PARíS-MARSELLA: LOS AUTONAUTAS DE LA COSMOPISTA EN CINE
› Por Mariano Kairuz
“Hicimos este viaje como una manera de acercarnos un poco más a Cortázar”, dice Sebastián Martínez sobre el final de su película París – Marsella. Para entonces, Martínez acaba de terminar junto a su mujer, la fotógrafa Victoria Simón, un viaje por la autopista del sur que une los 800 kilómetros que hay entre la capital parisina y la ciudad mediterránea. Es decir, recién terminan de reproducir juntos el viaje que Julio Cortázar y Carol Dunlop hicieron a lo largo de 33 días en mayo y junio de 1982 y que relataron en Los autonautas de la cosmopista, el último libro de ambos (ella murió a fines de ese mismo año; Cortázar a principios del ‘84). La premisa, anuncian desde el principio, es seguir las mismas reglas que se había impuesto el escritor: no salir ni una sola vez de la autopista, “explorar cada uno de los paraderos, a razón de dos por día, pasando siempre la noche en el segundo sin excepción, efectuar relevamientos científicos de cada paradero, tomando nota de todas las observaciones pertinentes”; e “inspirándonos en los grandes relatos de viajes de los grandes exploradores del pasado, escribir el libro de la expedición”. Esto es, cambiando libro por película, máquina de escribir por cámara, aclara Martínez.
En el trayecto conocen a algunos personajes, aunque son todos contactos fugaces. Al principio, los “agentes de seguridad” de la autopista parecen seguirlos suspicaces (alguno los increpa invocando su “derecho a la imagen”: “¿Me estabas filmando? Quiero que borres la cinta”) pero más tarde se ganan su confianza. Dos de ellos se interesan en la experiencia: hace veinticuatro años que trabaja en la autopista, le cuenta uno a la pareja, así que probablemente vio a Cortázar y a Dunlop pasar por el peaje. “¿Vive ese escritor todavía?”. Pero algo no parece funcionar en la proyección libre del libro a la pantalla: si en el relato de Cortázar (que ahora vuelve a publicarse, por primera vez en casi un cuarto de siglo) las intenciones “épicas” del viaje, de vivir una aventura como las de los grandes exploradores de la historia, nunca son para tomárselas demasiado en serio, y todo tiene un tono lúdico y un sentido del humor, en la película desaparecen bajo la solemnidad de la voz en off y de los fragmentos del texto original leídos en francés. Ese espíritu y esa liviandad eran esenciales para la reali-zación del viaje y del relato: los autores, que ya estaban fatalmente enfermos, escribieron que “de alguna manera, probar que podíamos llevar a cabo ese viaje era probarnos que teníamos armas contra lo tenebroso, no sólo en sus grandes manifestaciones como la que acababa de dejarnos tan frágiles, sino también en sus expresiones más solapadas, la banalidad de las obligaciones cotidianas, esos compromisos que no significan nada en sí mismos pero que en conjunto alejan cada vez más de ese centro donde cada uno espera vivir su vida. Recibimos la enfermedad de Julio como una advertencia. No vivir su vida en lo que tiene de más real es un crimen, no sólo con respecto a uno mismo sino a los otros”.
A la vez, es probable que en lo que París-Marsella sí alcanza a expresar el libro que la inspira, es en su propuesta de un relato sobre la autopista donde lo que importa es lo que está al costado del camino; esos momentos en los que no se avanza; la sensación de que la autopista no es esa “banda de asfalto que tiende a dar a quienes la siguen –falazmente como se comprobará más adelante– la impresión de una continuidad ininte-rrumpida’”. O, como dice una crítica francesa citada en la presentación de la película, la idea de una especie de “anti-road movie”.
París-Marsella : sábados y domingos de mayo, a las 17, en el Malba (Av. Figueroa Alcorta 3415).
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