Dom 27.05.2007
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POLéMICAS > DOS FUERTES ACUSACIONES DE PLAGIO EN LA LITERATURA ARGENTINA

Historias dos veces contadas

A fin del año pasado, una noticia sacudió al ambiente literario argentino: la novela Bolivia Construcciones, con que Sergio Di Nucci había ganado el Premio La Nación-Sudamericana 2006, era acusada de plagio. Pocas semanas después, tras cotejarla con Nada, de Carmen Laforet, el jurado revocó el fallo. Y mientras el libro se mantenía en las listas de best-sellers, en el mundo académico se daba una encendida polémica acerca de las implicancias literarias, éticas e ideológicas del caso. Pasaron los meses y una nueva denuncia de plagio cayó sobre la literatura: esta vez, el acusado era Federico Andahazi y su novela El conquistador, con la que ganó el Premio Planeta 2006; según los descendientes de Agustín Cuzzani, Andahazi plagió la obra Los indios estaban cabreros. El caso, sin embargo, no tuvo repercusión en el mundo académico y el premio no fue revocado. Pero no por eso el caso deja de aportar elementos a un debate que tiene tantos detractores como participantes.

› Por Mauro Libertella

Así empezó esta historia. En octubre de 2006, la Editorial Sudamericana imprimía una tirada de 10.000 ejemplares de la novela Bolivia Construcciones, ganadora del Premio La Nación-Sudamericana de Novela. El autor, Sergio Di Nucci, firmaba con el seudónimo de Bruno Morales. Allí se narraba la historia de dos bolivianos que llegaban a Buenos Aires y sobrevivían con trabajos esquivos y azarosos en un Bajo Flores carnavalesco. Pasaron algunos meses, la novela fue debidamente reseñada, surgieron algunas lecturas agudas y precisas, y la marea de publicaciones continuó mientras Bolivia Construcciones marcaba presencia en las listas de libros más vendidos. Sin embargo, unos meses después, Agustín Viola, un chico de 19 años, leyó en el transcurso de pocas semanas el libro de Di Nucci y Nada, de la española Carmen Laforet, y encontró una serie de similitudes, parecidos que le llamaron la atención. El descubrimiento llegó muy rápido a oídos del jurado del premio, cotejaron ambos libros y decidieron revocar el premio. Dictaminaron que se trataba de un plagio.

A partir de entonces, en las páginas de algunas revistas, en algunos suplementos, pero sobre todo en las páginas digitales de los blogs, proliferó un copioso y heterogéneo torrente de textos a propósito del caso. Unos meses después, en las páginas de algunos diarios se pudo leer otra noticia relacionada con plagios, de tinte, si se quiere, mucho más sensacionalista; la noticia rezaba: “Federico Andahazi acusado de plagio”. Esta acusación no sólo recaía sobre uno de los autores más vendedores de Argentina sino también sobre el Premio Planeta. Y sin embargo las repercusiones en el plano académico fueron casi nulas, marcando quizás una distancia con el autor de El anatomista.

A Todo o Nada

El primer momento del caso Di Nucci estuvo signado por la sorpresa y por cierta forma de la confusión. Se hablaba de 30 páginas textuales, que después pasaron a ser 15, y que luego terminaron siendo 15 fragmentos diseminados aquí y allá. Quienes manejan blogs se limitaron a reproducir la noticia, aunque los comentarios de los lectores ya aportaban a algo así como un fragor general. Y entonces empezaron a aparecer los textos más largos, con posiciones firmes y bien marcadas. Podríamos proponer una reducción simplista y sin dudas falsa, y afirmar que se dividieron las aguas entre los que defendían o apoyaban el plagio y los que lo impugnaban. Los textos muestran sin embargo que esa reducción binaria, que supondría la aparición de dos bandos –los “a favor” y los “en contra”–, es del todo falaz. El incipiente debate se fue cargando de complejidades, la teoría literaria y el marxismo hicieron un tajo en el torso de la cuestión, y se habló de propiedad privada, de intertextualidad (acaso la palabra que vertebró el debate), de libertad y también de capitalismo. Circuló una carta abierta dirigida al diario La Nación y firmada por, entre otros, muchos profesores de la Facultad de Filosofía y Letras, en donde se podía leer lo siguiente: “Sin deliberadas transformaciones entre textos, a veces evidentes, otras recónditas, la literatura no existiría. Así, los textos de Laforet evocados han sido transfigurados para dar lugar a textos y situaciones diferentes. Por eso consideramos a la vez injusto y paradójico que se pretenda una limitación de Bolivia Construcciones aquello que constituye una de sus excelencias, que una rica trama de intertextualidades sea confundida con un grosero plagio”.

En lo que podría pensarse como la postura contraria (si bien cada posición admite sus matices), la crítica Elsa Drucaroff escribió un par de textos que hoy están en el sitio web Nación Apache, a los que la Secretaría Académica del Departamento de Letras Susana Santos contestó. También metieron sus bocadillos en el banquete Julio Zoppi, Leandro Sai, Cristina Fangmann. Desde sus blogs, Daniel Link y Maximiliano Tomas, entre otros, hacían algo así como un seguimiento de la cuestión, en donde se podían comentar los giros más inmediatos. Poco más, poco menos, hasta ahí llegó el grueso de la polémica. Y claro, han pasado unos meses, y a la hora de rearmar el mapa del debate para esta nota surgen un puñado de preguntas inevitables: ¿Qué aportó la discusión?, ¿qué se estaba discutiendo, en definitiva?

Es complejo. Por un lado, podemos pensar que se estaba discutiendo la tradición literaria y la posibilidad de un autor de apropiarse más o menos libremente de uno o más textos de ese cosmos que es la tradición. En esa discusión, aparece un territorio que es la práctica literaria, y sus límites son materia incierta y cambian con el tiempo y con las generaciones de los lectores. Está bien que así sea. Por otra parte, aunque son todos filamentos de un mismo circuito, se está discutiendo la propiedad intelectual, los derechos de autor, las regalías y otras tantas cuestiones que hacen a la condición de la literatura y el texto como producto y mercancía en el mundo de hoy. Otra línea de debate, sumamente interesante, es la que piensa las implicancias éticas y morales de la apropiación, la idea de un original, la intertextualidad y la reescritura. Es un debate que fascinaba a Borges, y que desde entonces aparece y desaparece mutado y bajo mil disfraces.

Pero hay también otra cuestión, que atraviesa a los distintos escándalos y debates de las últimas décadas, y que tiene que ver con los premios literarios. ¿Por qué las acusaciones de plagio en lo que va del año –casos Di Nucci y Andahazi– recayeron sobre obras premiadas? ¿Una obra premiada, con todo su aparato atrás, se lee desde otro registro que una obra no premiada o que una edición de autor? En una de las intervenciones de Jorge Panesi en los debates en cuestión, escribió: “La acusación de plagio implica cuestionar toda la literatura moderna. Además, la literatura es el territorio del robo, todos roban, todo aquel que escribe roba, la literatura implica la suspensión de la moral. Esto cambia cuando está la ley de por medio. Y un jurado, un premio y el dinero son las representaciones de la ley en la institución literaria. En un certamen de esa naturaleza entran en consideración cuestiones económicas, éticas e institucionales. Creo que el jurado está compuesto por lectores de primera línea. De cualquier modo, cuando leyeron y premiaron Bolivia Construcciones por primera vez, leyeron la novela como literatura. Cuando la leyeron por segunda vez, la leyeron desde lo institucional, desde el punto de vista económico, del qué dirán. Hay dos lecturas, ¿con cuál se queda el público? ¿Con la primera o con la segunda?”.

En la zona de los debates que se pensaron bajo la cruza de palabras como marxismo, ética e intertextualidad, Elsa Drucaroff escribió algunos textos que levantaron cierta polvareda. Consultada por Radar para esta ocasión, declaró: “La intertextualidad es una dimensión inevitable y fascinante en la literatura y sin duda plantea interesantísimos problemas a la concepción literaria del autor, pero eso lo discutimos en el terreno de la teoría literaria. Cuando alguien copia más de 30 páginas de una novela ajena y encima les borra toda marca que denuncie que allí hay una voz ajena, antes que discutirlo en términos de teoría literaria hay que defender a quien trabajó para crear esas páginas robadas. Si el producto armado con el robo es genial o no, estamos ante otro problema. Para dar un ejemplo terrible y extremo: no me importa la calidad estética de las obras hechas por los nazis con piel humana. El trabajo ajeno merece respeto y solidaridad, usar argumentos de izquierda para negarlo revela profunda ignorancia sobre el corpus teórico marxista y se pone al servicio de la justificación de la expropiación del trabajo, es decir de la burguesía. Y usar teoría literaria para justificar un robo es parte de un menemismo seguramente inconsciente, que se ha vuelto tristemente natural. Contra esa naturalización reaccioné, contra la aceptación pasiva de cualquier uso cínico de la teoría, si viene vestida de jerga francesa o glamorosa, jerga que pertenece a un fascinante aparato crítico, malversado en la justificación de cosas así. Llama la atención que estas justificaciones aparezcan cuando el acusado es un docente de la facultad. Los colegas que firmaron la carta no abrieron la boca después, frente al caso de Andahazi (y eso que es, en términos técnicos estrictos, mucho menos evidente que el de Bolivia Construcciones), tampoco se defendió a Azetti cuando copió un cuento de Papini” (en referencia al concurso de La Nación de 1997, en el que el cuento ganador, “La ilusión que se escurre”, resultó ser “El espejo que huye” de Papini, con un par de palabras modificadas).

Prácticamente en todas las intervenciones prolifera la palabra robo y es curioso ver el modo en que un puñado de palabras funcionan como vértebras en la columna de este debate, y en la diferencia entre una y otra apropiación de una misma palabra está la clave de una lectura personal. Acaso la postura de Drucaroff pueda definirse con esta nítida distinción: “Si algo quedó demostrado, tanto por mi intervención como por la de Susana Santos (la única que me discutió públicamente), es que robar trabajo ajeno es un problema ético y no literario”.

Por su parte, Susana Santos declaró a Radar: “Bolivia Construcciones de Bruno Morales presenta una realidad, la de los inmigrantes bolivianos en el Bajo Flores, acaso incomprensible para un autor argentino, mediante la utilización de evocaciones, citas y alusiones, procedimientos de larga y consensuada tradición literaria. En estos procedimientos, criticables o no, pero de ninguna manera impugnables, radican la riqueza del texto y su singularidad. La pretendida y bruna oscuridad a que alude precisamente el seudónimo del autor se aclara con felicidad cuando la lectura se abre a las alianzas que ella provoca. Juzgar una obra sin atender —sin comprender— los procedimientos literarios que la sustentan es aun peor que esgrimir la ignorancia como criterio de valor: es renunciar por anticipado a entender qué es la literatura”.

Para armar el rompecabezas de ese mapa que dejó Bolivia Construcciones, hace falta traer a esta escena astillada el cabo que dejaron las declaraciones del jurado al revocar el fallo que le asignaba el premio. (Es, de algún modo, la palabra oficial del primer marco institucional en donde la novela emergió y es por lo tanto, siguiendo a Panesi, un configurador de lectura.)

“Bien sabemos que las distancias entre texto ajeno y propio, entre copia y originalidad, son muy difusas, y que incluso cierta crítica especializada ha borrado esas distancias. Las discusiones al respecto podrían ser infinitas. Sin embargo, la manera en que se efectúa la apropiación es la que determina su validez dentro del discurso literario. En el caso de Bolivia Construcciones, los fragmentos de Nada, incluidos con mínimos retoques, no significan una reescritura. La novela avanza, las situaciones siguen porque Carmen Laforet las aporta. La ética de un escritor, su honestidad intelectual, consiste en adjudicar a quien corresponda lo que no es fruto de su propio trabajo”.

Los indios siguen cabreros

Unos meses después, cuando los blogs pasaban veloces a otros temas, la palabra plagio volvió a resonar en ciertos círculos mediáticos y literarios. Pero esta vez era prácticamente un rumor, un secreto en voz baja. Se trató del caso de Federico Andahazi y su novela El conquistador, ganadora del Premio Planeta 2006. La novela narra la historia de un indígena mexicano que viaja a Europa antes del primer desembarco de Colón en estas tierras. La acusación llegó directamente de Agustín Cuzzani hijo, que vio similitudes entre la novela de Andahazi y la obra teatral de su padre Los indios estaban cabreros. La acusación todavía está en estado embrionario, pero la primera diferencia con el caso de Bolivia Construcciones es clara: a El conquistador no le revocaron el premio. Pero la acusación, válida o no, tiene algunos puntos interesantes, porque permite leer la discusión acerca de las libertades del escritor y los límites de la práctica literaria y lo ético desde otra vertiente. En El conquistador no hay plagio textual. La familia Cuzzani lo acusa de haber copiado la idea general, de disfrazarla, pero manteniendo dos o tres pilares temáticos fuertes (en concreto: ambas obras empiezan en un mercado; en ambas obras el mexica se junta con Colón y con Isabel la Católica; ambos protagonistas terminan encerrados).

La acusación de plagio a El conquistador quedó encallada en un ida y vuelta de acusaciones y defensas. Incluso, el caso viró a una trama vagamente policial. Andahazi asegura no haber recibido ningún tipo de citación judicial, desconocer completamente la causa, mientras que Agustín Cuzzani afirma haber visto a Andahazi y a su abogado en un encuentro de tono no muy cordial. En fin. En sendas charlas con Radar, hablaron del asunto. Cuzzani: “Un día mi mujer, leyendo el diario a la mañana, se encuentra con la nota que le hacen a Andahazi respecto de su nuevo trabajo, El conquistador, y me grita: ‘¡Acaban de copiar la obra de tu padre!’. Leo de qué se trata y me queda un sabor amargo en la boca. Compro la obra, la leo, y me encuentro con que hay una cantidad de puntos de contacto, algunos muy directos. Entonces investigo, me contacto con una perito, hace una pericia, y da que hay plagio”. Andahazi: “No se puede plagiar lo que se desconoce. No vi la obra de teatro y no la leí”, y se encarga de diferenciar el suyo de otros casos: “Si vamos a los casos de supuesto plagio de los últimos tiempos, por ejemplo Bucay... hay 60 páginas textuales. Si vamos a lo de La Nación, hay 40 páginas textuales. En el caso de La Nación lo descubrió un pibe. Cuando premiaron una obra plagiada de Papini, no lo descubrió un descendiente de Papini, fue también un lector. Me resulta sospechoso. Tenemos un antecedente claro. Es el juicio de plagio a Dan Brown, que en dos instancias fue sobreseído, y el chiste costó cuatro millones de euros”.

Evidentemente, si lo comparamos con Bolivia Construcciones, estamos hablando de cosas distintas. De hecho, el supuesto plagio de Andahazi tocaría con una línea de apropiación mucho menos explícita que la del plagio textual. Según el peritaje al que se refería Cuzzani, habría “copresencia de ideas y personajes”. Es difícil marcar el límite en donde la literatura se lee desde lo textual o se lee desde lo legal. En el caso de la novela de Andahazi no se habló de intertextualidad, no se mencionó a Bajtin, ni se pensó la apropiación como un recurso inmanentemente literario. Alguien denunció, otro negó, y punto. El caso no pasó al mundo de la teoría y se internó en el bosque de lo judicial. Algunos leyeron en ese silencio cierta reticencia de la crítica especializada hacia el autor de El anatomista. Pero no es muy difícil hacer una proyección y pensar El conquistador con los mismos argumentos con que se pensó Bolivia Construcciones. Son obras bien distintas, con concepciones y ejecuciones por momentos totalmente opuestas, pero comparten, por lo pronto, la acusación de plagio. Y volvemos entonces al principio de la cuestión, a un grupo de dilemas que tal vez nunca se van a zanjar. ¿Cuándo hay plagio? ¿Cómo se definen los límites entre literatura y robo? ¿Quién los define y con qué intereses?

Cuando en blogs y en reuniones se hablaba de los pros y los contras del plagio, del arte de copiar y otros temas afines, hace ya varios meses, alguien comentó lo problemas de circulación que tuvieron muchas de las películas de Godard, porque el cineasta francés componía su cine a partir de un montaje de citas, collage de referencias sin nota al pie ni aclaración. Historie(s) de cinéma es el paradigma de esta técnica. Esto sucedía en Francia en la década del ‘60. Hoy, la palabra plagio está lejos de poder ser reducida a un fenómeno o a una técnica. De hecho, las fronteras del plagio y la creación se han complejizado, se han vuelto al mismo tiempo más difusas y más rígidas. Pero, mientras tanto, podemos recortar la palabra plagio y usarla una vez más para pensar ese juego lunático que llamamos literatura.

La polémica entre Elsa Drucaroff y
Susana Santos puede leerse en:
www.nacionapache.com.ar en la categoría “Escándalos e infidencias”.

“Llama la atención que estas justificaciones aparezcan cuando el acusado es un docente de la facultad. Los colegas que firmaron la carta no abrieron la boca después, frente al caso de Andahazi (y eso que es mucho menos evidente que el de Bolivia Construcciones). Tampoco se defendió a Azetti cuando copió un cuento de Papini.”
Elsa Drucaroff

“En estos procedimientos, criticables o no, pero de ninguna manera impugnables, radican la riqueza del texto y su singularidad. Juzgar una obra sin atender —sin comprender— los procedimientos literarios que la sustentan es aún peor que esgrimir la ignorancia como criterio de valor: es renunciar por anticipado a entender qué es la literatura.”
Susana Santos

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