Domingo, 30 de septiembre de 2007 | Hoy
CINE > INVASORES, SEGúN PASAN LOS AñOS
Desde los años cincuenta, la figura de los marcianos que usurpan cuerpos humanos, encarnada por primera vez en Invasion of the Body Snatchers de Don Siegel, se convirtió en metáfora de su época y comentario político. Ahora llega la cuarta remake, del director de La caída, Oliver Hirschbiegel. Y su desafío es lidiar con la deshumanización como condición humana.
Por Mariano Kairuz
1956 Kevin McCarthy y Dana Wynters corren por sus vidas en la original, la de Don Siegel.
1978 Todo termina mal para Donald Sutherland en la gran remake de Philip Kaufman.
1993 Gabrielle Anwar, teenager sensible en la oscura versión del oscuro Abel Ferrara.
1998 Una reinterpretación en clave adolescente y drogona contrabandeada por Robert Rodríguez: Aulas peligrosas.
2007 Las estrellas Nicole Kidman y Daniel Craig fingen ser seres humanos con sentimientos en Invasores, la última hasta ahora.
El gran director Don Siegel quería terminar así Invasion of the Body Snatchers (1956): con el doctor Miles Bennell (Kevin McCarthy) gritándole su fatal advertencia a cámara, directamente al espectador y luego The End, y las luces que se encienden y uno preguntándose si el tipo que está sentado al lado nuestro en el cine no habrá sido tomado ya por los alienígenas. Un cierre aterrador para una de las películas más aterradoras que se habían hecho hasta entonces. Tal vez demasiado aterrador: el estudio no se lo permitió, y Siegel fue obligado a enmarcar su historia en un flashback, con un cierre tranquilizador en el que las autoridades toman finalmente las riendas.
Sin embargo, el relato basado en la novela corta de Jack Finney sobre una entidad llegada de afuera que se apodera de los cuerpos de los seres humanos clonándolos o reemplazándolos por seres iguales en apariencia pero sin sentimientos (“ni odio ni amor, sin problemas”), deshumanizados, era y sigue siendo de una eficacia tal que aquella Body Snatchers original funciona todavía medio siglo más tarde, y hasta tuvo, raro privilegio, dos muy buenas y diferentes remakes en los ’70 y los ’90. Su enorme capacidad para metaforizar alguna condición esencial de su época validó cada nueva versión, e incluso ahora que llega a los cines la cuarta, la más aséptica de sus adaptaciones –una producción repleta de problemas, con Nicole Kidman y Daniel Craig–, su poderosa idea sigue vigente. Así fueron las usurpaciones según pasaron los años:
Tan sugestiva era aquella Invasion of the Body Snatchers de 1956 que hasta fue objeto de dos interpretaciones políticas diametralmente opuestas: como fábula anticomunista (las semillas extraterrestres despojan a las personas de sus rasgos individuales para insertarlos en una entidad colectiva) y como fábula antimacartista (las semillas despojan a las personas de su individualidad, negándoles el derecho a la disidencia). Un dato insoslayable a favor de esta última versión: su guionista Daniel Mainwaring integró las listas negras de Hollywood. En una entrevista a fines de los ’60, Siegel le dijo a Peter Bogdanovich que había querido hacer una película realista, que hablara del mundo que lo rodeaba: “Un mundo enfermo, de guerras inexplicables, donde la mayoría de la gente, seguro al menos en Hollywood, vamos a nuestros trabajos sin tener idea de lo que pasa a nuestro alrededor; muchos ya no sienten dolor ni pena. Nos estamos convirtiendo en los cuerpos alienígenas”.
La impresionante La invasión de los usurpadores de cuerpos (1978) dirigida por Philip Kaufman mantenía la premisa argumental pero trasladaba la historia de la engañosa placidez de pueblo chico a las calles de la alienada San Francisco, con un reparto de rostros en sí mismos temibles: Donald Sutherland como un obsesivo inspector de salubridad, Jeff Goldblum, y Leonard Nimoy (el Sr. Spock) como el autor de un best seller de autoayuda. Muchos críticos la leyeron como una remake centrada en la llamada Generación del Yo: años de individualismo y egocentrismo, entre el fracaso de la experiencia hippie y la configuración del yuppie de los ’80. Pero su mayor aporte fue netamente cinematográfico: Kaufman recargó una de las ideas centrales, la de la delación de familiares, amigos y vecinos, con escenas en que los usurpados lanzan un aterrador grito con la boca en “O” señalando con el brazo extendido a los aún no-integrados. Kaufman tuvo el final apocalíptico que Siegel quiso y no pudo.
El usualmente oscuro Abel Ferrara –con una mano en el guión del gran Larry Cohen– hizo una versión compacta, desprovista de mayores explicaciones, tan fría que pareció perfecta para los ’90, pero que la Warner decidió esconder después de pagar por ella. La gran idea de Usurpadores de cuerpos (Body Snatchers, 1993) fue ambientarla en una base militar. Esto es apenas después de la guerra del Golfo, narrada desde el punto de vista de una adolescente –el único personaje sensible–, mientras los adultos caen enseguida y el ejército se vuelve instrumental en la propagación de las semillas alienígenas. Cinco años más tarde Robert Rodríguez haría otra remake no oficial, hormonal y fumona llamada Aulas peligrosas (The Faculty) que transcurría en un colegio secundario de Texas y, como la de Ferrara, subrayaba el papel de las autoridades (en este caso los profesores) como principales agentes de la deshumanización.
Y uno de los mayores desafíos que asumió el director Oliver Hirschbiegel (La caída) cuando la Warner lo contrató para filmar Invasores (The Invasion, 2007) habrá sido el de tener que “humanizar” a Nicole Kidman, siempre tan buena pero tan gélida, con su voz susurrante y su cutis de porcelana. Los verdaderos usurpadores fueron una vez más los productores del estudio que, insatisfechos con la película que Hirschbiegel les entregó hace más de un año, llamaron a los hermanos Wachowski para reescribir el guión y a James McTeigue (V de venganza) para filmar (se rumorea que mucho) material adicional. El resultado es una película que a pesar de su falta de foco consigue transmitir algunas ideas-signo de los tiempos: lo primero que toman los alienígenas es a agentes del poder en Washington; mientras que la duplicación de cuerpos prescinde de las semillas de siempre y se propaga, más imperceptible, como un virus. Pero si esta versión hace un aporte propio es la presencia constante de la sobremedicación: sus protagonistas les echan pastillas a todos sus problemas, incluso como método para la privación de sueño, única, dolorosa manera de resistencia a la usurpación de sus cuerpos. El comentario político más directo llega sin sutilezas sobre el final: la invasión se ha extendido y en los noticieros televisivos vemos que Medio Oriente se pacifica, que Bush retira sus tropas e incluso que se reconcilia con Hugo Chávez. Casi como una inversión de la idea original según Siegel: ya no todos los traumas y las guerras como productos de nuestro costado más inhumano, sino como expresión misma, inevitable de nuestra condición humana. Y un final quizá involuntariamente aterrador: una vuelta a la normalidad –con Kidman y su felicidad familiar de mentira– capaz de hacernos pensar que, de verdad, si esto es ser humano, mejor sucumbir a la tentadora propuesta de los marcianos.
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