MODA> LAS CELEBRIDADES QUE VENDEN SU NOMBRE EN LAS ETIQUETAS
La tendencia empezó hace unos años, cuando algunos diseñadores consagrados aceptaron colaborar con grandes marcas de ropa producida en serie. Así, el hombre y la mujer de a pie se podían comprar un Laggerfeld o un Comme des Garçons por veinte dólares. Pero ahora, lo nuevo en la moda industrial es contratar a una celebridad, aunque no como modelo. Hoy, Madonna, Kate Moss, Scarlett Johansson y hasta Penélope Cruz firman colecciones sin riesgo que ni siquiera diseñan y para las que a veces incluso desempolvan modelitos viejos que guardaban en el ropero. Sin embargo, el fenómeno dice mucho sobre el estallido de ese imperio de agujas y dedales que alguna vez tuvo centro en París.
› Por Mariano Lopez Seoane
Ella dice que creó su primera colección para H&M pensando en la “mujer que trabaja pero quiere verse bien”. Todas las fotos promocionales la muestran en ambientes oficinescos y el video que se pasa por TV con frecuencia record la pone en el rol de directora de compañía (preside una mesa larga y laqueada). Pero veamos: kimonos de tela símil seda, camisas blancas, maxifaldas de tiro alto, vestiditos sin ninguna gracia que quieren recordar el campo. A la venta desde hace dos semanas en todo el mundo, la línea que diseñó la (ex) chica material invita al tedio y provoca desilusión. Entre la secretaria y la dominatrix (hay algo de cuero), la mujer de M by Madonna no tiene nada de la superestrella aparte de la firma. Claro que esto no implica que la apuesta de la megaempresa sueca haya siquiera rozado el fracaso: la ropa no vale un peso pero se vende como pizza de cancha y cualquier visitante de los locales donde se exhibe asiste a escenas de fanatismo o interés nada disimulado (el periódico londinense The London Lite señala que se vendieron 8 millones de libras esterlinas en una semana, cifra record, y que H&M ya le ofreció un nuevo contrato a la cantante). Este desvelo por un toque de fama ha despertado una serie de gestos afines que hoy constituyen una tendencia: la de adherir a una marca de consumo masivo las peculiaridades de un estilo personal, distintivo. Así, a M by Madonna le siguieron colecciones de Kate Moss para TopShop (el Zara del Reino Unido), Scarlett Johansson para Reebok y ¡Penélope Cruz para Mango!, entre otras. Jugada maestra, intuición genial, olfato para presentir los vientos cambiantes del consumo. Sin duda, pero también mucho más. En esta nueva artimaña el negocio de la moda se muerde la cola y vuelve a su pecado original: la creencia en el genio.
Desde hace décadas las grandes tiendas como H&M, Zara o Gap se llevan la parte del león de las ventas del negocio de la moda. Su presencia mediática (avisos en TV, en el cine, en el subte, en la calle, en la ruta) es la mayor por kilómetros. En pocas palabras, dictaminan lo que se pone el 90% de los consumidores, ofrecen el look dominante en una época o temporada. ¿Cuál es el secreto? Ninguno: las grandes tiendas ofrecen “básicos”, prendas desprovistas de personalidad, resultado de un proceso de adaptación y uniformización en el que reinan la lógica de la copia dilatada y el mandato de no pegar grandes saltos: se toma nota de las tendencias y se las simplifica para el consumo, se pulen los bordes más riesgosos, que pueden molestar o disuadir, y se llega a un producto standard, lavado, apto para todo público y, ¡fundamental!, mucho más barato que cualquier producto “de autor”. Este dominio de la gran tienda, la transformación de la indumentaria en uno de los productos más hot del capitalismo global, producido a escala masiva, es algo relativamente reciente. Y, curiosamente, en el origen de esta globalización del estilo y de una economía de la marca están los grandes maestros de la moda occidental; los insuperables, legendarios y personalísimos Chanel, Vionnet, Lanvin, Balenciaga. Claro que entre la fama mundial del trajecito Chanel en los 30 y la ubicuidad de una remerita Gap es mucho lo que se ha transformado: la moda dejó de ser una industria de lujo para convertirse en un fabuloso negocio manejado por las marcas de prendas masivas y, como resultado, la firma se ha disuelto en el aire. (Walter Benjamin sugiere que se hable de “pérdida del aura”. De hecho, además de ser un mantra teórico obligatorio para pensar el presente, “La muerte del aura” podría ser la etiqueta secreta de las prendas que se venden en todas estas grandes tiendas.)
Sin embargo, el plusvalor y el poder de atracción de lo lujoso nunca perdieron capacidad de arrastre. Y hasta las marcas más masivas y baratas buscaron maneras de reinyectarle cierto barniz de firma y de distinción a aquello que ya no puede tenerlo por el modo en que es producido. Y en estos días recurren a un barnizado muy simple: se le zurce el aura de una celebridad a una montaña de ropa vacunada contra la sorpresa. La línea de Madonna no deja mentir: consiste en la exhumación (para posterior copia y reproducción) de las prendas que la diva más valora en su ropero, prendas que ha conservado por años y de las que no puede decirse que huelan a naftalina porque sería demasiado benevolente. Por supuesto, a Madonna le importa un pito que la línea sea imponible y aburrida. Lo importante para ella y para Scarlett y para Penélope es estar en la moda porque desde fines de los ‘90 el significante moda parece funcionar como alegoría, metáfora o, directamente, sinónimo, de actualidad. En breve: estar en la moda es equivalente a estar a la moda y aquel que no está cerca de los circuitos de creación, producción o difusión de nuevos estilos parece no poder estar autorizado a exclamar ¡Yo soy el presente!
Si bien la tendencia de la firma celebrity choca como evidente, las tiendas hicieron un largo camino antes de dar con esta fórmula. El antecedente inmediato es la idea de “colaboración”, que se expandió como plaga en el mapa de la indumentaria hace menos de una década. En el origen estuvo la hoy legendaria colección de Karl Lagerfeld para H&M, a la que siguieron colecciones de Stella McCartney para H&M y Adidas, de Luella Bartley para Vans, de Comme des Garçons para Fred Perry, de Viktor & Rolf para H&M. ¿Qué hay detrás de la idea de “colaboración””? El diseñador “genio” le da su toque personal, artístico, a una marca de piezas impersonales, de básicos. Le inyecta su onda. Mimi Girma, directora del área femenina de Armani Exchange, habla de un “matrimonio perfecto”: “Es genial para todos. El diseñador obtiene publicidad y obviamente mucho dinero, mientras que el cliente paga poco por algo ‘especial’, diferente. ¡En H&M te llevabas un Lagerfeld por 20 dólares! Además la idea es que es algo exclusivo, porque las compañías no producen tantos ítems de estas líneas como de las tradicionales, entonces el cliente sabe que no todo el mundo va a tener ese Lagerfeld de 20 dólares. La verdad es que estas grandes tiendas últimamente habían perdido algo de su terreno y entonces tenían que ofrecerle algo más a sus clientes: ya no era suficiente ofrecer ropa barata y más o menos a la moda; tampoco bastaba con inundar la TV con avisos de varios minutos. Estas compañías necesitaban un plus y lo encontraron”.
La marca básica, democrática, recibe ansiosa la mácula de genialidad, arte, e incluso artesanía, que le da el creador aristocrático. Hasta el comprador menos informado quiere un gajo de alta costura, estar a menos grados de separación de la turbina original de la moda, la pasarela de los grandes desfiles en París, NYC y Milán. Pero, ¿qué pasa con los artistas o celebrities que concurren a esta cita? ¿Qué es lo que se modifica cuando en vez de Lagerfeld firma Madonna? En este punto, el periodista de moda Adrian Corsin (colaborador de distintos medios especializados y editor de Fashion Verbatim, un blog de culto que explota todas las posibilidades del medio: desde el seguimiento fotográfico del estilo de las celebrities hasta el análisis riguroso de las tendencias) introduce una consideración sociológica: “La diferencia entre tener una línea de ‘diseñador’ y tener una línea de una celebridad es también una diferencia de target. Cuando se pone a Lagerfeld en H&M, se busca atraer a los lectores de Vogue, W y Style.com (sucursal web de la editorial de Vogue), gente de plata e informada, mientras que con Madonna se apunta a los lectores de People, US Weekly y, en general fanáticos de la fama y no de la moda en sí”. El resultado: una colección mucho más fea y que nos hace padecer vestiditos que no llegan a manteles. El atractivo de la colección no está en su terminado ni en su calidad, sino exclusivamente en su intimidad con la fama: Madonna aparece como cosignataria de una colección y mágicamente eleva su estatuto, la despega del resto de los trapos agolpados en las perchas, le da un relieve especial. Lo que su firma le aporta a la colección, a la ropa, no es ya maestría en la confección o fantasía a la hora del diseño, sino simplemente un nombre. Nada más. Podría decirse que el nombre es el significante ‘onda’ en estado puro. El nombre transmite una sensibilidad especial, un gusto, un toque, que le contagia a la tela en blanco antes de haberse dado el primer punto o de haberse cosido el primer botón. (En sintonía con esto, el International Herald Tribune reporta que es muy poco lo que Madonna hizo en términos concretos por esta colección: ‘Básicamente me fijé en lo que tenía en mi guardarropa, sobre todo en los vestidos comprados en ferias’). Es esta cualidad intangible pero con efectos materiales bien palpables la que las grandes tiendas parecen perseguir.
La ansiedad de las grandes tiendas por recabar firmas, por aparecer cerca de Kate Moss, de Scarlett Johansson o de Penélope Cruz indica también un giro en las tendencias. Hace rato que el diseñador de alta costura no es el emperador del gusto, entronado en su palacete de París y dictándole a través de ondas sucesivas, como piedra en el agua, el guardarropas a toda la población mundial. La teoría que sostiene enervada la Miranda de El diablo viste a la moda (que hasta el suéter más berreta está determinado en sus colores y materiales, a través de una serie de transmisiones más o menos defectuosas, por lo que sucede en París en febrero y en octubre) no puede seguir esgrimiéndose sin reservas. Es la teoría aristocrática de la moda, y del gusto en general, según la cual las tendencias se originan en un centro validado y respetado, desde el que se van licuando hacia los bordes. Puede resumirse en una ecuación: en el centro Dior, un poco más hacia el margen Dolce & Gabbana y Versace, y al final, en la banquina, y dos o tres temporadas más tarde, algo como H&M, Zara o, en nuestras pampas, Bachino. En la moda, hoy, esto es simplemente falso: los fashion victims y aquellos que los rodean y los siguen prestan mucha más atención a lo que decide ponerse Kate Moss para salir a la calle que a lo que mandata París. Y así como están Kate Moss o Madonna, hay cientos de trend-setters, más o menos famosos, capturados con ansiedad frenética por las cámaras de distintas páginas de Internet, blogs con comentarios, fotologs analíticos, círculos de My Space, etc., etc. El centro de irradiación no se ha movido sino que ha estallado. Y hoy son muchos los que pueden atribuirse la capacidad de mandar sobre el gusto global. “Las teorías de la circulación de la moda que reposan en modelos verticales son completamente obsoletas”, continúa Adrian Corsin. “Ahora la circulación es mucho más orgánica, en el sentido de que la inspiración viene de todas partes. Digamos que hemos reemplazado una única Meca por muchos templos.” Los diseñadores ya no están solos, sino que comparten el fuego sagrado con ciertas celebrities perseguidas por paparazzi las 24 horas (asesoradas por estilistas hasta para salir a comprar la leche, chequear gemelas Olsen, que ¡oh sorpresa! están por lanzar su propia línea de ropa) y con los jóvenes que pueblan las páginas web que retratan la vida nocturna de las grandes capitales del mundo (Misshapes, CobraSnake), páginas que más de un diseñador confesó consultar en busca de inspiración (chequear en las fotos la acusación de “insipración plagiaria” del recientemente despedido diseñador de Dior Homme, Hedi Slimane, y Misshapes).
Ante todo, una aclaración: la Argentina sólo puede adoptar esta tendencia de manera defectuosa, simplemente porque las condiciones en que se produce indumentaria (y moda) en nuestro país difieren gravemente de las que reinan en los centros del capitalismo mundial. Así, no existen en la Argentina tiendas de “básicos” comparables a las que protagonizan esta nueva tendencia: los básicos en la Argentina son caros y el consumidor promedio no compra en Zara pensando que compra un ítem serializado sin mayor valor, sino que Zara, por su precio y presencia, adquiere todos los atributos de una “marca” (cosa que en el hemisferio norte no sucede). No importa. Salteémonos este detalle, que seguramente las compañías locales también se lo van a saltear, e imaginemos un par de escenarios: Valeria Mazza para Falabella (esto ya debe estar ocurriendo, piensen que Madonna pasó en una temporada de ser la cara de H&M a diseñar una colección); Dolores Fonzi para Paula Cahen D’Anvers (el sueño para la cheta moderna y cool); y, finalmente, ¿por qué no?, Araceli para Bachino. Bueno, ella siempre fue nuestra “Jenny from the block”, ¿no?
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