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Domingo, 9 de septiembre de 2007

DESPEDIDAS > ADIóS AL MARQUéS DE VILALLONGA

Las grandes vacaciones

Descendiente de la rancia aristocracia española, miembro vitalicio del jet set de oro, actor amateur de Fellini, Berlanga y Malle, don Juan faunesco, ocioso impenitente que llenaba su tiempo libre trabajando, José Luis de Vilallonga exprimió como pocos su lugar en el mundo: lo disfrutó, lo retrató, lo traicionó, lo desolló en crónicas y entrevistas brillantes, y siguió siendo un invitado de lujo en sus fiestas, a pesar de todo. En la semana de su muerte, Radar despide al marqués de Vilallonga.

 Por María Moreno

“Glande de España” fue el alias que le hizo valer una de sus resentidas ex esposas, pero en la necrológica sólo figura su nombre de nacimiento y su título: José Luis de Vilallonga, marqués de Castellvell. Sus cenizas fueron sepultadas en el panteón de su familia en San Feliú de Llobregat, población de Barcelona en donde él había ocupado el Palau Falguera que, como es de rigor, hoy pertenece al ayuntamiento. Fue un actor olvidable, pero constituía el toque chic de Louis Malle, Louis García Berlanga y Federico Fellini. Aunque como cronista fue excepcional: basta ver las páginas que le dedica a Carmencita Franco en Gold Gotha, el detalle de sus pelos de gorila asomando sobre sus zoquetes blancos de niña de derechas. Miembro natural del jet set, conocía a todo el mundo, lo que convertía cada entrevista íntima en una suerte de traición pactada con el entrevistado, en un número donde las preguntas sólo servían para orientar al lector, ya que el reportero, asistente a todas las veladas escandalosas y donde el alcohol y la cocaína sueltan la lengua, conocía de antemano las respuestas. Escribió La gente de bien (1955), La hora peligrosa del alba (1957), El hombre de sangre (1961), Fiesta (1971), La nostalgia es un error y un montón de libros ya que, para probar que era un ocioso, trabajaba mucho. Como Marlene Dietrich, logró que uno de sus hijos escribiera sobre él una biografía no autorizada; como Picasso, que una de sus esposas hiciera otra; como Colette, ver contaminada su figura de autor por la de su propio personaje. Su hijo John lo acusa (Vilallonga, mi padre) de haberlo orientado a un lugar del barrio de Montparnasse en donde había una puta excepcional y de que al llegar se encontró con una mujer sin piernas que saltaba a la cama desde un trapecio. Su ex esposa Begonia Aranguren (Vilallonga, diamante falso) dice que la obligaba a dar exclusivas a ¡Hola! con el fin de conseguir gratis unas vacaciones de acuerdo con los paparazzi y de que el hijo de otra ex, Fabrizio, lo explotaba como un cafishio. Según cómo se mire, fue un barón de Charlus gallego o un alcahuete profesional. Vilallonga, que se definía como monárquico pero no monogámico, y que no quería ir al cielo para no encontrarse con gente del Opus, fue biógrafo de Juan Carlos II. El rey le tenía estima, pero no tanta como para lograr que John Vilallonga no heredara el título nobiliario de su padre, como le pidió éste. “Nunca un rey quitó un título, no me metas en ésta, José.”

El siguiente fragmento pertenece a una de las biografías de Vilallonga, Mi vida es una fiesta. Es el relato del duelo entre el marqués George de Cuevas, director de una compañía de ballet internacional, y el igualmente famoso bailarín Serge Lifar. ¿El motivo? Un plagio: el marqués había copiado la coreografía del año anterior de Lifar y encima lo había invitado a verla. Lifar lo acusó en público. El marqués lo abofeteó. Lifar lo retó a duelo. El marqués eligió como padrinos a Vilallonga (no podía negarse, es más, debía impedir el duelo) y a Jean-Marie Le Pen (no podía negarse, le había sacado dinero al marqués para fundar su partido). Los duelistas les dijeron a los periodistas que se batían por una cuestión de polleras: los periodistas estallaron en carcajadas. El marqués de Cuevas solía viajar por París en litera, precedido por seis pequineses, casi siempre disfrazado de bonzo, de marajá, de obispo –usaba una mitra retocada por Dior– o de miembro de la orden de San Crisóstomo en cuyo hábito solía agregar la Legión de Honor que se había otorgado a sí mismo, impaciente por la burocracia del gobierno francés. Lifar ya había dado la nota arrojándose adentro de la sepultura, durante el entierro del coreógrafo Diaghilev. Le Pen pretendía que dos locas se comportaran como hombres de armas tomar y, a su modo, lo hicieron.

Demasiado estúpido para ser cierto

POR JOSE LUIS DE VILALLONGA

Elegido por Le Pen, el campo era un prado de césped perfectamente cuidado, delimitado por dos grandes magnolios a un lado, y por un bosquecillo de alcornoques al otro. Bajo uno de los magnolios, el doctor Vavin había dispuesto, sobre un paño blanco, una serie de frascos y de instrumentos que brillaban con siniestro fulgor entre el algodón hidrófilo y las vendas. Dos enfermeros en bata blanca montaban guardia junto al material.

El director del combate –un coronel retirado de aspecto poco atractivo– medía con paso tranquilo el terreno en el que Cuevas y Serge Lifar debían enfrentarse. Treinta metros largos separaban los magnolios del bosquecillo de alcornoques.

Cuevas, Le Pen y yo fuimos los primeros en llegar al lugar del encuentro. Tuve que sujetar varias veces por el codo a George, que titubeaba. ¿Era el miedo o el vino tinto lo que hacía temblar sus piernas? Preferí no saberlo. Serge Lifar nos siguió, flanqueado por Cero y el anticuario ruso. El bailarín se movía con una gracia rígida, cercana al anquilosamiento. Periodistas y fotógrafos nos rodearon de nuevo pero, esta vez, manteniendo las distancias. Nadie reía ya. La farsa podía pronto terminar en drama y todo el mundo era consciente de ello. Dos amigos de toda la vida, dos ancianos, iban a cruzar sus aceros ante nosotros por algo que considerábamos una idiotez.

Lady Lamington se había negado a asistir al espectáculo: “This is too stupid to be true” (“Es demasiado estúpido para ser cierto”), había dicho sin soltar su taza de té.

Con un gesto, el director del combate nos indicó que fuéramos a colocarnos junto a los alcornoques. Lifar y sus dos testigos se situaron bajo uno de los magnolios cuyas flores habían cubierto el suelo de grandes pétalos amarillentos.

–Hacen juego con su tez –ironizó Cuevas, cuya voz temblaba ligeramente.

El doctor Vavin se acercó a nosotros.

–¿Cómo se encuentra, marqués?

Cuevas esbozó una triste sonrisa:

–Como un pez en lejía, doctor.

–Su muñeca izquierda, por favor.

El doctor Vavin le tomó el pulso con aire preocupado.

–De momento va bien –dijo, gruñón–; pero, lo repito, a la menor alteración de su ritmo cardíaco detendré esta estupidez.

Nos dejó para ir a examinar a Lifar, que le ofreció su brazo con la elegancia de una debutante invitada a bailar un vals.

El director del duelo se colocó en el centro del terreno y nos hizo señal de que nos acercáramos.

–Caballeros, ¿conocen todas las reglas del duelo a sable, verdad?

–Sí –mintieron serenamente Cuevas y Lifar.

–A la primera sangre –explicó el director–, consideraré que el honor está a salvo y detendré el combate. Ustedes tendrán que decidir si desean continuar o no.

Un ayudante presentó al director dos sables en su estuche de terciopelo. Parecían nuevos y sus hojas lanzaban destellos.

–Se han desinfectado debidamente con alcohol –precisó el doctor Vavin, que se nos había reunido.

El director tomó uno de los sables y lo tendió a Cuevas, que lo recibió con una desenvoltura que me pareció demasiado afectada. Lifar, en cuanto tuvo el suyo en la mano, lo usó como un látigo y hendió con destreza varias veces el aire. Parecía dominar el asunto. Cuevas me miró con aire angustiado.

–Caballeros... a sus puestos.

Los cuatro testigos acompañamos a nuestros dos representados hasta el centro del terreno, luego regresamos a nuestros respectivos emplazamientos, unos bajo los magnolios, y otros junto al bosquecillo de alcornoques.

En un silencio mortal, Cuevas y Lifar se quedaron solos, cara a cara, empuñando el sable. Durante un largo, largo rato, no sucedió nada. Ambos hombres se miraban con intensidad, muy pálidos, crispadas las mandíbulas y con la mirada endurecida por el miedo.

Lifar, más joven, más elástico, esbozó por fin algunos pasos hacia adelante y hacia atrás –fue bastante hermoso–, como un torero que palpa el terreno bajo sus pies antes de excitar al toro para clavarle las banderillas. Cuevas no reaccionó. Encogido sobre sí mismo, atento, permanecía sin moverse. Entonces, Lifar, enardecido, repitió sus pasos de danza. Nada. Cuevas, inmóvil, mantenía el sable, peligrosamente dirigido hacia el pecho de Lifar. Le habría bastado un paso, uno solo y... Pero no lo dio. El bailarín perdió la paciencia. Avanzó y retrocedió de nuevo, ligero y estremecido, semejante a una mariposa nocturna fascinada por una llama. Nada aún. Sólido, imperturbable, Cuevas con el sable tendido ante sí, seguía sin moverse.

–Se observan, se estudian... –murmuré para mí.

Le Pen, que me había oído, repuso:

–¡Se están cagando de miedo!

De pronto, sin previo aviso, aullando en ruso una palabra que nadie comprendió, Lifar se lanzó al ataque. Pero lo hizo con el sable en alto, evidenciando su deseo de no tocar al adversario. Sorprendido por el inesperado salto de su rival, Cuevas barrió el aire ante sí para defenderse y su sable golpeó con violencia el muslo izquierdo de Lifar. Oí que éste exclamaba: “¡Ah, no!...”. Iba a saltar de nuevo, con el sable más bajo esta vez, cuando resonó la voz del director:

–Caballeros... ¡fin del primer asalto!

El doctor Vavin corrió hacia nosotros con el estetoscopio en la mano.

–Permita que le examine, marqués.

–¡Pero si estoy muy bien! –protestó Cuevas.

Auscultó largo rato su corazón. Cuando hubo terminado, dictaminó:

–Su corazón comienza a galopar, marqués. Le autorizo otro asalto. Pero sólo uno, lo contrario sería una locura.

–Muy bien, doctor –respondió Cuevas dignamente–, siendo así... ¡voy a atravesarle!

Con el cronómetro en la mano, el director del combate gritó:

–Caballeros... ¡sitúense para el segundo asalto!

El segundo asalto comenzó exactamente como el primero. Absolutamente inmóviles los dos. Lifar se sentía ultrajado por el golpe recibido en el muslo y se disponía a hacer pagar muy cara la traición de Cuevas. Por lo que a éste respecta –yo le conocía muy bien– tenía de pronto el rostro de las grandes ocasiones. Marmóreo. Pero esta vez, con un brillo en la mirada que no presagiaba nada bueno.

Lifar comenzó de nuevo a brincar, manejando el sable como un espadachín de película, convencido de que no corría riesgo alguno. Cuevas seguía con mucha atención los menores gestos de su rival. De pronto, con voz alta y clara, anunció:

–¡Y ahora, cosaco de mierda, te voy a pinchar!

Sorprendido por el insulto, Lifar permaneció unos segundos con el sable en alto, boquiabierto. Fulgurante, Cuevas se lanzó hacia adelante con sorprendente estilo... Lifar sólo tuvo tiempo de cruzar los brazos para protegerse el pecho. La punta del sable de Cuevas se hundió varios centímetros en el bíceps del bailarín. Lifar lanzó un grito de dolor, seguido de una imprecación en ruso. Al ver la sangre que corría, Cuevas se puso lívido. Arrojó su sable a lo lejos y se precipitó hacia Lifar con los brazos abiertos.

–¡Serge, Serge! ¡Qué he hecho!

El marqués sollozaba, desesperado. Lifar actuó con extremada dignidad. Estrechó al viejo amigo contra su pecho cubierto de sangre y le consoló amablemente:

–No es nada, George, no es nada... Ha sido en el músculo del brazo.

En cuanto el bailarín le soltó, Cuevas cayó de espaldas, desvanecido. Le Pen, que miraba la escena asqueado, escupió con desprecio:

–¡Ah, estos metecos! Siempre serán los mismos.

Cuevas regresó a París en ambulancia, medio desvanecido. Sentado junto a él, Lifar le sostenía la mano.

La llegada al Quai Voltaire fue una apoteosis. Los viejos criados lloraban, los pequineses ladraban, la Bibesco recitaba a Racine, Jacqueline de Ribes preparaba dry-martinis, Guerrico rezaba arrodillado ante una virgen de su país, Larrain se ponía la inyección que tenía que haber administrado al marqués y monseñor Julio Eizaguirre de Las Cuevas Piedrahita de Guana y Simonel bendecía a los combatientes, perdonándoles por haber pecado, oh, muy venialmente, puesto que sólo se habían portado como los caballeros que eran.

Aprovechando que su patrón fingía no verles, las bailarinas rusas se entregaban a desenfrenadas czardas mientras Lifar añadía al vodka algunas gotas de su propia sangre.

Fue una larga, hermosa y dura jornada, como me hubiera gustado vivir muchas otras.

Por la noche, Salima y yo hicimos el amor en mi buhardilla de la calle de Saint-Pères, con una violencia que nos asustó. Nada mancha y nada lava como la sangre, ha escrito cierto filósofo francés. Y nada excita tanto los sentidos de un español.

Este fragmento pertenece a Mi vida es una fiesta, la autobiografía de Vilallonga editada por Ediciones B en 1988. Todavía se encuentran algunos ejemplares en las librerías de viejos de Buenos Aires, así como ejemplares de Gold Gotha, el libro de entrevistas a “algunos integrantes del jet set internacional” editado por Emecé en 1972.

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