MúSICA > EL FOLKLORE DEL 2000
Entre el riesgo y la irreverencia, el respeto a la tradición y la investigación de sonidos diferentes, una nueva generación de folkloristas, entre los que se cuentan Mariana Baraj, Gaby Kerpel, el dúo Tonolec y Semilla, entre otros, están actualizando la música argentina en su entrada al nuevo milenio. Música electrónica junto a cantos aborígenes, versiones de temas de los Rolling Stones y hasta colaboraciones con el diseñador Martín Churba: el delicado equilibrio entre el conocimiento de las raíces y la necesidad de alejarse de los caminos más transitados.
› Por Juan Andrade
Hablar de “nuevo folklore” quizá suene un poco pretencioso y otro poco a figurita repetida. Es que el impulso de renovar la tradición de los ritmos criollos ya se detectaba allá por los ’60. Desde entonces, al menos una vez por decenio, el mismo rótulo u otros similares reaparecen cada vez que se pretende englobar a la última camada de artistas que aportan lo suyo para fusionar el latido propio de las coplas, las zambas y las chacareras con el pulso urbano del momento. Hecha la aclaración, podríamos decir entonces que en los últimos años emergió una variedad de grupos y solistas que están actualizando el lenguaje folklórico y empujando los ejes de su carreta en dirección al nuevo milenio.
Los exponentes de esta veta del folklore ’00 andan entre los veintipico y los treinta y tantos. Antes de meterse de lleno con el género, varios de ellos se foguearon en ambientes que van del jazz al rock, pasando por la electrónica. Y encontraron su propio rumbo inspirados en una ecléctica colección de discos en la que confluyen Yupanqui, Castilla-Leguizamón, Juan Falú, Liliana Herrero, Spinetta, Hermeto Pascoal, Chico Buarque, Peter Gabriel y hasta Café Tacuba. Así fue como desarrollaron una mirada personal sobre la música popular, cuyo punto de partida es un delicado equilibrio entre el conocimiento de las raíces y una necesidad casi imperiosa de alejarse de los caminos más transitados. Entre la investigación y el riesgo, digamos. O entre el respeto y la irreverencia.
Como sea, la exploración sonora que encabezan sólo se podría haber gestado aquí y ahora. La percusionista y cantante Mariana Baraj lo explica así: “Cada década tuvo un color bastante marcado, porque la época influye a la hora de hacer música. El elemento en común es el espíritu de búsqueda. Pero esta nueva generación pudo desprenderse de cuestiones relacionadas con la tradición, como algo muy marcado de lo que debe ser el folklore. Para poder hacer una cosa más integral, el concepto no tiene que ser cerrado. Está flotando en el aire la sensación de que no hay miedo a fusionar con otros estilos o a juntarse con gente de otros palos. Algo que, por ahí, en otro momento no hubiera caído tan bien”.
En la última edición del Festival de Cosquín, el dúo Tonolec subió al escenario principal acompañado por el coro toba Chelaalpi. Los chaqueños Charo Bogarín y Diego Pérez admiten que nunca hubieran imaginado que su particular mixtura de electrónica y música aborigen podía llevarlos a la plaza más tradicional del folklore nativo. “Sabíamos que íbamos a exponernos a la gran vidriera mediática del festival. Sin embargo, en menos de la mitad del primer tema, ‘Antiguos dueños de las flechas’, empezamos a escuchar aplausos del público. A partir de ahí, el disfrute fue total”, recuerda la cantante.
A pesar de la suerte corrida por Tonolec, no todos los músicos que se animan a desafiar las convenciones del género son recibidos de la misma manera. Un par de noches antes, otra dupla –la que integran Juan Quintero y Luna Monti– se presentó como número previo del cierre a cargo del ex Nocheros, Jorge Rojas. “Fue una experiencia rara, fiera. La gente quería escuchar nada más que a Rojas”, describe el músico tucumano. Para Mariana Baraj, que tocó en pasadas ediciones del festival como acompañante de Teresa Parodi y Marián Farías Gómez, el recuerdo es llamativamente similar: “Había una energía rara, muy fea. Siendo un lugar al que va gente de todo el país, podría tener un espíritu de encuentro verdadero. Pero está muy presente el tema de la televisación, de quién abre y quién cierra. Si te toca la misma noche que Los Nocheros, la podés pasar muy mal”, advierte. Pero enseguida agrega: “Igual soy partidaria de aprovechar este tipo de lugares, para demostrar que el universo del folklore no empieza y termina en Los Nocheros o el Chaqueño Palavecino”.
Si bien es cierto que en la plaza Próspero Molina el conservadurismo o los modelos exitosos pueden aparecer concentrados y elevados a su máxima potencia, la situación tampoco es ideal en ámbitos más reducidos. La música de los folkloristas modelo ’00 requiere más atención que participación del público. Por ende, no encaja en el molde de la arenga permanente: la revoleada de poncho y la argentinidad al palo les resultan definitivamente ajenas.
Quintero, que además de tocar con Monti es compositor, guitarrista y cantante de Aca Seca Trío, lo pone en estos términos: “Son muchos los lugares en los que nos gusta tocar con Aca Seca, pero prefiero nombrarte los lugares a los que les tenemos un poco de idea, que son las peñas y los festivales. Porque no hay una predisposición al silencio, ni tampoco un ejercicio de una escucha abierta. No digo que el ruido y el baile sean malos de por sí sino que, a veces, eso impide que la conexión entre el grupo y la gente sea verdadera. Pero no tenemos una identificación con un público determinado. De hecho, me gusta que nos den su opinión un tocador de chacareras santiagueño, el Flaco Spinetta o alguien más ligado a la música clásica”.
En el caso de Semilla, aunque pueden pasarla bien en una peña provincial, reconocen que se sienten realmente a gusto en la propia: en El Semillero hay guitarreadas, clases de bombo legüero, vino tinto y empanadas de ¡soja! “Tratamos de generar un espacio que tenga que ver con los pibes de ciudad que se copan con el folklore y el rock”, describe la vocalista Bárbara Palacios. Completa el percusionista y baterista Camilo Carabajal, heredero de la dinastía santiagueña: “Por un lado están las bandas de rock y por el otro los grupos de folklore. Bueno, Semilla es una banda de folklore. Por más que nos guste que la gente baile una chacarera, también nos gusta que rompa con la estructura de ese baile”. De todas formas, su versión de “Paint it Black” de los Rolling Stones, cuya traducción de entrecasa es “El gatito rolinga”, suele ser bailada con ganas por los gauchos y las chinas de la Feria de Mataderos.
Esta corriente folklórica sintoniza de alguna manera con expresiones provenientes de otras disciplinas, como el diseño de indumentaria y accesorios o la gastronomía: las alpargatas y las bombachas de gaucho pensadas desde un enfoque urbano, de un lado; los platos típicos de la cocina autóctona con firma de chef, del otro. Valen como ejemplo de lo primero algunos productos de la marca con sede palermitana Humawaca, como la cartera “Tilcara”, que parecen evocar el imaginario del Noroeste desde una óptica contemporánea y cosmopolita. El lema de la marca lo dice todo: “Accesorios de cuero con identidad nacional y diseño de exportación”. No por nada entre las piezas de la colección Destination Buenos Aires, que se exhiben en la tienda del MoMA neoyorquino, se destaca la mochila BKF diseñada por Ingrid Gutman, de Humawaca.
Aunque por motivos fortuitos, la colaboración entre Mariana Baraj y Martín Churba también remite a Nueva York. El autodefinido “artista textil” visitó a su hermano en la Gran Manzana y se trajo varios compilados caseros, entre los cuales había varios temas de la solista. “Fue mágico lo que pasó, porque yo venía siguiendo su laburo y tenía muchas ganas de poder hacer algo con él. Martín es un investigador por naturaleza, está todo el tiempo creando y buscando nuevos materiales para desarrollar su obra. Por eso sentía que había elementos en común, por esta cosa de la fusión y de no tener miedo de buscar por otros lugares”, define Baraj. Churba la convocó para tocar en el desfile de Tramando con el que presentó “Monte”, aquella “sofisticada colección telúrica” para la primavera/verano ’06 basada en personajes como el gaucho y la china, y en texturas como la alpaca y los tejidos de telar. Una semana después de pasar por el Fashion Buenos Aires, las prendas acompañadas de coplas ancestrales desembarcaron en la feria Rooms de Tokio. “El trabajo de Martín tiene un peso y una profundidad tan grandes, que en todo momento sentí que era un aprendizaje”, recapitula Baraj.
Casi todos los protagonistas de esta nota se formaron como músicos en los ’90, en pleno proceso de globalización y con la denominada world music como banda de sonido. O sea: crecieron sabiendo que el folklore local y sus distintas vertientes ocupaban un punto en el mapamundi de los ritmos étnicos. Por eso viven con cierta naturalidad el interés que sus propios discos pueden despertar en lugares tan remotos como impensados. Señala Baraj: “Lo que cada uno hace tiene que ver con la información que pudo adquirir. Por ahí las generaciones anteriores no tuvieron tanta relación con lo que pasaba en otros lados. Ahora es más fácil acceder a la información, hay una cosa que fluye. Y está bueno: eso enriquece al género, lo hace crecer”. Fulvio Paredes, guitarrista y cantante del grupo argentino-chileno La Tregua, coincide vía e-mail: “Sin duda, cuantos más estilos conocés, más rica es la síntesis que obtenés: el lenguaje es más rico a partir del contacto con el otro”.
El trío que completan Alfonso Pacín (guitarra, violín y voz) y el percusionista trasandino Sebastián Quezada se formó entre París y Bruselas. Y grabaron su primer disco, No hagan bandera, en el estudio de Pacín en Romainville. Si bien tocaron en Buenos Aires, Córdoba y San Luis, la mayor parte de las presentaciones de La Tregua fueron en el Viejo Continente, adonde se radicaron hace años. “Estamos contentos porque el público recibe nuestros experimentos de fusión con gusto. Hemos tocado en varios países y en festivales de todo tipo: podemos participar sin problemas en el circuito de la world music”, escribe Paredes.
Pionero a la hora de mixturar el caudal musical del Noroeste argentino con las herramientas digitales, Gaby Kerpel está cómodo en un sello como Nonesuch, compartiendo catálogo con el guitarrista de Mali, Ali Farka Touré, y con los cubanos de Buena Vista Social Club. Su álbum de electro-bagualas Carnabailito fue editado primero en el país y más tarde, en 2003, llegó a las bateas de la aldea global. ¿Cómo se lleva con la etiqueta de world music? “Bárbaro. El disco tuvo buenas críticas también afuera. Me invitaron a programas de radio especializados. Para ellos, es música argentina. Obviamente, para un folklorista no es folklore ni en pedo. Pero yo tomé la decisión de simplificar conceptualmente y decir: ‘Esto es folklore’. Aunque nunca tuvo salida por ese lado, ni me interesó que la tuviera: no porque lo defina de esa manera quiere decir que pretenda llegar a Cosquín. Igualmente, sé que a gente como Jaime Torres le gustó.”
Para Quintero, probar con Aca Seca el circuito de las músicas del mundo sería una especie de desafío. “Me gustaría hacer esa experiencia alguna vez. Sé que hay gente que no está de acuerdo con esa cuestión, por razones ideológicas, sobre todo si se plantea como una música sin territorio cuyo valor es nada más que lo exótico. Pero no es así: la música tiene que valerse por sí misma. Si no, cazamos un poncho y listo.” Por su parte, Baraj ya participó en varios festivales de música étnica europeos. Entre enero y febrero últimos anduvo de gira por España con su “Pachatour”. Además de tocar en festivales de percusión junto a colegas franceses o brasileños, también dio conciertos sociales en escuelas. Pero hubo uno en particular que todavía la conmueve al evocarlo: “En un pueblito, Valls, toqué en un asilo de ancianos pobres, que sólo hablaban catalán. Iba con un traductor, que les contó que mi repertorio está basado en el trabajo de Leda Valladares. Ella también está en un geriátrico, así que era como un homenaje. Y fue re-loco, porque en un momento estaba cantando ‘Los ejes de mi carreta’ y empecé a escuchar voces. ‘Estoy como Juana de Arco’, pensé. Y de pronto veo que unos viejitos la estaban cantando en español. Fue un flash. Porque ahí te das cuenta de que la obra de Atahualpa es universal”.
“Antes de empezar con Tonolec, estábamos sumidos en el mismo desconocimiento que un montón de chaqueños: no sabíamos que a la vuelta de nuestras casas había una comunidad toba. Con su forma de vida, con sus tradiciones, con sus cantos ancestrales. Tan cerca y tan lejos”, ilustra Charo Bogarín. Con otro nombre, el dúo componía canciones de pop electrónico que los llevaron a ganar un concurso en MTV y a recorrer Europa. Agrega Diego Pérez: “Pero el viaje, la ida, el regreso, la crisis de 2001 y quién sabe qué más nos hicieron ver que lo que hacíamos se podía hacer en cualquier lugar del mundo”. Después de dos años de sumergirse en la cultura aborigen, de mezclarse en sus rondas de canto y baile, y de adaptarse a sus tiempos y sus silencios, arribaron a la síntesis que puede escucharse en su disco debut. “Los cantos ancestrales le dan vida a la electrónica”, explican.
La manera en que cada uno de estos grupos y solistas se conecta con las raíces, obviamente, varía en cada caso. Aunque los Semilla también recuerdan al estallido de diciembre de 2001 como un punto de partida. “Fue como una revolución; yo estaba con Camilo, tenía un bebé y me agarró una necesidad de aferrarme a algo más nuestro”, recuerda Bárbara Palacios. La banda que terminó de formarse a fines de aquel año tiene, según el guitarrista y cantante Juan Caballero, “un sentimiento folklórico y un sonido más emparentado con el rock: nosotros le decimos chacarera hardcore”.
El 10 y 17 de mayo Tonolec
se presenta en La Vaca Profana,
Lavalle 3683. Entradas $12.
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