ENTREVISTAS > MARSHALL BERMAN: NUEVA YORK, EL 11-S Y EL MUNDO EN EL QUE VIVIMOS
Desde hace un cuarto de siglo, Marshall Berman es considerado uno de los pensadores más lúcidos del presente: humanista y marxista, capaz de hilvanar las reglas del sistema económico, los preceptos de la ciencia política, el movimiento constante del urbanismo, los signos que anidan en las obras de arte y los hechos más palpables de la vida diaria, ha sabido exponer así los síntomas y las contradicciones del mundo moderno. Entrevistado en su Nueva York natal, aceptó hablar con Radar del impacto simbólico y cotidiano en la ciudad tras el 11-S, cuando se derrumbaron las Torres que él tanto odiaba.
› Por Hernán Lascano
Hace 25 años, cuando entregó a su editor Todo lo sólido se desvanece en el aire, Marshall Berman asumía que el porvenir le arrimaría algún ejemplo para probar sus ideas sobre la vida moderna. Pero jamás sospechó que uno de ellos guardaría una correspondencia tan porfiada con el título del más célebre de sus libros. En el atentado que destruyó los dos edificios más altos de Nueva York persiste para él una extraordinaria fuente de estupor y la contraseña de una época. Justo en la ciudad donde nació y a la que tomó como laboratorio de sus divagaciones sobre las promesas, los prodigios y los demonios de la vida contemporánea.
Los análisis de Berman tienen como eje obstinado la calle. Su mirada sobre las tragedias y aventuras de la modernidad examina cómo leyeron su entorno espacial y político arquetipos del mundo moderno, modificándose en esa experiencia –y al mundo– con ellas. De Dostoievski a Marx, de Ibsen a Rousseau, de Baudelaire a Le Corbusier, Berman advierte el pespunte de un hilo común: habitar un continente en agitación e incertidumbre permanentes, compartir preocupaciones e ilusiones en una atmósfera donde sin solución todo se desintegra dolorosamente para volver a surgir.
Y en la calle se ven las proezas y las ruinas del mundo moderno. En Todo lo sólido... Berman concebía a Nueva York como una acción simbólica que desde sus magníficos edificios y rascacielos propone al mundo un prospecto cultural sobre cómo debe vivirse y admirarse la vida moderna. En la acción de los dos pilotos que se incrustaron contra el World Trade Center hace seis años, piensa Berman, hubo también un mensaje. Que, entiende, es distintivo de la modernidad.
“Profesor Berman, buenas noches. Soy de Argentina. Lo molesto para preguntarle si no me concedería una entrevista.” Sólo teníamos las siguientes 36 horas por un hueco, gentileza de un vuelo retrasado. –Déjeme ver. ¿Para qué querría hablar conmigo?
Bueno, soy periodista, me gustaría conversar y publicar lo que me diga.
–Déjeme ver mi agenda. Está bien. ¿Qué le parece el jueves de la semana que viene?
Decirle que el avión sale al día siguiente, que es martes, es una brutalidad. Pero no hay mucha opción.
Vea, señor, estoy aquí por accidente, me voy mañana. Sé que llamo con poco tiempo.
–Déjeme ver. Está bien. Sí, está bien. ¿Qué le parece a las 10? Hay un lindo lugar cerca de mi casa donde podríamos desayunar. ¿Está usted de acuerdo?
Son las 10.15, la temperatura es de tres grados bajo cero y Marshall Berman no aparece. Tal vez sea mejor porque el frío es desolador y no hubo tiempo ni imaginación para proponer una conversación responsable. A las 10.25 una figura desbalanceada, inclinada levemente a su izquierda, avanza con pasos cortos por la calle 100. Lleva una campera tipo cazadora, pantalones de gabardina gastados y un par de guantes gigantescos. “Disculpe, por favor”, murmura y tiende la mano. De una de sus orejas, asomando en la melena grisácea y desgreñada, pende un prominente aro con las máscaras de la tragedia y la comedia. Berman tiene 67 años. Profesor de Ciencia Política y Urbanismo del City College de Nueva York, Berman es un explorador de la calle. Desde allí pregunta e indaga cómo atravesó a los neoyorquinos el trauma que, junto a un símbolo imperial, también tiró abajo sensaciones vinculadas con la invulnerabilidad y el orgullo. Las Torres Gemelas se erguían a quince minutos del departamento donde vive Berman en el Upper Manhattan. El dice que siempre odió esos edificios. Pero que pensar lo que ocurrió lo hace sentir culpable y herido.
Esa culpa fantasmal, dice Berman, acecha a los neoyorquinos. De manera especial a los que, como él, despreciaban a las Torres. “El World Trade Center se destacaba mucho por su envergadura aunque paradójicamente allí parecía latir una idea de alejar a la gente. Eran unos edificios horribles. En el acceso había una plaza abierta pensada para eventos como ferias comerciales, pero la agencia que la alquilaba hizo siempre lo posible por apartar al público. Conozco a una mujer que luchó durante años para hacer de ese espacio un ámbito más social. Renunció a su trabajo en julio de 2001. Al encontrarla, tiempo después, le pregunté por qué imperaba allí aquel espíritu tan opuesto a la gente. Rompió a llorar ante mi pregunta. Me dijo que los compañeros de trabajo que podrían responder la razón de esa actitud estaban muertos. Ella no quería estar allí pero sentía una culpa desoladora por haberlos combatido. La gente lleva todos esos sentimientos dentro.”
¿Y qué le pasa a usted?
–Aún me siento muy herido. Siempre percibí las Torres como aisladas y no integradas a la ciudad. Antes de las explosiones mucha gente de mi edad recordaba con añoranza la zona del bajo Manhattan sin ellas. Y nunca me cuidé de expresar mis sentimientos adversos. Pero en algún punto, después de los ataques, he deseado incluso que hubiera existido alguna forma de hacerlas desaparecer sin matar a nadie. Lo dije muchas veces. Al verme llorar aquellos días mi hijo me preguntaba qué me ocurría si, al fin y al cabo, yo odiaba esos edificios. Le contestaba que esos espacios, que me parecían algo irreales, se habían llevado mucha gente real con ellos.
Berman desayuna huevos revueltos y chocolate caliente en un Metro Diner de Broadway y la calle 100. A una cuadra de allí una placa anuncia una retrospectiva de la obra de Robert Moses, el ingeniero que en los años ‘50 diseñó la autopista que hizo desaparecer buena parte del Bronx, el barrio natal de Berman. A esa cuestión le dedicó un capítulo de Todo lo sólido... Los hombres comunes, siente Berman, experimentan las emociones y adversidades de la modernidad caminando en la calle. A ella volvió para compulsar los efectos del 11 de septiembre de 2001.
¿Qué recuerda de ese día?
–Llevé a mi hijo a la escuela, volví a casa y estaba preparándome para salir. Tenía la radio prendida y oí la exclamación de un locutor diciendo que un avión se había estrellado en el World Trade Center. Puse la televisión y se veían escenas de histeria. Cuando se vio en vivo el choque del segundo avión todos asumimos que eso no era un accidente.
¿Cuánto demoró en vincularlo con su libro?
–No pude evitar hacerlo de inmediato, lo que me generó desolación. Me preguntaba qué estaría fallando en mí para que relacionara esta catástrofe colectiva con mi mitología personal. Después comprendí que para expresarnos ante semejante devastación buscamos respuesta en los vocabularios personales. Ante la catástrofe cada cual reacciona con sus recursos. Un amigo especialista en mitología india me cuenta que en esa cosmovisión la reacción destructiva tiene mucho de liberador: que la sangre fluya al río, que los bebés lloren. Los europeos que sufrieron la Segunda Guerra habrán hecho conexiones con eso. Yo hice lo que pude.
¿Notó cambios en los hábitos urbanos o en la conducta de la gente tras el 11-S?
–En aquel momento, obviamente, hubo una tremenda sensación de shock. Pero fue perceptible que la gente comenzó de inmediato a tratarse mejor. Aunque suene absurdo, era notorio un cuidado del otro hasta en la fila del autobús o del correo. Un rasgo de extremada amabilidad. Pero esta amabilidad venía de la ansiedad, lo que no es tan bueno. Venía de sentir que todo podía explotar en cualquier momento.
Los norteamericanos conocen muchas formas de violencia, pero esto era algo nuevo.
–Lo fue. Tras el 11-S muchos europeos dijeron: “Ahora saben cómo se siente ser un blanco de ataques colectivos”. Pero entre los años ‘50 y los ‘90 la violencia en las ciudades estadounidenses fue más alta que en las europeas. La gente actuaba defensivamente, como si hubiera alguien caminando por detrás, buscando advertir algún rasgo desagradable en el otro para cruzarse de vereda. No era que la gente de aquí estuviera preocupada por algo puntual, sino acostumbrada a vivir en permanente preocupación. No obstante, esa violencia tenía que ver con ataques personales: la idea de un individuo puesto en peligro por otro. La novedad ahora era que algo indefinible, impersonal, podía atacar todo o cualquier cosa. En algún sentido los norteamericanos estuvimos más habituados a la violencia que los europeos porque nuestras ciudades daban más miedo. En Europa tras la Segunda Guerra las ciudades se volvieron más seguras de lo que jamás habían sido. Eso cambiaría hacia el final del siglo XX.
Mencionó algo de cierto estado de culpa colectiva.
–Fue evidente en mucha gente, la misma que hoy sienten muchos veteranos de Vietnam o de la Segunda Guerra, la culpa del sobreviviente. Por qué murió alguien que estaba conmigo y yo no. A dos meses de los ataques pasé por un cuartel cercano a mi casa y conversé con dos bomberos. Les pregunté si habían perdido a alguien de su dotación y uno de ellos empezó a llorar. El otro me contó que aquel día una congestión de tránsito impidió que llegaran al primer edificio, donde estaban sus compañeros de cuartel, quienes murieron allí. Ellos vivían y se sentían culpables. Fue algo muy notorio, también en la gente que trabajaba en Ground Zero. Me recordaba a Septimus Warren Smith, un personaje en Mrs. Dalloway, de Virginia Woolf. Era un soldado que regresa de la Primera Guerra y no puede sino ver amigos caídos en el campo de combate, que para él eran más reales que la gente viva. La falta de respuesta es algo que nos acecha y caracteriza la vida moderna.
¿Cómo cree que influyeron los ataques en la visión de los neoyorquinos hacia los inmigrantes?
–Personalmente, al principio tuve miedo de que pudiera haber repudios públicos, en particular contra los barrios árabes. Nada de eso pasó en absoluto, incluso pese a la demagogia de ciertos congresistas. Creo que en este sentido Estados Unidos fue más saludable políticamente de lo que muchos de nosotros presumíamos. La sociedad norteamericana es muy sofisticada respecto de asimilar inmigrantes. Siempre considero que tal vez uno de los objetivos del 11-S fue hacer sentir a los residentes árabes que eran nuestros enemigos.
Piensa que eso no se logró pese a lo que vino después?
–Ciertamente no en EE.UU. Quizás eso esté más vivo en Inglaterra o en Francia, donde hubo reacciones evidentes de violencia racial aunque nunca analicé la situación ni tampoco las razones por las cuales los inmigrantes árabes puedan sentirse allí más rechazados o con miedo. Tal vez una diferencia sea que éste es un país de inmigrantes y todo el tiempo tratamos con nuevos grupos de inmigrantes. En Nueva York el mundo entero viaja con usted en el autobús. Creo además que la ciudad reaccionó con enojo a que los atentados se utilizaran como pretexto para una guerra que se venía planeando por otros motivos.
Las incursiones de la administración Bush en Afganistán e Irak van, según Berman, tras un espejismo que sin embargo existe. Aunque asimila que es un pretexto para la guerra, el fundamentalismo es real y representa una idea muy moderna. En cualquier religión, observa, conviven un aspecto humanístico y otro más tribal y rígido. El fundamentalismo toma tradiciones milenarias y las reconceptualiza rígidamente en un sistema arbitrario desde donde juzga al mundo. No es algo nuevo. También la Guerra Fría, dice, operó escogiendo conspiradores y enemigos en base a un esquema moral abruptamente dual. La modernidad, cree Berman, está llena de amenazas a la modernidad.
¿Qué conexión encuentra entre la guerra en Afganistán e Irán y el fundamentalismo?
–No hay conexión en absoluto.
Pero uno de los propósitos declarados de las invasiones es luchar contra el fundamentalismo.
–Durante la Guerra Fría creció aquí la idea de que cualquiera que se opusiera a Estados Unidos formaba parte de una conspiración. Todo en ese marco era reducido a una misma cosa. Se afianzó entonces el mensaje de que si se podía detener a esa cosa, a nuestro enemigo y a los conspiradores, la vida sería posible en felicidad y armonía. Luego la Unión Soviética colapsó. En fin, según creo, la gente común comprende la idea de que existen obstáculos múltiples a la felicidad. Sin embargo, la política demagógica insiste en reducir todo a un solo elemento. Creo que eso sucedió el 11-S con el fundamentalismo. Es el nuevo pretexto.
¿El 11-S fue un mensaje cultural contra la modernidad?
–La gente que cometió los ataques era muy sofisticada, tenía un plan, manejaba la informática y aviones. La idea de usar aviones comerciales como armas es propia de un pensamiento militar muy moderno y muy sofisticado. Merece crédito, aunque sea horrible. Pero he aquí otra paradoja moderna: este avance en tecnología militar no es correlativo a un progreso en temas morales. Hay un progreso extraordinario en entrenar gente para matar pero no para advertir que los demás son parecidos a uno mismo. Si una novedad cultural implicó esto fue permitir que más gente descubriera caminos nuevos para matar a más gente. Lo que pasó no queda, en este sentido, fuera de la modernidad. El nazismo también desarrolló tecnología muy sofisticada para exterminar seres humanos.
¿El fundamentalismo, en ese sentido, es una idea moderna?
–Es una enrarecida y patética aplicación del pensamiento moderno. En el siglo XX cada religión se volvió en forma simultánea más abierta y humanista pero a la vez más cerrada, exclusiva y violenta. No es algo propio del Islam, las mismas polaridades extremas pueden encontrarse también en el judaísmo y en el catolicismo. Toman tradiciones antiguas de estas religiones, las simplifican y las comprimen. Muchas veces las religiones que tienen formas más cerradas y fanáticas son las más populares.
¿Y cuál es el resultado de esa simplificación?
–Uno de los ejemplos más conspicuos es el lugar que tienen las mujeres en el Islam. Se advierte su marginación pero también que muchas mujeres son entusiastas respecto de esa represión de la cual son objeto. Eso de ningún modo justifica la victimización. Y esto siempre ha sucedido en la historia de la civilización. Dostoievski, que es uno de mis escritores favoritos, crea una historia en Los hermanos Karamazov en la que Jesús vuelve a mitad de la Inquisición, lo arrestan y lo encierran. Un inquisidor lo interroga a medianoche, lo acusa de confundir sus palabras, lo cuestiona. Le dice: “Hoy la gente es más libre que nunca pero no desea su libertad, pide que se la saquemos, que la salvemos de ella. La gente no quiere su libertad y vos, Jesús, los obligás a ser libres”. Funciona como una profecía sorprendente de lo que sucedería con las religiones en el siglo XX. Bajo los fundamentalismos la gente que puede ser libre elige resguardarse de su libertad.
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