Domingo, 30 de septiembre de 2007 | Hoy
LA RUTA DEL BESO, CRóNICA POR CRóNICA
A las dos en punto se iba a consumar la máxima conexión entre las fans y el ídolo, a metros de la Plaza San Martín. Tenían como antecedentes ladronas célebres de besos a Michael Jackson, Whitney Houston y Madonna. Iba a ser el minuto en que las vidas de estas chicas quedarían unidas para siempre: alteración de la personalidad, un flechazo. Se lo robarían a Alejandro Sanz cuando la camioneta se detuviera; sería la posibilidad de redención de las sometidas. Creían que algo estaba a punto de caer.
La intención era no recorrer, sino hacer oír al oficinista que representa un exhibicionismo erótico que convoca a cada vez más practicantes en Internet. Pero Georges, que expone su masturbación fuera del horario de trabajo a los ojos del mundo, no respondió a mis ruegos. El recorrido por locutorios abrió, a cambio, un mundo: permitió conocer un catálogo de extraños personajes que se vinculaban intensamente con el teclado y otros tantos que se exhibían desde los monitores para expresar las variantes que relevan al beso en los territorios de la vertiente más artesanal de la pornografía.
De pronto, los besos que se daban los chicos de la matinée, en pleno boliche de Olivos, parecían inspirarse en hitos de la historia de las artes plásticas fusionados con imágenes de tiras juveniles de moda: vistos desde el parlante o el pasillo de los baños, recreaban un estatismo que confería a la discoteca el aspecto de un jardín de esculturas. El desfase generacional entre los besadores y los mirones que estudiábamos la escena, con melancolía, se hacía insoportable. Los milagros no se recuperan.
En los sótanos del cabaret para despedidas de solteros, en los bares temáticos y los antros donde reinan los strippers, el circuito single exhibió desinhibidamente su trama: ofrecía enseñar sus prioridades y variaciones de las distintas castas. En esa zona de euforia, el beso forzado de un desnudista a una homenajeada provocaría el caos. El stripper caracterizado como piquetero actuó como no se debe en el lugar no indicado: no es lo mismo el extrovertido Golden que un pacífico bar de tragos en Palermo Hollywood.
Las rosarinas Jessica y Natalia se dieron un beso rápido que no pasó inadvertido: el encargado del bar se acercó hasta donde estaban y les pidió que expresaran su condición en otro lado. Las dos caminaron hasta la puerta y se fueron sin contestar; fueron perseguidas hasta la esquina de la peatonal, al grito de "Abonen lo que deben, hijas de puta". Se habían negado a responder por una Coca Cola ya destapada, porque no habían tenido tiempo de servirla. Un año después, la decisión fue incorporarse al territorio enemigo de los besos, el bar Allison, y camuflarse entre esas mesas de pool y sándwiches de miga para vivir la cacería de besadores furtivos.
El protagonismo quedó, en este caso, a cargo del piquito entre vedettes, que se expande como "El tema" de tapas de revistas de farándula: les garantiza ventas masivas y lleva público a los teatros de la avenida Corrientes y, durante la temporada, a Mar del Plata. La excusa de la crónica fue viajar a esa trastienda para saber cómo se construyen esas fotos, entrar a ese mundo de tacos sobre la arena, brillos impostados, cronistas apócrifos que parecen espiar la escena como si la pescaran in fraganti, a pesar de su condición armada, para descubrir que el espectáculo de los besos entre chicas niega los secretos de su armado.
El foro y el chat llevaban la crónica a un extraño desafío: el de narrar sin salir de casa. Así fue, y la incursión en Internet en busca de citas a ciegas y sexo virtual (esa posibilidad de besar sin contacto) implicaba resistir a la dispersión, el tedio, la idea de que nada extraordinario podía llegar a ocurrir en medio del tecleo de emoticones y propuestas desaforadas. En comunidades cibernéticas de veteranos con onda, judíos ortodoxos, adolescentes virginales y mujeres casaderas fueron cambiando el tono de la comunicación y los apodos pero no la sensación de quedarse afuera.
La ruta se inició en los pasillos de la Escuela de Heroínas y Galanes de Televisa, en pleno México D.F., donde las aspirantes a famosas fichan con tarjeta para seguir un manual de estudios poco ortodoxo. Las rubias siliconadas pelean por vacantes en cátedras como "Besos 1 y 2", "Fotogenia" y "Encuadre", con el objeto de encajar en el gusto medio del televidente latino, determinado por Televisa "tras 50 años –según el slogan– de liderazgo en los sentimientos". En la anteoficina de Il Cappo, el temido y venerado Señor Cobo, apareció Paulina Michelle, la perdedora que entregaría el alma por adquirir la técnica de besos de Lynette, rival calcada del culebrón. Y ella se convirtió en la crónica.
Aquí, la llegada a un rodaje fue la excusa para interrogar al director y sus actores sobre una negación primordial: la pornografía de distribución comercial escapa a los besos; su inclusión en la mayoría de las tramas y las secuencias coreográficas es un delito que podría pagarse con la rescisión de un contrato internacional. Se pueden imaginar razones narrativas de todo tipo: necesidad de agilizar la historia, imposibilidad de exhibir simultáneamente el rostro y la actividad genital. O el pasaje de la nada al todo para reconstruir el vértigo de una intensidad volcánica. Sin embargo, el inesperado relato de un enamorado terminó aportando el factor sorpresa.
¿Qué distingue a un devoto del espectáculo de aquellos que adoran a otros santos? Quizá sea el contacto directo que tomaron en vida con la difunta (un roce con su brazo después de esperarla en la puerta de una bailanta o un manchón de rouge rojo pasión en el centro de una foto). Pero, además, los sanados por Gilda suelen enunciar deseos y recibir milagros moderados. A su santa, diferente del staff con legitimidad eclesial (desde la Virgen Desatanudos a la de Luján), no se le requieren grandes epopeyas a cambio del beso al altar pagano. La peregrinación del cronista, a solas, al santuario llevaría la decepción al centro de la escena.
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