NOTA DE TAPA
El martes que viene se cumplen cien años del nacimiento del belga Georges Rémi, más conocido como Hergé, el padre de Tintín, el héroe clásico de la historieta franco-belga. Reivindicado como modernista por los seguidores de su línea clara, acusado de colaboracionista durante el nazismo y considerado por De Gaulle como único contrincante en el corazón de los franceses, Hergé dejó una obra admirada por varias generaciones de lectores, escritores y dibujantes. Por eso, Radar convocó a varios dibujantes argentinos para que lo homenajeen a su manera.
› Por Rodrigo Fresán
Contrario a lo que se afirma, no es que uno esté regresando todo el tiempo a la infancia sino que es la infancia la que vuelve todo el tiempo sobre uno. La infancia como una de esas olas que parecen salir de la nada y que nos derriban y que —riendo y tragando agua— nos hace pensar en el remolino de lo que fue y, de pronto, de lo que es otra vez.
Todo esto para contar que, por motivos que no vienen al caso, una amiga (gracias, Florencia) acaba de regalarme (en realidad no es un regalo exactamente para mí, es un regalo para otro, un obsequio a futuro) la colección completa de Tintín. Digamos que más que el regalado vengo a ser algo así como el depositario del objeto, el administrador, el tutor que —como en esas novelas góticas— de inmediato procederá a aprovecharse del legado que no le pertenece. Y tengo que confesar que —superada la excitada felicidad de ver todos esos libros de formato inconfundible— surgió un cierto temor sagrado, ancestral. ¿Qué pasaría al abrirlos? ¿Sería fulminado por el placer de una epifánica onda expansiva surgiendo del estallido de esas páginas recuperadas? ¿O no me pasaría absolutamente nada? ¿Coincidirían mis recuerdos más o menos desdibujados con la realidad de estos dibujos de línea clara?
Hace unos meses, sí, me había emocionado al ver fotos de la megaexposición conmemorativa en el Pompidou (con una réplica a tamaño natural de ese cohete pintado con los colores y el cuadriculado de un mantel) y tiempo atrás había leído esa magnífica y extraña novela de Frederic Tuten —Tintin in the New World, con la homenajeante portada pop de Roy Lichtenstein y su “Tintín leyendo”, con Matisse en la pared, que semanas atrás vi colgado en Madrid— donde las peripecias del muchacho lo llevaban al hospital de La montaña mágica de Thomas Mann y al corazón de la misteriosa Clavdia Chauchat. Pero estas dos “exploraciones” no dejaban de ser sentimientos adultos, sonrisas maduras ante una buena idea del presente que nos transportaba, por un rato, a contemplar, desde los filos del borde y sin soltarnos de la barandas, los abismos sin fondo del ayer.
El primer descubrimiento/sorpresa fue que —contrario a lo que yo pensaba— no había leído todas las aventuras de Tintín. De modo que, me dije, mejor empezar por lo desconocido y acercarme cautelosamente a lo favorito, a lo que mejor recordaba, a lo que no he podido ni querido olvidar. Así, leí los para mí inéditos Las siete bolas de cristal, Stock de Coque, el postrero Tintín y los “Pícaros” (donde por primera vez se pone blue-jeans y lleva un signo de la paz) los elegantes bosquejos del inconcluso Tintín y el Arte Alpha y volví a no leer La isla negra (que nunca pude conseguir y que, con esa solemnidad de los niños, me juré no leer nunca porque así lo quería el destino y por cábala, ahora, así lo sigue queriendo).
Y, claro, lo primero que descubrí —por más que las aventuras eran emocionantes y los guiones buenos y permanecía la magia del dibujo elegante y los colorcitos brillantes— es que uno, de grande, lee y mira de manera tan diferente a cómo lo hacía cuando era niño. En nuestros primeros años de lector nos la pasamos releyendo, estudiando, penetrando y atravesando, mirando fijo con pupilas de rayos X. Ahora, en cambio, yo iba rápido y sin pausa, como flotando.
Decidí que, entonces, lo mejor —lo verdaderamente decisivo— sería volver sobre mis títulos favoritos. Y ahí seguían, ahora regresaban: Los cigarros del faraón y su continuación en El loto azul (donde aparecen por primera vez los torpes policías Hernández y Fernández y/o Dumont y Dupont), El cetro de Ottokar, El cangrejo de las pinzas de oro (donde aparece por primera vez el capitán Archibaldo Haddock), La estrella misteriosa (con su muy criticado judío malhechor), el díptico que conforman El secreto del unicornio y El tesoro de Rackham El Rojo (donde aparece por primera vez el profesor Silvestre Tornasol con su péndulo) y (alguna vez vi una foto del Dalai Lama siguiendo fascinado esta aventura) el extrañísimo y casi zen Tintín en el Tíbet.
Y magia, milagro, etcétera y —parafraseando a la gran diva operística Bianca Castafiore— “El gozo me rebosa...”
Todo estaba ahí, en su sitio, tal cual lo había dejado hace demasiados años: la recámara de los momificados y la droga que enloquece, la mágica irrupción de las planchas enciclopédicas contando la historia de Syldavia, el delirio alcohólico de Haddock y esa viñeta a toda página con el capitán y Tintín perdidos en el desierto, el profeta apocalíptico anunciando el final de todas las cosas por las calles de una ciudad ardiente, la araña sobre la lente del telescopio, los científicos mareados, el submarino con forma de tiburón, la paradoja de ir hasta el fondo del mar y los confines del mundo para buscar un tesoro que todo el tiempo estuvo en casa, la alegría de súbitos bailecitos à la tra-la-la-la-lá y la tristeza del Yeti contemplando desde la última viñeta cómo se alejan los aventureros.
Aquí y ahora, también es cierto que puedo intentar otras y nuevas aproximaciones. Puedo pensar en cómo la compulsión internacionalista de Tintín proviene de ciertos destellos del Kim de Rudyard Kipling y anticipa al nomadismo sin fronteras del Corto Maltés. Puedo enterarme de que la rareza sin villanos de la aventura por los Himalayas se debió a una crisis existencial de Hergé y a pesadillas en las que era atormentado por el color blanco. Puedo preocuparme o no por el pasado colaboracionista del dibujante. Puedo hacer una lectura más puntillosa del controvertido y fundante Tintín en el país de los soviets y de esa apología del colonialismo que es el posteriormente retocado Tintín en el Congo, y del cambio ideológico que experimenta el personaje en Tintín en América denunciando el maltrato a los pieles rojas. Puedo interesarme por los rasgos biográficos y autobiográficos del personaje (y de los muchos guiños a amigos en las viñetas y hasta investigar las afirmaciones de un dirigente fascista, Leon Degrelle, quien se ufanaba de ser el modelo vivo para el joven del jopo). Puedo divertirme con la fascinación latinoamericana del héroe. Puedo reírme con la feroz parodia turística/sexual Tintín en Tailandia o divertirme con los que le exigen que salga, ya, del armario (para que Rufus Wainwright, pienso, pueda dedicarle un ciclo de canciones sobre sus idas y vueltas bajo el título de Tintín y la Hermandad del Tercer Sexo o algo así). Puedo teorizar que la dupla Tintín/Haddock en realidad funciona como una suerte de Jekyll/Hyde. Puedo preocuparme por los nombres y apellidos de los escasamente acreditados colaboradores de Hergé (Edgar Pierre Jacobs, Bob de Moor y Jacques Martin). Puedo inquietarme por que el autor haya bautizado al perro de Tintín con la contracción del nombre de una novia (Marie-Louise = Malou = Milou). Puedo analizar los perturbadores y recurrentes malos sueños del personaje. Puedo maravillarme por la idea de los historietistas Stanislas Barthélémy & Jean-Luc Fromental & José-Lous Bouquet quienes cierran el círculo entre criatura y creador con Las aventuras de Hergé. Y hasta puedo preguntarme por el insoluble misterio de que Tintín sea un periodista sin edad precisa que, hasta donde yo sé, nunca trabaja o envía una nota a sus jefes en la redacción de Le Petit Vingtième.
Pero lo que prima y prevalece —descubro y redescubro, feliz— es aquella primera alegría: la sensación de meterme dentro de esos dibujos, de viajar a tantas partes, de sentirme parte del asunto. Como siempre, como entonces. Preguntándome qué irá a pasar después aunque ahora tenga perfectamente claro lo que sucederá. Lo que ya dije: nada ha cambiado, todo permanece. Tintín sigue siendo sinónimo de viajar, de salir, de irse de casa.
Y, sí, de regresar.
Y yo —como entonces— sigo odiando con todas mis ganas a ese maldito fox-terrier blanco y parlante.
Por Martin Perez
Tres millones de ejemplares por año. Esa es la cantidad que sigue vendiendo Tintín en 50 países y en más de 40 idiomas, a 24 años de la muerte de su autor, y 31 años desde la publicación de la última de sus 23 aventuras. Cantidades que se multiplicarán si llega a buen puerto el arreglo hecho público esta semana entre Steven Spielberg y Peter Jackson para llevar la obra de Tintín al cine, en tres películas en las que los personajes serán animados al estilo Gollum en El señor de los anillos. A medio camino entre el mundo de la fantasía y el real, digamos. Algo que siempre detentó, aun a su pesar, la obra del belga Georges Rémi, más conocido como Hergé. Fanáticos confesos como el propio Spielberg, el general De Gaulle e incluso el corresponsal de guerra Jon Lee Anderson han sido seducidos por el cruce entre las aventuras y ese mundo real al que intentaba llegar Hergé con sus historias rigurosamente documentadas, recorriendo el mundo sin haberse movido nunca demasiado lejos de su mesa de dibujo.
Fueron el mundo y la Historia con mayúscula los que se acercaron en realidad hasta él. Al compás de esa realidad que siempre pareció imponérsele, Hergé —que ingresó al mundo de las tiras diarias de la mano de un líder religioso de la derecha belga— fue antibolchevique en una primera aventura ambientada en Rusia, colonialista acérrimo en Tintín en el Congo, e incluso veladamente antinazi en El cetro de Ottokar, y Tintín en el país del oro negro, la historia que estaba dibujando cuando Alemania invadió Bélgica, y que sólo completaría después de la guerra. Para seguir trabajando luego de que la ocupación cerrase Le petit vingtième, Hergé mudó su tira al diario colaboracionista parisino Le Soir, y eso aseguró su popularidad, pero también selló su destino luego de la liberación, encarcelado tres veces y tres veces liberado. Atravesó un calvario que duró dos años, hasta que un editor dueño de un inmaculado pasado en la Resistencia le abrió la puerta a lo que luego sería su imperio. Aun cuando sus historias fueron expurgadas en sucesivas reediciones —y algunas de ellas nunca incluidas en el canon oficial, como la iniciática Tintín en el país de los Soviets—, ese pecado original quedaría incluido para siempre en su historia. Como muy bien se cuenta en el apasionante documental Tintín y yo (2004), del danés Anders Ostergaard, Hergé recién lograría liberarse totalmente de los lazos con aquel pasado cuando se divorció de su mujer, que había sido la secretaria de su mentor de la derecha religiosa. Crisis personal y subsecuente liberación que se reflejan, sucesivamente, en Tintín en el Tíbet (1960) y Las joyas de la Castafiore (1963). Con el paso del tiempo —y de los álbumes—, Hergé pasaría a identificarse, en vez del idealista Tintín, con el más prosaico Capitán Haddock. Algo que queda en evidencia en Las joyas..., en que la aventura nunca sale del castillo del Capitán, y donde Hergé —como le confesó al periodista Numa Sadoul— se burló de su mujer con el personaje de la Castafiore.
Eterno adolescente, asexuado y grado cero del dibujo cuyo rostro es apenas un círculo con jopo, Tintín terminaría encarnando mejor que ningún otro personaje la más clásica escuela franco-belga de historieta, tercera escala para los amantes del género luego de las tiras de diarios norteamericanas y sus superhéroes. Por eso es que, cuando la historieta francesa tuvo su propio mayo del ‘68 con la revolución de los hippies desaforados de Metal Hurlant en los ‘70, la línea clara que encarnaba Hergé funcionó como contrarrevolución, disfrazada en los ‘80 de modernidad y avant-garde. Acción y reacción llegaron a lectores porteños casi al mismo tiempo y en la misma revista, mientras se distribuyó en los quioscos locales la versión española de la Metal Hurlant, que reunió lisergia y línea clara bajo la misma portada. Pero por estas pampas es verdad que aquellos viejos álbumes con lomo de tela de Tintín siempre fueron una elección algo más sofisticada que los populares Astérix o Lucky Luke, por nombrar a dos de sus compañeros en la trinchera franco-belga. Y ni hablar de otras opciones en un país lleno de historietas. Después de todo, es en la tradición local donde abrevó la continuidad de la revolución europea de los ‘70, de la mano de un trasplantado Hugo Pratt, pero también de firmas como José Muñoz, Carlos Sampayo y muchos más. Tiene razón Muñoz cuando dice que los dibujantes pasan y los dibujos quedan. Las aventuras de Tintín —y sus apasionantes personajes secundarios, como Haddock, Milú, el profesor Tornasol, Hernández y Fernández, y siguen las firmas— siguen siendo eso: aventuras. Todo se puede leer en ellas, incluso eso que Hergé jamás puso ahí. Pero ahí queda. Para siempre. Y por suerte.
Por José Muñoz
Mi infancia no fue demasiado expuesta a los productos narrativos de la escuela belga de historietas, el trabajo de Hergé (y de Jacobs...) lo conocí ya grande, en Europa. M-mm-m... ¡No! Ahora que me acuerdo, Don Héctor Oesterheld, allá lejos y hace tiempo, me mostró una página de Tintín, que aparecía en la revista Billiken, publicación de la conocida y progresista Editorial Atlántida, diciéndome que era posible meter diez mil cuadritos por página, contra mi convicción artístico-artesanal que, ayer y hoy, siempre lucha por obtener espacios para el buen dibujo. Me callé y me fui, un poco indignado. Pero las estampillas que había visto me impresionaron gratamente. Más tarde, ya del otro lado del charco, pude mirar y leer Tintín con calma. Me gustó su claridad de cuento adolescencial, la ingeniosidad de las excusas narrativas, las perfectas pinturitas de los personajes, la ambientación, el respiro aventurero. ¡Gran entretenimiento! Otra escuela, otra mirada. Mirada teñida a veces de euro o belgocentrismo, con aproximatividades raciales al gusto de esa terrible época, con los nazis cometiendo maldades por las calles de Europa. Georges Prosper Rémi (el verdadero nombre de Hergé) fue acusado de colaboracionista, tal es así que en 1946 pensó de emigrar a la Argentina... ¿Cuál hubiera sido su aporte a nuestra infancia? Notable, sin lugar a dudas... Pero dejemos sola a la Historia (que se devoró a Don Héctor) y volvamos a la historieta, ¡caracho! Hoy Europa construye una narración que la presenta unida, narración con la cual trata de combatir la estupidez regional y asesina que la consumió internamente durante mil años y que exportó con entusiasmo. Pero no es Europa la inventora de la violencia y la injusticia, éstas ya existían entre nosotros. No todo está perdido, el deseo de narrar, el deseo de dibujar, el deseo de inventar sentido, continúa. Hace pocos días, en el Centro Pompidou, pude ver de cerca los originales de Le Lotus Bleu y la emoción me invadió... Pienso, con Fontanarrosa, que los dibujantes pasan pero los dibujos quedan. Y, además, un buen trabajador inventa y dibuja al siguiente. Ejemplo: a partir de Hergé se desarrolló Joost Swaarte. Si uno labura bien, la obra continúa en otros, y así rendimos homenaje a quienes nos parieron. ¡Chapeau!
Por Maitena
Cuando yo era chica en mi casa estaba prohibido leer historietas. Había que leer libros, o enciclopedias, o revistas como El Correo de la Unesco, o Life, pero las revistas de historietas eran consideradas basura. Sin embargo, la única excepción eran los libros con Las aventuras de Tintín. No sé si porque mi padre compartía con Hergé una marcada inclinación hacia la derecha o por qué sería —¿porque venían en tapa dura como los libros?, ¿porque eran de Francia?— pero la cosa es que los libros de Tintín se podían leer en el living, lo cual me resultaba increíble, porque yo estaba acostumbrada a leer las revistas mexicanas de historietas a escondidas. Leer una aventura de Tintín era como meterse en una película; el relato gráfico era tan minucioso, los dibujos tan reales, que todo parecía estar pasando ahí mismo ante tus ojos; podías ver la profundidad de los paisajes, recorrer las mansiones, viajar a los lugares más remotos, escuchar las voces de todos y en todos los idiomas, y también sentir el silencio o el peligro...
Siempre me sorprendió cómo Hergé lograba que sus personajes fueran tan expresivos con sólo dos puntitos negros como ojos. Y cómo dibujaba la ropa, y la gracia con la que todos caminan o hablan por teléfono. Pero de todas las virtudes de su dibujo, la que más me conmueve es la ternura, la delicadeza con la que apoya a un héroe como Tintín sobre unos tobillitos finitos como dos chorritos de soda. Y cómo le otorga a un perrito blanco al que dan ganas de comérselo —qué lindo es Milou— la personalidad del perfecto compañero de ruta.
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