MúSICA 1
Los isleños
Presagiaron la new wave inglesa. Fundaron con sus
portaestudios eso que la industria yanqui luego dio a conocer
como low-fi. Forman un reservorio mutante en el que abreva hasta la musa del rock independiente norteamericano. Y, aunque son permeables a constantes oleadas culturales, mantienen una identidad única. Con ustedes, los grandes valores del rock neocelandés.
Por Jorge Fernández
Échenle la culpa al kiwi. En los últimos años, Nueva Zelanda estuvo produciendo (junto a Japón) la música de rock más original e innovadora. Estos dos islotes de Oceanía, descubiertos en 1642 por el explorador holandés Abel Tasman y colonizados por el Reino Unido un siglo después, tienen una extensión similar a Gran Bretaña, pero albergan tan sólo a 3,8 millones de habitantes, 13 por ciento de los cuales son maoríes que habitaban las islas antes de la colonización. La insularidad hizo de Nueva Zelanda una extraña civilización: por su superficie montañosa circulan 14 veces más ovejas que hombres, y su nombre es sinónimo de fauna y flora exóticas, y gigantescos jugadores de rugby. “Nueva Zelanda es como un pequeño hogar con grandes ventanas”, dijo el poeta local Allen Curnow. Lo cual quizá explique por qué sus habitantes, permeables a las constantes oleadas de cultura occidental, convierten los elementos más disímiles en un estilo musical único.
Consecuencia de esta hibridización es la llegada, en 1972, de Split Enz, grupo liderado por Phil Judd y Tim Finn cuyo pop absurdista presagió la new wave inglesa. Quizá porque luego Tim y su hermano Neil formaron Crowded House, algunos críticos prefieren obviar la marca de Split Enz en la historia del rock. En cambio, explican que fue Chris Knox, hoy reconocido padrino del movimiento, quien hizo sonar las primeras guitarras distintivas al frente de The Enemy. Sea cual fuere la versión, el verdadero punto de partida para la actual escena fue la creación del sello independiente Flying Nun.
Con base en Dunedin (ciudad sureña de Nueva Zelanda), en 1980 el sello ficha al trío The Clean, formado por Robert Scott y los hermanos David y Hamish Kilgour, que debuta con el single “Tally Ho!”: post-punk dominado por guitarras saturadas de reverb y garabatos de teclado análogo que más tarde popularizaría Stereolab. Al mismo tiempo, Knox probaba suerte con Toy Dolls, grupo de corta vida que dejó varios singles y un álbum editado por la WEA local. El grupo tuvo un moderado suceso, pero pasó desapercibido fuera del país. Frustrados por la falta de apoyo, los Toy Dolls se separaron y varios de sus miembros emigraron a Flying Nun, que a partir de entonces se convirtió en sede del movimiento. Paul Kean se unió al ex Clean Robert Scott para formar The Bats; mientras Knox y Alec Bathgate formaron Tall Dwarfs, sorprendiendo a los pocos oídos atentos con cuatro EPs de singular pop dadaísta. Grabando en una barata portaestudio de cuatro canales, The Clean y Tall Dwarfs inventaron prematuramente lo que décadas después se conocería como low-fi. Y la portaestudio es –hasta el día de hoy– marca de fábrica de casi todo lo producido en las islas.
LA SEMILLA QUE
CONQUISTARA EL MUNDO
A raíz de los experimentos de Knox, el punk irreverente de The Clean y el apoyo de Flying Nun, la semilla del kiwi pop se esparció por Nueva Zelanda. Tan caricaturescos como sus nombres, The Chills, The Verlaines, The 3D’s y los Able Tasmans (“Tasmanes capaces”: juego de palabras con el colonizador de las islas) cargaban con la herencia de la música inglesa, pero la impronta del folk local los transformó en entidades autónomas y admiradas por sus pares occidentales (al punto que en 1998 Barbara Manning, musa del indie norteamericano, partió hacia Nueva Zelanda para hacer su propio disco kiwi con los zares de la escena). Sin embargo, a comienzos de los noventa, la fruta estaba algo madura y surgieron los primeros insurrectos, con The Dead C a la cabeza.
Apuntando sus guitarras al noise de la escena neoyorquina, y con el padrinazgo de Thurston Moore (Sonic Youth), la música del trío integrado por los guitarristas Bruce Russell y Michael Morley y el baterista Robbie Yeats (ex Verlaines) parte de canciones desestructuradas, y acaba en extensos jams que no obstante conservan el espontáneo sabor local. Incansable activista del noise, Russell fundó por cuenta propia los sellos Xpressway (en homenaje a “Xpressway To Yr Skull”, de Sonic Youth) y luego Corpus Hermeticum, una sabia decisión que le permitió mayor circulación a las grabaciones de Dead C y proyectos paralelos como Omit, K-Group, A Handful of Dust, Gate y la banda inglesa Flying Saucer Attack.
A mediados de los noventa, las loas de Moore llamaron la atención de sellos norteamericanos como Stillbreeze, Emperor Jones, Drunken Fish y Ajax, que comenzaron a editar –y reeditar– álbumes de Dead C y grupos de similar linaje. El apoyo de éstos, junto a la proliferación de distribuidores por Internet, permitió el redescubrimiento de héroes subterráneos como Roy Montgomery, un veterano que en 1980 formó The Pin Group, uno de los primeros grupos post-punk del Pacífico. Sus colaboraciones con Flying Saucer Attack y Bardo Pond (bajo el alias Hash Jar Tempo) exploran las posibilidades de la guitarra para producir atmósferas; pero es en sus discos solistas donde Montgomery realmente seduce, con letárgicas y espectrales canciones que parecen sacadas de un aljibe medieval.
LOS MUTANTES
Quizá por su escasa población, otro rasgo de la escena son las permanentes mutaciones. Pop Art Toasters, por ejemplo, es el resultado de la unión entre David Kilgour (Clean) y Martin Phillips (The Chills). Además, los proyectos paralelos se multiplican, haciendo difícil –aunque excitante– rastrear la evolución de cada artista. Por eso no es casual que el criterio de colaboración sea central para Peter Jefferies, quizás el talento más injustamente ignorado de las islas. Jefferies comenzó manipulando cintas en Xpressway, luego formó el influyente dúo post-industrial This Kind of Punishment, y en 1986 grabó con Jono Lonie At Swim 2 Birds, uno de los primeros discos kiwi reseñados por la prensa inglesa. Rescatado ese año por Bruce Russell, Jefferies inició una errática pero singular carrera solista, siempre con el apoyo de gente como Russell, Michael Morley y Alastair Galbraith.
Educado en las artes plásticas, Alastair Galbraith encarna el fantasma de Syd Barrett que sobrevoló toda la historia del kiwi pop. Y su música es, con un poco de imaginación, lo que el diamante loco estaría haciendo de haber conservado sus neuronas activas. Básicamente, Alastair toma los principales aportes de Tall Dwarfs (loops de guitarras, órgano y ruido ambiente) y –acorde a su formación de pintor– arroja los fragmentos como un artista del action painting. El resultado es una serie de collages de temas breves, mientras el montaje de loops crea bucólicas melodías sobre las que Galbraith canta y desliza improvisaciones en guitarra, violín o didgeridoo. Más experimental –aunque menos efectivo– es el trabajo del guitarrista Dean Roberts, quien procesa instrumentos en ProTools, y en su álbum And the Moths Play the Grand Cinema (2000) hasta incluyó una deconstrucción de la bella canción “Cindy Tells me”, de Brian Eno. Aun en sus casos más extremos, los neocelandeses llevan jugo pop en la sangre.
Subnotas