TELEVISIóN CINE NEGRO POR CABLE
Durante mayo, el canal Retro presentará más de veinte películas subtituladas y sin cortes que conforman un apretado panorama del film noir, sus antecedentes y derivaciones. Aquí, un recorrido por un género nacido en EE.UU. que fue capaz de crear mitos que, poco después, se desperdigaron por todo el mundo occidental.
› Por Hugo Salas
Detectives privados, mujeres fatales que llevan a la perdición, la ciudad, la noche, la intriga: entre los años ‘40 y ‘50, el cine negro consolidó un imaginario que hoy resulta claramente identificable. Sus historias transcurren en un mundo tan familiar como extraño, una realidad signada por la ambigüedad moral, la crueldad y el erotismo perverso.
Producción de clase B en su origen, será la crítica francesa la encargada de apreciar estas películas como uno de los grandes hitos de la estética cinematográfica (de allí que el mundo angloparlante mantenga la denominación film noir), debido a su peculiar manejo de la luz, la sombra y el encuadre. Su posterior expansión a cineastas de todas las latitudes (de Godard a Kurosawa, pasando por Christensen y Tinayre) sugiere algo más que la consolidación de un estilo: la aparición de una mitología capaz de articular ansiedades y preocupaciones que, poco después, habrían de resultar comunes al resto de Occidente.
Así como sus tramas guardan una relación directa con la novela policial al estilo de Chandler, Cain y Hammet, suele aceptarse que el cine negro hereda su estética visual del expresionismo alemán. De hecho, varios de sus directores eran refugiados alemanes y muchos habían trabajado dentro de la corriente expresionista (Siodmak, Curtiz, Wilder). Vista hoy, M, el vampiro (Lang, 1931) tranquilamente pasa por cine negro, y quizá sea su antecedente más claro.
Sin embargo, no menos evidente resulta una diferencia fundamental: mientras que el expresionismo casi siempre confina su mirada pesadillesca al ámbito de lo fantástico o a un futuro alegórico, el espacio del cine negro mantiene, a pesar de su estilización, una fuerte impronta de actualidad, de aquí y ahora, aun cuando roza la ciencia ficción (como en Bésame mortalmente). Los motivos podrían ser múltiples –la influencia teatral de Reinhardt y la tradición romántica en Alemania versus el realismo pragmático anglosajón–, pero lo cierto es que el cine negro no plantea una realidad pesadillesca sino esta realidad como pesadilla, y he allí su marca distintiva.
Para muchos, el perverso paisaje social del cine negro guarda una relación directa con el clima de ansiedad y sospecha que se adueña de Estados Unidos después de la II Guerra Mundial (Guerra Fría, anticomunismo interno, era nuclear). Sin embargo, más allá del peso que estas circunstancias puedan haber tenido en el público, su visión paranoide, y violenta de la realidad ya existía: no sólo en los detectives de papel, que venían publicándose desde los años ‘20, sino también en los gangsters de celuloide (con Scarface a la cabeza).
Más que el reflejo de una situación exterior, este mundo de perdición fue el producto de una transformación de la realidad interna, que no tardaría en advertirse también en el resto del mundo: el paso, como consecuencia de la gran depresión, de una estructura social basada en pequeñas comunidades rurales a otro gobernado por la ciudad, entendida como el vértice de la corrupción, el mal y el crimen (tópico que en Estados Unidos estaba presente desde Thomas Jefferson). Vale decir, el pasaje de la economía mercantil y agraria a un capitalismo industrial de gran escala, liberando al individuo de las obligaciones comunitarias que caracterizan al hombre rural (por algo el antihéroe del cine negro nunca tiene un refugio, un hogar, y su actividad transcurre primordialmente en espacios públicos).
Se ha perdido el hombre común y sencillo, se ha perdido entre la multitud urbana (que, oh casualidad, por la misma fecha está llena de inmigrantes), pero a diferencia de Capra, que propone una restauración optimista sobre la recuperación de aquel hombre –permítase el neologismo– decimoñóñico, para el cine negro no hay vuelta atrás. Por ello su carácter oscuro y sombrío contamina también a los pueblos (La sombra de una duda), por no hablar de los márgenes (Sed de mal). El cine negro constituye, hasta cierto punto, una reacción contra los mismos cambios que convertirán a Estados Unidos en la gran potencia imperialista del siglo XX, y casi como una premonición alcanza a advertir que el modelo se extenderá al resto del orbe (Gilda, por ejemplo, transcurre en “Argentina”). No es aventurado, en esto, encontrar un vínculo con el otro gran género de Hollywood, el western.
Ahora bien, las pesadillas no dejan de ser sueños y, como bien enseñara un doctor vienés, todo sueño es un cumplimiento de deseo. El desamparo del detective, esa falta de un lugar de pertenencia que lo libera de toda atadura comunitaria, al mismo tiempo que oficia como fuente de angustia posibilita el escape de la vida doméstica, la oportunidad de convertirse en el aventurero capaz de hacer lo que sea cuando quiera, casi como un nene caprichoso. Como bien señalara Godard, este tipo de personaje encarna cierta noción adolescente de anarquía muy presente en el imaginario masculino: la libertad como la posibilidad de hacer literalmente lo que a uno se le antoja (sobre todo, agreguemos, blandiendo la pistolita). De hecho, el héroe del cine negro ve compensada su falta de hogar por una amplia movilidad que le permite acceder a cualquier ámbito, a todos los ámbitos, desde el más elegante hasta los bajos fondos. Paradójicamente, esa misma liberación de toda atadura permite la transformación de las otrora piadosas y redentoras mujercitas en féminas sórdidas, perversas y fatales, vale decir, la mayor amenaza que deba enfrentar el aventurero: las perdidas que lo llevan a la perdición.
El gran secreto del cine negro reside, así, en su doble interpretación de la realidad como espacio de amenaza y corrupción, pero al mismo tiempo espacio sobre el que es posible proyectar el propio deseo en bruto, libre de ataduras y restricciones basadas en solidaridades familiares o comunitarias. Por eso su atractivo no disminuye sino que resulta cada vez mayor, y el género se visita una y otra vez, a medida que la sociedad occidental avanza en su anulación de toda obligación para con el otro: porque alimenta la ilusión de que este mismo mundo que se presenta como pesadilla ofrece la posibilidad de cumplir todos nuestros deseos más egoístas, y es en este encuentro donde el cine negro resulta, al mismo tiempo, moralista y cínico, puritano y desvergonzado, reaccionario y anárquico, casi tanto como el neoliberalismo.
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