TEATRO 2
El director y dramaturgo Horacio Banega montó Cuántos muertos hacen una matanza como un musical anómalo donde se erige el Museo del Amor. Y allí ejerce además su profesión de filósofo: ¿es el amor el fin último que lleva a la felicidad?
› Por Mercedes Halfon
Una historia de amor es siempre una historia de amor particular. En el teatro Romeo y Julieta, en el cine Harry y Sally, son historias paradigmáticas de las que también hay algo que puede extraerse, como un castigo ejemplar para el género humano: estamos destinados a amar, a encontrar una persona que nos complete a la perfección, que sea nuestra mitad absoluta, con quien franquear las puertas de la felicidad. Claro que de no encontrarla, irremediablemente nos precipitamos a la desdicha y al más ruidoso de los fracasos. Estas historias de amor son también La Historia del Amor. Un relato interiorizado como verdad occidental, que sirve tanto para la vida como para la ficción. Es precisamente esa concepción la que Cuántos muertos hacen una matanza intenta cascotear; por eso pone sus piezas en un museo y las observa con mirada extrañada: a veces de entomólogo, a veces mimetizada con el objeto al punto de tomar formas ridículas.
Los protagonistas de este Museo del Amor que armó el director y dramaturgo Horacio Banega son: La Rubia, Director, Bjork, Brigitte, DJ y La Muñeca. Ellos son los actores de este anómalo musical. Como si para hablar de amor no hubiera un género más apropiado, la obra se va dividiendo en cuadros vivos, entre momentos de guitarra y canciones que Bjork –la pequeña y potente Natalia Olabe– canta a capella con su hermosa voz. Ella dice, antes de uno de sus temas: “Siempre que me enamoro, canto. Me siento hermosa, en paz con el mundo y los zapatos dejan de dolerme. Los tacos. Cada llamada telefónica anuncia y me cuenta que soy importante, muy importante, para un hombre. El amor es una canción”.
Además del factor musical, la estructura en cuadros responde a los distintos puntos de vista que van apareciendo sobre el tema. La obra representa momentos amorosos prototípicos: la desesperación, el amor de verano, la repetición, la despedida, la iniciación. Y entre estos momentos, la explicación teórica. Porque, hay que decirlo: Horacio Banega, además de director teatral, es un filósofo dedicado a la gnoseología, que divide su tiempo entre clases en distintas universidades y ensayos en el teatro más off. Y ésta es, de hecho, su obra más filosófica. Banega explica así el paso: “Es la vez que me estoy animando más a dejar fluir partes de mi discurso que son habituales para mí. Dejar de estar dividido, intentando hacerme el dramaturgo que no sabe filosofía y ver qué pasa si intento meter textos netamente teóricos. Era un desafío para los actores y para mí. Puede parecer una obra densa, porque se dice algo, se dicen muchas cosas”.
Es así como en la obra se habla de estar o salir de una “caverna” y el DJ dice cosas sofisticadísimas al público, como por ejemplo: “La desilusión amorosa muestra el fracaso de una determinada manera de entender el amor, igual que el fracaso escolar nos habla más bien del desastre de la institución escuela que del adolescente que decidió abandonarla. Se fracasa porque se quiere sostener una institución que ya está obsoleta. El amor es una institución social y jamás vivimos nada privado ni particular en la experiencia del amor”.
Banega dice que le interesa más una mirada sociológica que psicológica sobre el amor, y por eso abandona el presupuesto barthesiano de “el amor como efecto del lenguaje”, en favor de un abordaje más sociológico que incluiría preguntas punzantes tales como “por qué hay tantos telos en esta ciudad”. Y si bien hay una innegable reminiscencia al autor francés de Fragmentos de un discurso amoroso, en la forma de “dramatizar” el amor, de volverlo escena en esta obra, el lugar que se le da no es el de la preciosa vitrina donde ver imágenes del más estilizado de los sentimientos. Aunque se hable de un museo. El lugar que se le da es el lugar cuestionado, burlado, homenajeado y relacionado con elementos tan dispares como el control de esfínteres o la arena, que permitan una perspectiva nueva.
Sobre el final, el director del museo narra, en un monólogo tatoboresco, cómo tuvo que huir de la cita con su amada para ir al baño y no pudo jamás volver. El “cagazo” frente al amor. Y después Bjork canta enamorada, su rareza, su incomodidad: “Duermo, se me caen los ojos, sueño con la playa, nada de glamour, me gusta ver, familias enteras en la arena, el sol me quema, me gusta, pero me quema”.
Cuántos muertos hacen una matanza, los jueves a las 21.30 y viernes a las 23, en Del Borde, Chile 630.
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