Dom 22.09.2002
radar

PIDO LA PALABRA

Juegos En el país del psicoanálisis y el cine de Bergman, no podía faltar un juego tan elegante como el Scrabble. ¿Entretenimiento para personas que posan de cultas o para los que no se animan con el ajedrez? RADAR repasa los cincuenta y pico de años de vida de este intrincado juego que se ha impuesto entre nosotros, a tal punto que ya existe una asociación local que le envía cartas de protesta a la Real Academia por imprecisiones en el diccionario (y la Real Academia les da la razón).

Por Jonathan Rovner

¿Hay algo mejor para hacer con las palabras que intentar conocer el mundo, ampliar el campo de la conciencia humana o mejorar nuestras propias condiciones de existencia? Para algunos ludómanos cultores del Scrabble, la respuesta es un concluyente sí. Se puede dedicar un importante esfuerzo a memorizar palabras de acuerdo a la cantidad de letras o palabras que empiezan con tal o cual letra. Es, por lo menos, curioso. Los jugadores profesionales de Scrabble acumulan listas de palabras en su memoria, ya no por el valor que estas tienen para ellos en su uso de lenguaje en el mundo real, sino porque en este juego las letras valen puntos. Funcionan como objetos de intercambio en una especie de mercado que es el tablero y son una forma de divisa cuyo aval proviene ya no de una reserva federal, sino de la Real Academia Española. Se sabe (y es una regla básica del Scrabble competitivo) que las palabras no tienen por qué ser de uso corriente para ser válidas. Basta que figuren en el Diccionario de la Academia o, como lo llaman cariñosamente sus aficionados, el Drae.
Obviamente, tratándose de un juego así, lo más parecido a lo que se entiende por “uso del lenguaje” ocurre en el espacio de la trampa. Por ejemplo, cuando se trata de convencer al contrincante, poniendo cara de serio, de que no vale la pena buscar la palabra “boludas” en el Drae, que sí figura; con total seguridad, agregar algo así como que se trata de una antigua moldura española, que ya nos tocó hace unas semanas y nosotros también dudamos, pero que sí figura. O distraerlo, en el momento de contar los propios puntos, hablándole de cualquier cosa, de alguna palabreja difícil sacada de la galera en una partida de competencia, triple punto valor palabra, y de paso sumarse subrepticiamente algunos puntos de más en cada jugada.
El juego en cuestión, aunque a países pobres como la Argentina no llegaron más que las primeras 1000 copias (la gran mayoría son falsificaciones o adulteraciones de la marca original), hoy por hoy, lleva vendidas unas 100 millones de unidades en 121 países del mundo, con versiones en 31 lenguas distintas. La historia de Scrabble se acerca peligrosamente al arquetipo del sueño americano. Una tragedia romántica a bordo del “Titanic”, un inventor perseverante desocupado durante la llamada Gran Depresión, un apasionado empresario que peleó por su producto durante años de indiferencia.
El relato que la marca difunde cuenta que lo que Alfred Butts quería era un juego que combinara partes iguales de azar y habilidad mental. Léxico, así se llamaba lo que fuera una primera versión del Scrabble, se jugaba sin tablero. La idea era asignar valores a las letras según su frecuencia estadística. Los jugadores se repartían siete letras escogidas al azar, y a partir de allí debían combinarlas en palabras de manera que sumaran la mayor cantidad posible de puntos. De esta manera, la suerte de recibir letras de alto valor es relativa a la cantidad de palabras con esas letras que el jugador sepa, se acuerde o se le ocurran. En 1931 Butts fabricó él mismo y repartió ocho copias de este juego que al comienzo no despertó el menor entusiasmo ni siquiera entre sus amigos más íntimos. Fue el furor por los crucigramas a finales de la década del 30 lo que completó la idea de Scrabble, con un tablero. El nuevo juego se llamó Criss’Cross Words. Al menos en ese primer momento el juego estaba montado sobre un tablero de ajedrez modificado, con las letras grabadas sobre unos rectangulitos de madera que el propio Butts fabricaba uno por uno. Pero, es sabido, en el mundo anglosajón para que algo exista no basta con la voluntad de un creador. Hacen falta hombres de negocios para que lo comercialicen.
James Brunnot y su esposa Emily eran fabricantes de zapatos a comienzos de la década del 30, habían hecho una pequeña fortuna y estaban buscando un nuevo lanzamiento. Firmaron con Butts un primer acuerdo de comercialización el 16 de diciembre de 1948 y lograron registrar Scrabble como propiedad intelectual. Al principio el juego se producía enteramente a mano. En 1949 James y Emily llegaron a fabricar y vender en su casa unos dos mil juegos, con un balance negativo de 450 dólares. Luego, en el edificio de lo que alguna vez fue un colegio, en Connecticut, se montó la primera planta de fabricación de Scrabble. Durante tres años, los Brunot no hicieron más que perder dinero: entre 1949 y 1952 apenas si lograban producir y comercializar unos pocos miles de copias al año. Ya estaban a punto de abandonar el proyecto y bajar la cortina cuando el teléfono sonó, y el que llamaba era un empleado de Macy’s, la gran tienda de Nueva York, que quería comprar diez mil unidades de Scrabble.
Richard Strauss había perdido a sus abuelos a bordo del “Titanic”. Igor Strauss y su esposa celebraban sus bodas de oro en aquel mítico salón de baile, y a ninguno de los dos les interesó demasiado subirse a las lanchas salvavidas. El nieto de esta mítica pareja resultó ser un concienzudo ejecutivo de Macy’s que gustaba de pasar las tardes ociosas rodeado de parientes y amigos jugando apacibles juegos de mesa. Las secuelas de la Gran Depresión habían legado a su generación cierto culposo recato, reactivo al desenfreno de los años 20. Así fue como luego de unas vacaciones en Connecticut, lo primero que hizo Strauss al volver a su oficina fue pedir al depósito de la tienda que le alcanzaran un par de copias de Scrabble y, al enterarse de que el jefe de la sección de juegos ni siquiera lo conocía, decidió montar una importante campaña de difusión del Scrabble.
Superado por esta demanda, Brunnot cedió la licencia de fabricación a Selchow & Righter, en ese entonces el fabricante de juegos líder en Estados Unidos. En 1986 Selchow & Righter vendió los derechos a Coleco, que quebró en 1987. Y así sucedió que 53 años después de rechazar el juego, Milton Bradley, el dueño de Spear & Sons, adquirió los derechos de Scrabble para los Estados Unidos y Canadá.
Quienes hayan pasado últimamente por delante de lo que alguna vez fue la sucursal de Harrods en Buenos Aires recordarán una vidriera, la única todavía habitada, con carteles de Scrabble y varios afiches publicitarios que invitaban a acercarse a la Asociación Argentina de Scrabble, en Maipú al 900. Allí, por la módica suma de $15 mensuales, los días lunesmiércoles y viernes, de 17 a 21, los socios de este club cuentan con una veintena de mesas de paño, equipadas con los respectivos tableros, fichas y su correspondiente ejemplar del Drae. Los aficionados argentinos, como en tantas otras formas de evasión, gozan de un importante prestigio internacional. A tal punto siguen el reglamento que han llegado a detectar errores en la última edición del Diccionario de la Real Academia, y han actuado en consecuencia, enviando una carta con el reclamo y logrando que la Real Academia les respondiera reconociendo los errores, agradeciéndoles y disculpándose.
Si bien todos los jugadores de Scrabble coinciden en afirmar las propiedades benéficas del juego (aumento de la memoria, mejora de la capacidad de concentración), sus detractores opinan que se trata de una solución para quienes no pueden o no se animan con el ajedrez, dicho sea de paso, muy buena palabra para sumar puntos en el Scrabble.

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