Dom 20.05.2007
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DVD > “EL HOMBRE DEL AñO”: ¿HAY VIDA AFUERA DEL BIPARTIDISMO?

Yo, presidente

› Por Mariano Kairuz

Un comediante llega a presidente. Estados Unidos sabe de ex estrellas del cine que se convierten en jefes de la nación, e incluso de estrellas vigentes que se convierten en gobernadores de uno de los estados más ricos del país. Pero en El hombre del año, la nueva película de Barry Levinson, una de las peores pesadillas de muchos se hace realidad durante casi dos horas: Robin Williams, con su rutina cómica de stand-up y su frenética secuencia de imitaciones, llega al Salón Oval de la Casa Blanca. ¿Cómo? ¿Por qué? Williams interpreta a un humorista televisivo especializado en política —al estilo de Jon Stewart, a quien en la Argentina se puede seguir por CNN—, quien en plena temporada electoral lanza al aire la posibilidad de presentarse como candidato. Parecía una broma, pero de golpe el público le responde y lo aclama y, media hora Hollywood después, el tipo que hacía chistes en la televisión es uno de los hombres más poderosos del planeta.

Una idea bestial subyace a esta tremenda premisa argumental: que hay un electorado muy ignorante, incluso un poco idiota, y desarmado ante el sistema político. Que el electorado norteamericano actual quizá se parezca demasiado al más pasivo de los públicos televisivos. Una estrella de la pantalla de pronto parece encarnar la gran esperanza blanca para una nueva era política, una política de transparencia total. El personaje de Williams formula sus críticas tanto al Partido Republicano como al Demócrata, señalando lo irrefutable: que no hay verdaderas diferencias entre un partido y otro. El hombre del año arranca, de esta manera, como un comentario salvaje sobre el estado de la política interna norteamericana; y mejor todavía, como una fantasía del descalabro absoluto, un brutal e increíble que se vayan todos. Y con esa premisa, al menos durante un rato, Levinson y Williams (que ya habían trabajado juntos en Buenos días, Vietnam) se divierten imaginando las posibilidades disparadas por la tesis de la aparición abrupta de un “tercer candidato”, del presidenciable sin dobleces. El futuro presidente no espera a que sus contrincantes o la prensa escarben en su biografía en busca de trapos sucios: se los ofrece él mismo (es cierto que son asuntos menores: la vez que recurrió a una prostituta, etcétera). Como si todo ocurriera en una dimensión paralela, la política de la honestidad absoluta parece al menos por un momento dar resultados, y el comediante-presidente lanza en público un par de verdades ineludibles, a las que él tampoco podrá escapar cuando asuma funciones: “No podés gastarte 200 millones de dólares en la campaña y después no deberle nada a nadie”. Cuando el presidente suba al poder, ahí van a estar las compañías petroleras, la industria farmacéutica y demás auspiciantes, para cobrarse sus deudas. Pero ahí es donde el guión de Levinson, que inspiró buena parte de su argumento en los debates del ’92, previos a la primera presidencia de Clinton, cuestiona la verosimilitud de su propia propuesta: si no hay candidato sin corporación detrás, la gran pregunta es, ¿cómo es que un candidato sin ese tipo de apoyo, ni infraestructura, sin nada más que su carisma y su desbocada sinceridad y “sensibilidad” artística, llega a presidente?

Maquinas de votar

Una segunda línea argumental responde a ese interrogante. Detrás de la fantasía, la sucia realidad. Las máquinas para el voto electrónico han salido defectuosas. El desperfecto es tal que ha alterado el conteo de votos. Uno de los empleados de la compañía que las fabrica (Laura Linney) lo descubre a tiempo, pero su jefe (Jeff Goldblum) le dice que ya es imposible volver atrás, y pretende, por el bien de la empresa, mantener el tema en silencio. Está dispuesto a silenciar a su empleada, si es necesario. Con esto, Levinson abandona a mitad de camino la que podría haber sido una de las mayores sátiras políticas que haya producido el Hollywood contemporáneo, para convertirla parcialmente en un thriller. Pero a su vez parece retomar una idea de su propia Mentiras que matan (Wag the Dog), que dirigió hace una década, durante “años mucho menos cínicos que estos que corren”. En Mentiras que matan, los asesores de gobierno creaban mediáticamente una guerra como estrategia distractiva para salvar al presidente de un escándalo sexual que podría costarle su reelección. Acá es el villano de la película, Jeff Goldblum, quien formula con claridad y contundencia un precepto parecido sobre el funcionamiento de la democracia norteamericana: “La percepción de legitimidad es más importante que la legitimidad en sí. No se jode con nuestra democracia, con nuestra forma de vida. No se jode con nuestro sistema”.

Ultimo acto

Y hay que contar el final, porque el sentido de la película recién se completa y termina de revelarse en el último acto. El candidato, que ya sabe del involuntario fraude electoral que lo llevó a la presidencia, hace lo que cree correcto, y se baja. Duda, su representante (un increíble Christopher Walken, que, para quienes lo siguen y ya saben que baila en todas sus películas, acá baila en silla de ruedas) lo hace dudar, pero al final se baja de la presidencia. El hombre tiene la oportunidad, y en buena medida el apoyo, pero da un paso al costado. Y así parecería que el sistema “se cura solo”. Pero detrás de esta vuelta argumental que suena demasiado ingenua, Levinson parece proponer una conclusión bastante más oscura: la de que nada cambia realmente, que nada puede cambiar, porque, casi como lo advierte el villano de Goldblum, no hay nada por afuera del sistema.

El hombre del año salió esta semana directamente en DVD, sin pasar por los cines.

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