Dom 22.09.2002
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DANZA

Bailar sin barreras

Andrea Servera es una bailarina y coreógrafa que se animó a explorar todos los ritmos: una formación tradicional en la danza contemporánea no la alejó del hip hop, el break-dance o las vidalas, y tampoco de la realidad social de lugares como la villa La Cava, donde se formó un elenco que llegó al Malba. La chica explica por qué se siente cómoda en los más diversos ambientes.

Por Carolina Prieto

Todo se mezcla: los colores, las texturas, los movimientos, los ritmos. Y lejos de generar un mosaico caótico y fragmentado, Planicie Banderita depara una armonía y un clima que cautivan, quizás hasta con un velo de cuento infantil. Durante tres meses, el espectáculo calentó la sala contemporánea del Centro Cultural Recoleta y se llenó de un público que acompañó este silencioso suceso. En forma paralela, en el auditorio del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, un grupo de chicos de la villa La Cava presentó Interior Americano, una serie de escenas bailadas a ritmo de hip hop, música electrónica y cumbia. El alma mater de estas dos obras aparentemente separadas por sus ritmos y por el origen de los proyectos es Andrea Servera, coreógrafa y bailarina de 33 años, con una convicción y disciplina a cuestas que la llevaron a transitar diversos caminos, desde estudiar con los popes de la danza local, integrar el grupo El Descueve y hasta tener su propia compañía experimental. Además de bailar durante cuatro años en los shows de Ricky Martin y abrirse al kung-fu, el hip hop y el afro después de una formación ortodoxa.
“En los dos lugares me encontré con gente con la que me interesó mucho trabajar. Para Planicie... convoqué a alumnas mías y a tres chicos que vienen de lugares distintos: la danza contemporánea, el kung-fu y el hip hop. Al principio, no sabía muy bien hacia donde íbamos, salvo que quería trabajar con música latinoamericana y que no buscaba nada solemne. Es que la paso mejor cuando las cosas no están planteadas con rigidez. Y con Interior Americano, descubrí un espacio distinto. Son chicos que no tienen una gran formación pero sí talento y capacidad de riesgo.”
En ambos casos trabajó durante meses, sin preocuparse por resultados inmediatos y, tal vez por ello, llegó a buen puerto. Planicie Banderita es el nombre de un extraño lugar neuquino que visitó de chica: “Tiene un paisaje lunar, silencioso y bajo un cielo enceguecedor donde pesqué un pez, seguramente el único habitante en medio de la nada”, recuerda. De ese sitio, un lago artificial enclavado en un desierto, sólo quedó el sonido del viento porque su obra es por demás chispeante y explosiva. El amor, el deseo, la soledad y el dolor se suceden con música de Chavela Vargas, Violeta Parra y Amparo Ochoa, entre boleros y vidalas y un espíritu lúdico que recorre la pieza. Son tres bailarinas y tres bailarines. Los números cuajan para formar las parejas y se dan de manera tierna, grotesca y hasta obsesiva. Es que son mujeres querendonas que dejan fluir sus impulsos y no esperan el avance del hombre. Y se unen a ellos en bailes conjuntos -desde dúos armoniosos hasta encuentros sincopados y bruscos, pasando por luchas en las que uno quiere lo que tiene el otro– y cándidos diálogos corporales. Lo cierto es que pocas veces la danza porteña (o la que coquetea con el teatro y muchos llaman “danza-teatro”) se arriesgó a jugar tanto como lo hacen Servera y su troupe, que salen catapultados de un placard desde el fondo del escenario, luchan a caballito y arman una cadena en la cual lo que se van pasando son sus mismos cuerpos.
Como en ese espacio casi mudo de Planicie Banderita, los intérpretes de la obra homónima no usan la palabra, con excepción de Celeste Gerardi y Manuel Attwell que, en dos momentos, entonan unas bagualas tristes y bellas. Sin texto, la obra atrapa y transporta al espectador a la euforia, la alegría serena o la quietud.
“Empecé a trabajar con la canción ‘La llorona’, de Chavela Vargas. Indagué en ese personaje que aparece en muchas leyendas latinoamericanas y de ahí surgió el solo que cierra el espectáculo: es un momento triste, no como el resto de la obra, que es muy colorida. En este sentido, creo que tiene algo de Planicie Banderita: esa atmósfera desolada pero a la vez muy fresca y viva.”

DANZA EN LA CAVA
Con los chicos de la villa, las motivaciones fueron otras. Comenzaron hace más de un año cuando Inés Sanguinetti, bailarina, socióloga y presidenta de la Fundación Crear Vale la Pena, la llamó parahacer un dúo con una adolescente que asistía a uno de los talleres de la institución. “Hasta ese momento, yo me movía con bailarinas de mi generación. Trabajar con Laura me despertó muchas cosas porque venimos de lugares muy distintos. No a nivel social (yo soy una chica de barrio y mis padres no terminaron la primaria) sino a nivel del movimiento: Laura baila break-dance y yo danza contemporánea. Pero se dio un encuentro muy rico y me di cuenta de que los lenguajes no están alejados.” Sin embargo, no fue suficiente. Se quedó con ganas de más y se puso al frente del elenco que llegó a aplaudir unas 300 personas los sábados de julio pasado en el coqueto museo de la avenida Figueroa Alcorta. Durante los siete meses de ensayos previos, intentó correrlos de lo que a ellos les resulta más fácil: “Las coreografías cerradas y los pasitos, que los hacen muy bien. Pero quise llevarlos a otra zona, verlos arriba de un escenario diciendo otra cosa. De hecho, hay momentos en la obra en que no bailan y hasta actúan”. Y el desplazamiento dio sus frutos: convocaron tanto público que van a hacer funciones en otra sala porteña y un programa de televisión los llamó para grabar un video que emitirá la MTV. “Quieren armar algo medio hip hop, como si fuera Nueva York y nos llamaron a nosotros. Para los chicos es genial: hacer algo a nivel profesional, que les paguen y que los difundan.”
No fue fácil. La sala de ensayos de La Cava no tiene la paz de un estudio tradicional. “Hay ruido, gente que va y viene todo el tiempo. A muchos chicos les falta concentración. Al minuto que tienen libre, prenden un cigarrillo. Además de que les cuesta mostrar lo que saben hacer. En general, las cosas más interesantes surgen cuando no los estoy mirando, mientras juegan o se hacen bromas. Les cuesta mostrar lo bueno que tienen. Pero una vez que logran bajar esa barrera, trabajan a full.”
Desde 1993, Crear Vale la Pena desarrolla talleres artísticos en villas y barrios pobres de Buenos Aires. “Muchos chicos ya son profesores y hay elencos que se mueven en un medio profesional. La idea no es que bailen lindo o canten bien solamente, sino que se organicen socialmente para desarrollar una profesión.” Una prueba son la escenografía y el programa de Interior Americano hechos en los talleres de la Fundación. “Se abrió un espacio que no descansa nunca. En los escenarios del centro cultural, siempre hay gente ensayando. Tienen mucho por mejorar pero allí están”, dice, sonriente.
Ella misma se sintió atraída por la danza en su versión más callejera. Cuando visitó Nueva York con la idea de empaparse de danza contemporánea, lo que encontró en los salones más clásicos fue el aburrimiento. Prefirió dejar las clases y volcarse al hip hop y al afro, que nacieron lejos de las academias. “Estamos acostumbrados a que la danza tiene cierta limpieza, formas cuidadas y cuerpos estilizados. Pero la necesidad de expresión y el talento están en todas partes, y acá hay bailarinas gordas, morochas, grandes y chicas”, dice en relación a su nuevo grupo de trabajo.
Uno de sus seguidores más fervientes es su marido, Sebastián Schatchel, músico de La Portuaria. El está a cargo de la banda sonora de sus espectáculos y es una de las piezas clave de su calidad artística. Andrea Servera está contenta. Estrenar dos obras en un año es más que suficiente y salir de los cánones acartonados de la danza, también. “Muchos la sienten como algo distante. Y es cierto porque hay mucho narcisismo en el bailar, en el hecho de que los cuerpos están expuestos. Creo que los lenguajes que estoy recorriendo son una forma de acercarme a la gente.”

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