CASOS > LA PEOR SOPRANO DE LA HISTORIA
Todos estaban contra ella: desde su familia, que conocía su escaso talento, hasta los periodistas, que la criticaban sin pudores. Pero Florence Foster Jenkins era tenaz y quería ser cantante lírica. Cuando heredó el dinero de sus padres, en 1909, se dedicó a perseguir su sueño, primero en conciertos privados, luego en una carrera popular que la llevó hasta un Carnegie Hall de Nueva York a sala llena a los 76 años. Poco después de su consagración murió. Su canto desastroso fue recopilado en insólitas grabaciones, la Historia la rescata como un caso único —¿era buena de tan mala?— y ella, probablemente, nunca siquiera registró el horror que salía de su garganta. Esta es su historia.
› Por Patricio Lennard
Se puede cantar mal. Se puede cantar pésimo. Pero no se puede cantar como Florence Foster Jenkins. Borges pensaba que la jerarquía exacta no es tan importante puesto que la literatura no se trata de una competencia: en el canon literario no se dan trofeos. ¿Pero a qué se debe esa tentación por definir quién ha sido “el peor” en la historia de cualquier disciplina artística? Sabido es que la celebración de un mundo en donde lo malo es bueno (de un “buen gusto del mal gusto”, como decía Susan Sontag) supone la suspensión del juicio estético corriente. Algo que, a la hora de entronizar a alguien como “el peor de todos”, nos incita a creer en su falta de discernimiento de hasta qué punto era malo en lo que hacía: los artistas malos que logran fascinarnos lo hacen por el hecho de “presumirse inocentes”.
Florence Foster Jenkins, la peor cantante lírica de toda la historia de la interpretación musical, no sólo no tenía empacho en ponerse a la altura de sopranos de renombre en los años ’30 y ’40, como Frieda Hempel y Luisa Tetrazzini, sino que hasta solía pasarse horas enteras escuchando sus propias grabaciones, sentada plácidamente en el living de su casa. Gestos que viniendo de alguien que nunca cantó una sola nota en el lugar correcto, y cuyo afán por alcanzar los registros más agudos de las dificilísimas arias que elegía para interpretar bien puede ser comparado con el esfuerzo de quien pretende escalar una montaña valiéndose de dos escarbadientes, dejan ver su manifiesta incapacidad para escuchar debidamente lo que con su voz hacía.
Nacida en 1868 en Wilkes-Barre, Pennsylvania, en el seno de una familia adinerada, Florence Foster Jenkins tuvo su debut público como cantante en 1912. De chica había recibido lecciones de música y de piano, y a los 17 años, descontenta con la negativa de su padre ante su deseo de irse al extranjero para proseguir con sus estudios, se fugó a Filadelfia con Frank Thornton Jenkins, un médico que luego se convertiría en su marido y del que se separaría pocos años más tarde. Allí ella supo ganarse la vida como maestra de música y pianista. Hasta que la muerte de su padre, en 1909, la hizo heredera de una fortuna que le permitió, de ahí en más, vivir con bastante holgura. Recién entonces pudo darle rienda suelta a su sueño de hacer carrera como cantante. Un sueño que su familia y su antiguo marido habían desalentado en muchas oportunidades, a sabiendas de sus escasísimas dotes, pero a lo que Florence hizo oídos sordos en más de un sentido.
Así, empecinada como estaba, ella comenzó a tomar clases de vocalización y a realizar pequeñas presentaciones en distintas ciudades de su país, que de a poco fueron cimentando su fama de diva freak y extravagante. Pero fue su decisión de dar el gran salto y mudarse a Nueva York lo que terminaría convirtiéndola en una figura de culto. Una vez allí, Florence Foster Jenkins dio en frecuentar el mundillo musical y fue adquiriendo cierta notoriedad entre sus colegas (Enrico Carusso era uno de los que se dice la tenían en estima). Una notoriedad que se fue apuntalando, sobre todo, en los conciertos privados que ella daba, una vez por año, para un nutrido grupo de amigos, admiradores, cantantes y críticos que ella se encargaba de invitar, en el auditorio del Ritz-Carlton de Nueva York.
“La gente puede decir que no sé cantar, pero nadie podrá jamás decir que no canté”, sentenció una vez Foster Jenkins, consciente de los sarcasmos de los que ella era objeto y que le valieron motes como el de “diva del bochinche”. Críticas y mofas que, viniendo del periodismo, lejos de influir negativamente en su reputación, ayudaron a rodearla de cierto aire de leyenda y a azuzar, por supuesto, la curiosidad del público. No por nada fue el clamor de sus admiradores y el deseo de quienes nunca habían tenido la oportunidad de escucharla lo que hizo que ella finalmente aceptara una idea a la que se había resistido durante mucho tiempo: cantar nada menos que en el Carnegie Hall, uno de los teatros neoyorquinos más tradicionales. Una función que tuvo lugar el 25 de octubre de 1944 (ella entonces tenía 76 años) y para la que las entradas se agotaron varias semanas antes.
“Su actitud fue en todo momento la de una cantante que hizo su trabajo lo mejor que pudo”, escribió un periodista al día siguiente de lo que sin dudas fue el momento apoteósico de la carrera de Florence Foster Jenkins. Un comentario que, no haciéndose eco del tono burlesco con que la prensa mayormente reseñó el espectáculo, parece desmentir la creencia por algunos sostenida de que todo lo que ella hacía lo hacía a propósito. De que lo suyo habría sido una enorme broma.
Basta escuchar, en este sentido, cualquiera de las arias y canciones que ella grabó en los más de treinta años que duró su carrera (y que fueron compiladas en su mayoría, de manera póstuma, en un disco titulado The Glory (????) of the Human Voice) para percibir que no hay en ellas indicio alguno de autoparodia, sino hasta incluso un dejo de autocomplacencia. Rasgos que saltan a la vista, por ejemplo, en una de las “joyitas” del volumen: su versión del “Aria de la Reina de la Noche”, de La flauta mágica de Mozart. Allí, Jenkins se toma el atrevimiento de agregar al final de la partitura un fa sobreagudo que no existe (y que ella obviamente nunca llega a cantar, puesto que su voz no le alcanza). Un “retoquecito” que no parece deberse sino al (des)propósito de hacer que el punto más alto de exposición de su “virtuosismo” coincidiera con el instante en que el auditorio aplaudía (un recurso que es típico del bel canto, ese estilo que alcanzó su máxima expresión en la ópera de principios del siglo XIX y que se caracteriza por las florituras y dificultades que sirven para que el solista se luzca, pero que en el clasicismo de Mozart era casi impensable).
No extraña, entonces, que en “La Reina de la Noche” la desafinación de Florence Foster Jenkins alcance sus niveles más altos. Una performance que se justifica en el hecho de que el aria de Mozart es la pieza más difícil de su repertorio y, lógicamente, en la que su voz compone su mejor peor desastre. (Eso sin contar los problemas de pronunciación que tenía la cantante, los que hacen que sea casi imposible discernir si está cantando en alemán o en otro idioma.)
No muy diferente es lo que podría decirse del “Aria de las campanas”, de Lakmé de Leo Delibes, un tema que suele ser interpretado por sopranos que se hallan en el esplendor de su carrera, y que Florence —en su afán por hacer coloratura— masacra con sus arabescos más o menos gallináceos. Temas que seguramente ella cantó en su noche consagratoria en el Carnegie Hall, ante una sala repleta que atestiguaba, sin saberlo, lo que sería su última presentación en público.
Y es que el 26 de noviembre de 1944, justo un mes más tarde, Florence Foster Jenkins moría.
En el Grove Music, el diccionario enciclopédico más completo que existe sobre cuestiones relacionadas con la música, no hay ninguna entrada que recoja su nombre. Una omisión que puede resultar extraña, si se atiende a que Florence Foster Jenkins, la peor soprano de todos los tiempos, sí ocupa un lugar en la historia de la música (aunque más no sea en su exactísimo reverso).
No menos extraño es, de este modo, que su vida no haya motivado a esta altura una película o una biografía. Sólo en los últimos años, tanto en Broadway como en Londres, han subido a escena sendas obras de teatro inspiradas en su persona, y en las que sus protagonistas asumieron el peliagudo desafío de imitar cómo cantaba. Una empresa que les exigió componer con la mayor fidelidad posible la manera en que Jenkins calaba una nota atrás de otra y engolaba la voz y perdía el ritmo y descuartizaba la armonía con desubicados cuartos de tonos que lanzaba al aire como esquirlas; y que demandaban de quien la acompañaba al piano verdaderos malabares a fin de seguirle los erráticos pasos que ella daba todo el tiempo por la escala.
Y si de lo que se trata es de aportar una prueba más sobre la por demás elocuente dificultad de Foster Jenkins para escuchar cómo cantaba, vale decir que la mayor parte de las grabaciones que ella realizó fueron plasmadas en únicas tomas. Sólo una vez ella tuvo reparos con respecto a un tema. Y en esa ocasión telefoneó al estudio de grabación para comentar que estaba un tanto preocupada por cómo habría quedado una nota al final de un aria que había grabado un día antes. A lo que Mera Weinstock, la directora de The Melotone Recording Studio, le respondió: “Mi querida Madame Jenkins: Usted no necesita preocuparse por ninguna nota en particular. Se lo aseguro”.
Historias como ésta le sacan brillo al mito personal de la divina Florence. Como la del accidente que tuvo mientras viajaba en taxi, un día de 1943, y en el que a causa del susto que le produjo la colisión supo que podía llegar a un fa sobreagudo. (Circunstancia tras la cual, en lugar de iniciarle acciones legales a la compañía de taxis, le envió al conductor de regalo una costosa caja de puros.)
Otra anécdota memorable gira en torno del acting que ella solía hacer cada vez que cantaba uno de sus temas predilectos: una canción popular española llamada “Clavelitos”, de la que inexplicablemente no existe grabación alguna. “Ella insistía en tener una música introductoria, que le permitiera bailar un paso español en el estilo del fandango, una vez que aparecía sobre el escenario vestida con un enorme peinetón, una mantilla y un chal, y llevando una canasta llena de claveles rojos”, recordaba Cosme McMoon, el pianista que fue su fiel acompañante durante muchos años. “Y a lo largo de la canción iba arrojando las flores al público, mientras recibía aplausos y gritos de ‘¡Ole!’ Esto, por supuesto, generaba un pandemonio por el que se veía obligada, casi siempre, a repetir el número al final de sus presentaciones. Y como había tirado todos los claveles, entonces ella solía pedirle al público que se los devolviera para poder hacer el bis como era debido. De este modo, muchos se los acercaban al escenario o se los arrojaban desde la platea, y sólo cuando volvía a llenar la canasta comenzaba de nuevo.”
Imaginarla a Florence arriba del escenario, cantando cualquiera de las arias y canciones que han llegado hasta nosotros, hace imposible no sentir en carne propia lo difícil que debe haber sido contener la risa para quienes tuvieron la suerte de asistir a sus conciertos. En este sentido, Cosme McMoon aseguraba en una entrevista que el público evitaba reírse descaradamente (“lo que habría herido los sentimientos de Madame Jenkins”), y que en sus shows existía una suerte de convención implícita según la cual, cuando la cantante incurría en alguno de sus exabruptos, la gente se guarecía en una salva de aplausos y exclamaciones para poder reírse decorosamente. A esas reacciones, aunque cueste creerlo, la soprano solía compararlas con las que en aquellos años Frank Sinatra ya había empezado a generar en el público adolescente. Algo sobre lo que Sinclair Byfiled, manager de la cantante, decía: “Hay sujetos que arriba de un escenario saben captar la atención del público; que tienen un magnetismo en su personalidad que hace que todos los miren. Eso poseía la Sra. Jenkins. Podías sentirlo en el aplauso. Por eso atraía tanta gente a sus conciertos, más allá de la pequeña voz que ella tenía. El público pudo haberse reído de cómo ella cantaba, pero sin duda el aplauso era auténtico”.
“La naturalidad es una pose muy difícil de mantener”, escribió Oscar Wilde en una de sus comedias. Florence Foster Jenkins era genuina al extremo de parecer una caricatura. Creía en la seriedad de lo que hacía al punto de provocar la carcajada. Tal vez si pudiéramos saber por qué sintió que estaba mal aquella nota, o qué era lo que en ella le hacía ruido, entenderíamos algo del insondable criterio musical de esta artista inigualable. Hoy la escuchamos una y otra vez, y una y otra y otra vez nos embarga la risa. Una risa que Madame Jenkins nos contagia desde más allá del tiempo, batiendo las alas de ángel regordete con las que solía cantar algunas de sus arias. Con la cara empolvada, arriba de una nube, en la gloria de su voz, y sonriendo.
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