negro que visto de cerca no era círculo sino un agujero en la pared; el espacio contiguo –todo un ambiente vacío– había sido pintado de negro. Es por historias como ésa que resulta difícil para aquellos que se hayan encontrado con alguna de sus piezas olvidar esos minutos que pasaron frente a ellas. Sus obras hipnotizan a los que se acercan gracias a un sesgo sensorial radical. Es imposible permanecer indiferente. Utilizan algo de la maravilla que propone la naturaleza al descomponer con mucha gracia y sencillez todos los mecanismos mentales que un espectador usa para codificar y volver clasificable aquello que ve. Esa sensación de vacío de sentido que ofrece en Iguazú la Garganta del Diablo con su constante y colosal caída en loop de agua. O también, lo cautivante que puede ser el oleaje del mar. Las piezas de Anish Kapoor se proponen como lo natural, apelando a la fascinación que los hombres sienten hacia esas pocas cosas que de manera llana e indudable se perciben como dadas, de las que lo último que uno haría es preguntarse qué significan o el frustrante ¿qué quiere decir? Kapoor es tan certero en su estrategia que es difícil pensar en otra cosa cuando uno comienza a ser atraído magnéticamente hacia estos objetos. La experiencia pasa a un primer plano y, como con las drogas, la enfermedad o el sexo, la dimensión temporal queda suspendida.
La sede central del Banco de Brasil recibía al público con un gran huevo dorado. A medida que el visitante comienza a acercarse, la mirada ansiosa que acaba de dejar la calle no encuentra un punto de la pieza en donde hacer foco. Será necesario acercarse mucho: recién en el último metro la escultura develará su estructura material. Se trata de un huevo con una gran cavidad interior. Una especie de canoa cromada de 4 metros de altura que cautiva con los reflejos de las luces y los movimientos circundantes. Lo maravilloso de esta pieza consiste en cómo una escultura trabaja tan lúcidamente con la imagen que la recubre. Parecería tomar todo lo que la rodea, generando una especie de camuflaje que recuerda a efectos de películas como Terminator 2 o Depredador para después, recién cuando uno se aproxima mucho, develar el efecto que le da existencia: una serie de pátinas doradas le otorgan la precisión del espejo pero en las tres dimensiones.
En las salas superiores hay otra pieza muy llamativa. Dos semiesferas metálicas empotradas dentro de paredes, pulidas también a manera de espejos. Se enfrentan en una acotada sala. Si bien el primer coqueteo del visitante con la obra es jugar con sus reflejos a la manera de museo de ciencias para niños, una segunda cosa llama la atención poco después. Se trata de sonidos que carecen de ubicación espacial. Esto es: voces de sorpresa y murmullos que parecen venir desde adentro del cerebro. Esta segunda sensación es todavía más perturbadora. Los espejos, al estar enfrentados, generan una arquitectura sonora muy particular, que recuerda a los palacios hindúes en donde el diseño de los altos techos abovedados hace que ése sea el lugar menos indicado para secretos. Y también, a esas viejas construcciones de comienzos de siglo XX que fueron desplazadas rápidamente por invención de los radares: los anacrónicos “Sound mirrors” o espejos sonoros, construcciones monumentales con cavidades semicirculares que todavía se encuentran a lo largo de la costa inglesa y francesa. Estos monstruos de hormigón delataban el sonido de los bombarderos que se acercaban a las urbes pero que nunca fueron del todo confiables ya que dependían mucho de los vientos. Los espejos que presenta Kapoor en esta muestra son una delicia para parejas y amigos que se acercan. Apenas susurrando uno puede comunicarse con el otro a varios metros de distancia. La definición del sonido es asombrosa, los espejos refractan el sonido con una fidelidad escalofriante, que se presta para asustar brasileños distraídos y molestar guardianes de sala obsesivos.
La obra más ambiciosa que muestra Kapoor en la ciudad se titula Ascensión. Para presentarla en San Pablo mandó a construir un enorme cubo transparente en medio de la ciudad bursátil. Ubicado debajo de un gran puente peatonal rodeado de grandes edificios y avenidas llenas de tráfico, se encuentra esta máquina perfecta. La entrada es a través de un espiral de durlok que conduce hasta el centro de la sala. Allí, como nos tiene acostumbrados el indio, la primera instancia engaña y no parece haber nada. Pero poco después un misterioso polvo se revuelve en la atmósfera de la sala. Pequeños vientos se perciben y, de un segundo a otro, la imagen se vuelve reconocible. ¡Se trata de un tornado! Un tornado de unos cinco metros de altura extremadamente delgado que carga estas pequeñas ráfagas de humo que emergen de agujeros en el piso. Fascinación y, de nuevo, la imagen es tan cautivante que después de intentar agarrarlo o poner la mano en él, sólo es posible detenerse a ver tanta maravilla.
Anish Kapoor y el que es por estos días su seguidor más cercano, Olafur Eliasson, son artistas, pero su modus operandi se acerca más al de los ingenieros. Parten de fenómenos pequeños y cotidianos y utilizan la ingeniería para darles magnitud a sus ideas y proyectos. Sus tremendas piezas utilizan todos los saberes de la cultura para hacerla desaparecer por segundos. Es algo muy estimulante para una ciudad que un artista pretenda tomarla a la manera de Kapoor. Miles de visitantes paulistas respondieron afiebrados por sus cautivantes trabajos. El Banco de Brasil financió la puesta en Río y, meses más tarde, su ambiciosa llegada a San Pablo. La curiosidad porteña se verá frustrada una vez más, por otra gira de un gran artista que no incluyó a Buenos Aires entre sus paradas programadas.
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