TELEVISIóN > LLEGó AL CABLE LITTLE BRITAIN
Otro ataque a la corrección política desde el humor, sin duda su mejor y más lúcido contrincante. Esta vez se trata de Little Britain, una serie británica con formato de sketches que se engarza en la tradición vitriólica de Kids in the Hall, Sacha Baron-Cohen (Borat) y Sarah Silverman.
› Por Mariano Kairuz
El de los televidentes que se ofenden ya es un club aburrido. Es más, el gesto de ofenderse por la comedia televisiva políticamente incorrecta debería haber pasado de moda hace rato: después de todo, ya van diez años de South Park. Sin embargo, a Matt Lucas y a David Walliams, los creadores de la serie inglesa Little Britain, en el aire a través de la cadena BBC desde 2003 y a punto de cruzar el océano para una adaptación norteamericana difícil de imaginar, la pequeña controversia de siempre –instituciones, organizaciones civiles e individuos que reclaman a los espectadores que boicoteen el programa, o que cuando menos no permitan que sus hijos lo sigan viendo– les ha funcionado, una vez más, como perfecto argumento promocional.
Definido vagamente por algún crítico como una cruza entre los Kids in the Hall y Benny Hill, Little Britain se compone de sketches que se repiten de programa a programa con ligeras variaciones de los mismos chistes: el del asesor que está obsesionado con su jefe, el primer ministro, y repele a todo aquel que se le acerque; el del chico en hot pants que está tan convencido de ser el único gay del pueblo que reniega de todos los otros muchos homosexuales que lo habitan o pasan por ahí; el del concertista de piano capaz de interrumpir su interpretación para atender el celular; el de la travesti que, por ejemplo, no acepta que el médico le hable clínicamente de sus testículos (“¿De qué me habla, doctor? ¿No ve que soy una dama?”). En un catálogo de personajes desparejo, se destacan la adolescente que vuelve locos a los adultos esquivando sus retos y pedidos de explicaciones con una diarrea verbal de chismes y pretextos incomprensible; el dúo conformado por Lou y Andy, donde el primero se desvive para cuidar y satisfacer todos los caprichos del otro, que vive arriba de una silla de ruedas aunque es perfectamente capaz de caminar; la ineficiente y manipuladora coordinadora de un curso para bajar de peso; el profesor que parece divertirse a costa de su alumnado; la paciente de un internado psiquiátrico quizá excesivamente liberal y “participativo”.
El éxito del programa fue casi instantáneo y se consolidó a lo largo de tres años, con 20 episodios y varios especiales televisivos, y multitudinarias giras teatrales, con los espectadores de edad escolar repitiendo todo el tiempo las frases instaladas por los personajes. Para sus críticos, lo de Lucas y Walliams no es otra cosa que hacer chistes a expensas de aquellos que son víctimas frecuentes de discriminación. En su artículo para The Independent titulado “Por qué odio a Little Britain”, el periodista Johann Hari definió al programa como “el medio por el que dos chicos ricos se vuelven multimillonarios burlándose de la gente más débil de Gran Bretaña. Sus blancos son los más fáciles de satirizar: discapacitados, pobres, viejos, gays y gordos. De un plumazo, han demolido mecanismos de protección que llevó dos décadas construir”.
Pero para sus defensores, las creaciones de Lucas (que es gay, gordo y sufre de alopecia desde chico) y Walliams pertenecen –después del Chico-Cancer de los Kids in the Hall, de Borat, de las salvajadas de Sarah Silverman– a lo que se ha dado en llamar “humor metaintolerante”: la idea de que, al reproducir los clichés de las peores conductas humanas con alguna lucidez y capacidad de observación, se los está comentando y no celebrando. Algo de eso hay en Little Britain; y en esos personajes que consienten compulsivamente las actitudes más absurdas, cretinas e incluso peligrosas de discapacitados físicos y mentales se articula un ataque sobre la corrección política que parece haberlo invadido todo a nivel institucional. Son exageraciones, por supuesto; reacciones fundadas en la percepción de que esta obsesión por no ofender a nadie sólo genera parálisis e hipocresía. Es cierto que nunca está del todo claro cuándo nos estamos riendo con, y cuándo de esos personajes, y que a veces el chiste funciona y otras se desboca en el vacío y ni siquiera es gracioso. Pero podría decirse que las nuevas generaciones de humoristas incorrectos encontraron maneras nuevas de decir algunas cosas sin sermonear, y con el valor terapéutico que brinda el permitirse reírse de prácticamente todo, incluso de las situaciones más dolorosas.
Little Britain se da desde este mes por primera vez en la televisión argentina, los viernes a las 23 y los domingos a la medianoche, por I.Sat.
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