PLáSTICA
La geometría del mundo
Entre la geometría dura y una sensibilidad íntima, como de cámara, la muestra de Graciela Hasper en el Fondo Nacional de las Artes profundiza el proyecto estético que la catapultó a la escena internacional: objetivar el mundo por la vía de la abstracción y expandir los límites de la pintura.
POR FABIAN LEBENGLIK
Graciela Hasper genera con su pintura una sistematización y abstractización del mundo: tanto de las cosas como de la arquitectura, los interiores y exteriores, y hasta de la ciudad como gran objeto, proyección de una grilla geométrica, de una planta urbana. Pero la primera sistematización, por supuesto, se ejerce sobre la pintura misma, y más precisamente sobre la historia de la pintura abstracta y geométrica.
Nacida en Buenos Aires en 1966, Hasper, que borró limpiamente de su currículum su primera exposición, de 1989, acaso porque ya no se reconocía en ella, se lanzó de lleno al ruedo en 1990. Entre 1991 y 1993 formó parte del taller coordinado por Guillermo Kuitca en el marco de un programa de becas de la Fundación Antorchas. En 1993 ganó el primer premio de pintura en la Bienal de Arte Joven de la ciudad de Buenos Aires y el Premio Antonio Seguí de la Fundación Nuevo Mundo. A lo largo de los años noventa mostró su obra en el ICI, luego varias veces en el Centro Rojas, la galería Ruth Benzacar y el Museo Nacional de Bellas Artes, pero fue a mediados de la década cuando inició la ascendente carrera internacional que la llevaría a participar de una muestra colectiva en el Museo de las Américas de Washington –junto con los integrantes del primer taller de Kuitca– y de la exposición Rational Twist, organizada por el argentino Carlos Basualdo –co-curador de la actual Documenta de Kassel–, y a exponer en galerías muy prestigiosas de Nueva York (Annina Nosei, en 1997 y 1998) y San Pablo (Luisa Strina, en 1999).
Parte de este itinerario internacional se debe a la universalidad de la obra de Hasper, al tipo de tradición a la que adhiere, siempre desde una perspectiva personal. De 1997 a esta parte ganó becas y residencias internacionales que le permitieron trabajar y exhibir en Nueva York y en Texas. También en 1997 formó parte, junto con Magdalena Jitrik y Tulio de Sagastizábal, de una gran muestra internacional sobre la abstracción que se llevó a cabo en el Centro Regional de Arte Contemporáneo de Montbeliard, Francia, con artistas de todo el mundo. Y en el 2000 ganó la beca Fulbright-Fondo Nacional de las Artes para Apex Art de Nueva York.
Desde fines de los años ochenta, Hasper concibió la pintura como una investigación de las superficies planas. Y siempre trabajó sobre imágenes ya marcadas por una notoria sobredeterminación simbólica. Al principio, por ejemplo, las tomaba de los iconos religiosos y medievales, para transformarlos en estilizados motivos cercanos al diseño. En este sentido, los parámetros del diseño siempre estuvieron engañosamente asociados con su obra. La pintura de Hasper juega con toda la carga simbólica que arrastran sus materiales ideológicos y gráficos, creando en el espectador la inquietud por el desciframiento. Y al mismo tiempo, sin embargo, el ojo nunca sintoniza mejor con su obra como cuando descansa de su afán detectivesco y clasificatorio y se deja llevar por el sentido lúdico.
Luego se comprueba la combinación y el rastreo que hizo la artista –con distancia crítica y humor– de las distintas etapas y tendencias de la abstracción rusa, europea, norteamericana y latinoamericana.
En Hasper, el abstraccionismo es una toma de decisión en la que interviene el proceso cultural de la cita y el homenaje, frente a las grandes escuelas fundadoras de la tendencia. Con sutileza, la pintora introduce una mirada analítica sobre los materiales que componen su repertorio. Su serie de cuadros, que parece comulgar con la teoría dura en la que se fundaba la ortodoxia abstracta, siempre se mueve, sin embargo, entre el homenaje y la ironía, acentuando así la cualidad autorreferencial, problemática y de vacío –o de profundidad metafísica, según una lectura menos materialista– que está en el origen de toda abstracción. Un cuadro nace de otro –propio o extraño, del pasado o del presente, de un maestro o de un colega, de un histórico o de un contemporáneo–, y el conjunto de la obra va tejiendo una trama, una red que se retroalimenta. “Mi trabajo –explica Hasper– podría ser visto como un pastiche, ya que cada proyecto está saturado por una gran cantidad de significados derivados de citas históricas y alusiones a otros modernismos latinoamericanos. Me interesa expandir los límites de la pintura de dos maneras: literalmente, trabajando la pintura en gran escala (tamaño habitación, tamaño edificio), y también usando otros medios como la fotografía. Tanto el trabajo fotográfico sobre la ciudad de Buenos Aires (las imágenes satelitales son documentación militar y turística) como las intervenciones arquitectónicas están basadas en paisajes y materiales dados. La obra surge de esa relación.”
El uso que hace Hasper de la fotografía forma parte de su concepción pictórica: la foto cumple un papel funcional, mediador, y se presenta como un campo visual fragmentario donde se combinan distintas texturas ópticas a través del esquema repetición/variación. Todo el trabajo de Hasper consiste en geometrizar y matematizar el mundo a través de la pintura y la fotografía, que toman un notorio ritmo visual.
En 1999, la artista presentó en la Alianza Francesa la muestra Mi hermano y yo, una serie de 165 fotografías distribuidas en tres grandes conjuntos: fotos de flores, pompones, uñas, figuritas, carteles de bailanta, señales viales, molinetes, etc., que urdían una estructura visual cuyos ejes eran el color y la relación compositiva entre la simetría y la asimetría. En ese recorrido por las superficies brillantes del papel fotográfico, colores estridentes, evocaciones alegres y enumeraciones, Hasper rescataba el mundo de la infancia y la preadolescencia compartidas con su hermano Horacio, muerto varios años después víctima del sida. Pero en vez de ahondar en el dramatismo al que la autorizaba el acontecimiento, Hasper jugó con otros costados del recuerdo y la memoria, con aparente superficialidad; así, fuera de toda especulación, borraba lo confesional, lo trágico y lo “expresivo”, en la búsqueda de la ternura y la intimidad.
La muestra que presenta en el Fondo de las Artes se divide claramente en tres partes, tres posibles exposiciones complementarias: por una parte, un conjunto de acrílicos sobre tela; por otra, una colección de varias decenas de acuarelas (combinadas con crayón y lápiz) de pequeño y variado formato; y finalmente, en el subsuelo, dos instalaciones de pinturas sobre la pared y juegos de grandes espejos murales. Hasper asocia los materiales y las escalas con una trama de sentido particular para cada caso, con lo cual la materialidad necesariamente implica un sentido y supone un registro estético.
Los acrílicos sobre tela ponen en escena el rigor impenetrable de la geometría dura, y al mismo tiempo constituyen una versión pictórica de la objetivación del entorno. Las pinturas lucen rigurosas y frías, más cercanas a la matemática del espacio y la forma: colores firmes, perfiles ajustados, superficies impecables. Bordes netos. Las acuarelas, en cambio, son un campo más liberado de rigideces. Allí se juega otra sensibilidad, cierto atisbo de intimidad, un trabajo como de cámara. En esta larga serie, la superficie de cada pequeña obra tiende a generar zonas imprecisas, imperfectas. La respiración resulta evidente y calculada, generando una ficción de subjetividad, una precaria traducción geométrica de los estados de ánimo. Acrílicos y acuarelas funcionarían como dos maneras de objetivar el mundo (exterior e interior) de acuerdo con una clasificación formal previa.
En las instalaciones pictóricas del subsuelo, Hasper usa las paredes para repetir versiones propias (en tamaño real) de la arquitectura y la decoración de la sala y el patio. Pero no sólo se reproduce el espacio arquitectónico (la escalera, la carpintería metálica, los diseños e isotipos del Fondo de las Artes); la instalación se vuelve mucho más compleja porque los paneles fijos de la sala fueron revestidos de espejosque los ocupan en su totalidad. Así, la relación entre pintura y arquitectura se convierte en un camino de ida y vuelta, un sinfín de reflejos mutuos que modifican la naturaleza del espacio.