TEATRO > UNA OBRA CON CHICAS DE 12 Y 13 AñOS
Siete nenas de entre doce y trece años se suben al escenario con dirección de Verónica Schneck —su profesora de teatro— para Nos tenemos a nosotras mismas, una puesta en la que se mezclan el juego, las canciones pop que se cantan abrazadas y a gritos, charlas sobre los derechos de las mariposas negras, la ortodoncia y la incomodidad del cuerpo recién crecido. Pero como el objetivo final de las mujercitas es matar a la Señorita, todo deviene en una extraordinaria historia de terror, que mucho tiene que ver con el vértigo pavoroso del fin de la infancia.
› Por Mercedes Halfon
En una de las primeras escenas de Las vírgenes suicidas de Sofia Coppola, la más pequeña de las depresivas hermanas Lisbon, luego de su primer intento de suicidio, es obligada a tratarse con un psiquiatra que en el film interpreta Danny DeVito. Ante la pregunta de por qué hizo aquello, qué problema tan grave podía tener una niña de 13 años que la empuje a cortarse las venas, la nena responde mirándolo fijo con sus ojos de pozo sin fondo: “Lo que pasa, doctor, es que usted nunca ha sido una niña de 13 años”.
Si a esa estética de fetiche femenino preadolescente estilizada y triste que circulaba en la película de Coppola le apretamos el botón de fast forward, probablemente tengamos algo muy parecido a Nos tenemos a nosotras mismas. Siete nenas de doce y trece años que dirigidas por otra chica –más grande y que fue su maestra de teatro– arman una obra donde el argumento, algo siniestro e hiperteatral, se mezcla con lo inevitablemente documental que es verlas a ellas hablar, cantar, bailar, tirarse en el suelo a dibujar o ponerse un vestido de fiesta. Cada una de las nenas tiene nombre de personaje y sobrenombre “de guerra”, y están juntas en un garaje con un objetivo que queda claro desde el principio: matar a la Señorita. El plan para llevarlo a cabo es tan complicado y absurdo, que en eso se demoran toda la obra. Una infusión, un “tecito” envenenado será el arma para perpetrar un crimen que debe ser ensayado y ensayado en un juego hipercodificado, como lo son los de las nenas a esa edad; lleno de palabras clave, actitudes predeterminadas, roles no intercambiables y también angustias, peleas internas, momentos de celebración.
El proyecto de meter siete nenas en el epicentro de la escena off –la obra se dará en El Camarín de las Musas– surgió de la actriz devenida directora Verónica Schneck, mientras las veía actuar en la muestra de fin de año de su taller. Ella cuenta: “Todas son alumnitas mías desde que eran muy chicas, primero en su escuela y después aparte. En la muestra las vi tan tomadas, transpirando, con sus ortodoncias puestas, con la poción envenenada en la mano que les temblaba diciendo: ‘Señorita, su té’, y dije: o me hago la tonta y dejo pasar esto o empiezo a pensar un poco qué hacer”.
La idea ya venía dándole vueltas en la cabeza desde hacía tiempo: “En el taller se había armado un espacio de mucha intimidad. Eran todas chicas y lo teatral estaba muy atravesado por lo que eran ellas; llegaban y empezaban a hablar y sus discursos eran muy atractivos para mí. Hablaban de las fiestas, los vestidos, eran muy crueles. Yo pensaba cómo sería algo hecho por ellas para un adulto, pero desde su punto de vista”. En ese proceso se embarcó durante un año, ensayando, escribiendo, anotando como loca los accesos de lucidez de las niñas, cuando pasadas de rosca divagaban sobre la libertad de las vacas, o los derechos a la identidad de una mariposa que por ser negra se hace amiga de Martin Luther King. Todos esos textos están en la obra, que oscila entonces entre situaciones de delirio basadas en el habla preadolescente, y situaciones de distanciada teatralidad donde esta pandilla de usadoras de zapatillas All Stars funciona como una tribu primordial posmoderna que planea el asesinato de la mujer que las somete.
Hay una innegable potencia en la imagen que da la conjunción de nenas en escena, y que pareciera revelar o marcar con flúo otra cosa: la bella deformidad del cuerpo femenino a esa edad y el desmesurado dramatismo que le es propio a esa transformación. Verónica dice: “Todo ese mundo era interesante y distorsionado. Es una edad medio Ezeiza: te estás yendo pero no llegaste a otro lado, estás ahí con la mochilita, tenés tetas y aparatos en los dientes. Y eso es terrorífico para el adulto, por eso el preadolescente es casi obligado a consumir cosas tontas, como si fueran tontos, se los vela con títulos de este tipo porque en realidad dan miedo, sus planteos, sus metáforas, sus inquietudes existenciales, sus llantos. El adulto no sabe qué hacer con todo eso”.
La idea de lo terrorífico de esa edad, que no sea claro lo que significa “ser una niña de 13 años”, es tomada en la obra de forma literal. Matar a la señorita es la meta y la obra se convierte en una película de terror clase B. Hay truenos, suspenso, un ring espeluznante de teléfono que suena y que nadie quiere atender. Las maneras del cine clase B se acercan al teatro de bajo presupuesto y se alejan de la imagen edulcorada de las preadolescentes que estamos acostumbrados a ver en productos de, por ejemplo, Cris Morena. Dentro de esa misma clase B está el playback de No Doubt con el que cierra la obra. La canción, “Don’t Speak”, con su desmesurada melancolía, fuerza por empatía pop la aparición de la verdadera imagen de los 13 años: cantar y llorar con una canción, de la que no se sabe muy bien todavía el significado.
En El Camarín de las Musas,
Mario Bravo 960, los domingos a las 20.
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