PLáSTICA > EL CONURBANO SUR EN CUADROS
Desde hace treinta años, el pintor Juan Andrés Videla viaja desde Longchamps, su barrio, hasta Constitución, en Capital. Un trayecto casi posindustrial, marcado por la desolada avenida Pavón, la gran vía del sur del conurbano. Pero no fue hasta un viaje de trabajo a Irlanda que encontró en ese ir y venir un paisaje; primero lo registró en fotos digitales y, cuando pudo mirar con nuevos ojos lo cotidiano, tedioso y conocido, lo pintó.
› Por Santiago Rial Ungaro
Las apariencias engañan. Como escribió el poeta Lupercio Leonardo de Argenzola (1559-1613), “ese cielo azul que todos vemos no es cielo, ni tampoco es azul”. Lo mismo sucede con las pinturas de Onda Roja de Constitución a Longchamps, una atemporal muestra de Juan Andrés Videla que se podrá visitar hasta fin de mes en Empatía.
Pintadas al óleo sobre tela o dibujadas con grafito sobre fórmica, estas imágenes fueron registradas, tal como lo anuncia el título de la muestra, en el trayecto que une Constitución y Longchamps (trayecto bastante gris, por cierto), que Videla viene transitando desde hace ya más de tres décadas, desde cuando estudiaba en el taller de Pablo Bobbio y la “Gran Vía del Sur” (la Av. Pavón en su versión post-Duhalde, nombre de una de estas obras) aún no existía. Como temas pictóricos, estas imágenes no podían ser más anodinas: la fachada de una casa, un garaje, una esquina, una zanja, una avenida que el título nos avisa que es Pavón, otra cuyo título nos revela que es Malvinas Argentinas, otra fachada con un par de árboles sin hojas. Son, tal como afirma Juan Andrés, “lugares entre lugares, lugares anónimos, que no existen, pero que son parte de uno”. Pedazos del rompecabezas de un trayecto finito (la maestría técnica de Videla hace que estos lugares sean, a pesar de las brumas, reconocibles) y a la vez infinito, ya que cada paisaje, aún el más opaco, está sujeto a una mutación constante. Cargadas de la somnolencia de la ida y el cansancio de la vuelta, estas postales brumosas no son lo que parecen: parafraseando a Lupercio, estas calles grises ni son grises ni son calles. Entre la bruma, las imágenes resultan hipnóticamente atractivas, emocionales y, al fin de cuentas, bellas. Como tantos otros grandes pintores, Juan Andrés Videla parece haber comprendido que el acto de pintar puede ser un método de conocimiento, una manera de tomar conciencia de la fugacidad de los fenómenos.
Hombre de Longchamps, Videla ha viajado por estas calles hasta el hartazgo, ya sea en colectivo, ya sea en su Mercedes-Benz blanco modelo ‘73. Y si en algún momento llegó a odiar o amar este trayecto, la verdad es que no se nota. “El viaje de Longchamps al centro es un viaje bastante arduo, ya que los semáforos en vez de estar sincronizados en Onda Verde (tránsito fluido) parecen coincidir en cambiar a rojo cada vez que te acercás a ellos, haciendo un viaje más que interrumpido. De ahí viene lo de Onda Roja. Durante años rechacé sistemáticamente este tránsito, lo consideraba un lugar insulso y sin vida. Pero en un momento dado decidí sacarle alguna ventaja a este infortunio cotidiano y andar con una cámara digital encima. Así empecé a sacar fotos cada vez que me paraba el semáforo, sin discriminación alguna, al punto de juntar alrededor de tres mil fotos durante tres años.” Más allá del método que desarrolló a partir de estas imágenes (usa la foto digital de la pantalla como modelo y después la pinta sobre la tela sin usar ningún tipo de procedimientos mecánicos, como transfers o proyecciones), se diría que lo que todas estas imágenes tienen en común es la bruma: “Más que una veladura externa o una capa que se posa sobre las formas para dificultar su mirada, esta bruma o fuera de foco refieren a algo que siento dentro de ellas y que hace a su materialidad. O más bien su materialización, su impermanencia. Muchas veces escucho que dicen que ‘la imagen es la obra’, pero para mí la imagen es un porcentaje ínfimo de la obra. Hay un elemento que yo no sé qué es, que se sirve de la imagen, de su corporeidad”. Sin temor a equivocarnos, podemos afirmar que Videla es un pintor metafísico, no tanto en el sentido que lo era De Chirico, pero sí en el sentido de que su pintura parece inspirarse más en la atemporalidad de la metafísica que en las nuevas modas del mundo del arte. “A mí lo conceptual se me acaba cuando me pongo a pintar”, confirma el pintor. “Tampoco quiero ponerme en una trinchera de la pintura, pero es lo que me pasa: uno se termina compenetrando con el material que usa. A mí me interesa ese estado en el que no sabés qué es lo que estás pintando; no sabés si el árbol que estás pintando es un árbol, si la casa que estás pintando es una casa. Me importa la relación que tengo con eso. No por la historia sino por la percepción directa de ese árbol o de esa casa, ese momento en que no hay objeto ni sujeto, que el árbol y la casa desaparecen como conceptos. Coincido con Matisse cuando decía: ‘Todo va bien con mi pintura hasta que yo intervengo’.”
Claro que ese delicado proceso de pintar “sin intervenir” le costó a Juan Andrés varias décadas: nacido en 1958, Videla hizo su primera muestra en 1981, pero a pesar del éxito de críticas y ventas sintió que no era su momento, y siguió estudiando. Así fue como aparecieron, diez años después, una serie de cajas y artefactos de complejos mecanismos que recuerdan, con sus poleas y sus partes móviles, a las construcciones alquímicas o experimentales de la Edad Media. Fue su amigo Pablo Shilton (actor y director teatral recientemente fallecido, a quien le dedicó esta muestra) quien se encargó de que estas cajas le abrieran la posibilidad de exponer en Houston, Texas. Al exponer en Estados Unidos, la India, Ecuador o Turquía, Juan Andrés tuvo poco tiempo para hacerlo en Buenos Aires.
Pero fue justamente en uno de esos viajes, en este caso a Irlanda, que la idea de pintar paisajes resurgió con más fuerza que nunca: “En julio de 2003 tuve la oportunidad de hacer una residencia al este de Irlanda, en una cabaña espléndida frente al mar, un lugar con unos paisajes increíbles. Después de un viaje bastante accidentado llegué y me quedé profundamente dormido. Y de repente me despertó esta mujer, Noelle Campbell Sharp, dueña de las cinco cabañas que había ahí y editora del Cill Rializ Proyect. Con una cara de duende increíble, un traje negro y un sombrero de paja, me trajo unas flores, una botella de vino, un libro de historia irlandesa y me dio la bienvenida, alentándome a que hiciera lo que quisiera, que me sintiera cómodo. Además me contó que, para muchos artistas, el lugar había servido para hacer un paréntesis en lo que estaban haciendo. Para animarse a hacer lo que querían”.
Entonces, Juan Andrés se reconcilió con su talento natural para el dibujo y se puso a dibujar el impresionante paisaje irlandés. De ahí a ponerse a hacerlo con las esquinas de Longchamps había sólo un paso, pero que llevaba al abismo que hay entre los bucólicos paisajes irlandeses y la desolación industrial de la avenida Pavón, plagada de superpancherías y services integrales para automotores. “No sé en qué momento me di cuenta de que lo que yo estaba buscando quedaba atrás de lo que estaba viendo. Y me dije: ‘No, lo que yo estoy buscando no tengo que buscarlo, solamente tengo que dejarlo entrar’. Y ahí vi claramente el rechazo milenario que yo tenía hacia el sur, hacia los barrios, hacia la avenida Pavón. Lo notable no fue que el paisaje de Irlanda me haya resultado nuevo sino que el paisaje de Longchamps, donde yo jugaba de chico a las bolitas y a cazar ranas, o el paisaje de Pavón, se volvieran, de pronto, interesantes. No es que de repente me pareciera lindo el paisaje sino que mi relación con lo que me rodeaba cambió. Nunca leí a Proust, pero hay una frase suya que dice que ‘el desafío de vivir no consiste tanto en buscar nuevos paisajes sino más bien en desarrollar nuevos ojos’. Mientras producía esta serie me pregunté muchas veces cuál era mi paisaje. Mi idea de paisaje estuvo siempre influenciada por esos escenarios flamencos, bucólicos, con perspectivas atmosféricas, donde los colores funden el cielo con el mar de fondo y los colores cálidos están al frente y los fríos al fondo. Imágenes grabadas en mi mente desde la infancia, de cuando leía el libro Pinacoteca de los Genios que me había regalado mi madre. Y me preguntaba: ¿dónde mierda están todos estos lugares? Yo estaba pendiente de una belleza idealizada.” Con sus ojos nuevos, el pintor, por el simple hecho de dedicarse a la contemplación, se encontró con que en la aceptación de su destino (seguir viajando día a día con su Mercedes-Benz blanco por Pavón) había una belleza inevitable: “La realidad es que si uno quiere pintar un árbol se encuentra con que la luz, el movimiento, el polvo, la lluvia, la niebla, la luz de mercurio de la noche y las hojas del árbol están cambiando todo el tiempo. Y de algún modo la pintura es un eco de esa vivencia. La pintura no es tanto una intención de captar la realidad sino una reflexión, una hipótesis pintada acerca del modo en que nos relacionamos con ella. En lo personal, ver algo nuevo en algo archiconocido fue una liberación. Porque yo creía que conocía ese trayecto, pero la verdad, objetivamente hablando, cada vez que paso por Pavón hay un paisaje totalmente nuevo”.
La muestra se podrá ver hasta fin de mes de lunes a viernes de 11 a 20 y los sábados de 10 a 13, en Empatía, Carlos Pellegrini 1255.
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