CINE > LA ERA SOVIéTICA EN EL MALBA
No es casual que comience este mes, claro; hasta noviembre, en colaboración con la distribuidora Artkino, el Malba presenta Marea roja. Seis décadas de cine soviético, un ciclo que abarca el grueso de la producción de la ex Unión Soviética, con la impresionante presentación de más de cincuenta títulos, desde clásicos de Eisenstein y Pudovkin hasta los no menos célebres Tarkovski y Kalatazov; desde Lenin hasta Kruschev, incluidos los años de Stalin. Imágenes de un mundo que ya no existe, espectros de una revolución fracasada, las películas soviéticas todavía interpelan y, a pesar de su ambición propagandística, son ejemplos de un cine político que no enjevece.
› Por Hugo Salas
Alguna vez el gran Billy Wilder dijo que su escena preferida de toda la historia del cine era aquella en que el médico oficial del Potemkin examina la carne destinada a los marineros y, a pesar de los gusanos que se regodean en flagrante plano detalle, la dictamina apta para el consumo humano. "Dan ganas de saltar de la butaca y afiliarse al Partido Comunista", sostenía –palabras más, palabras menos– el simpático austríaco refugiado en Hollywood. El sentimiento es claramente reconocible. Aun hoy, frente a las producciones soviéticas estrenadas hasta 1930, a un gran número de espectadores nos embarga cierta emoción efervescente y nostálgica, la resaca –podría decirse– de su fervor revolucionario.
Singularmente distintas de la media histórica, esas películas palpitan, respiran, trasuntan una extraña e insospechada vitalidad que por momentos amenaza con vulnerar el lazo entre el cine y la muerte, como si esas sombras tuvieran un estatuto aparte, como si sus espectros padecieran una fatal atracción hacia la vida, como si fueran fantasmas capaces de tocarnos. La impresión trasciende la antojadiza posibilidad de emocionarse, vicisitud que puede ocurrir con prácticamente cualquier película, aun la más banal. Esas imágenes, más allá de su originaria intención propagandística, nos ponen frente a algo que no nos ocurre a nosotros (como la emoción o la risa) sino que les ocurría a ellos al momento de filmarlo, que seguirá ocurriéndoles a perpetuidad como es menester con los fantasmas, y ese algo, en su intensidad, no deja de acosarnos. Será por eso, tal vez, que se trata del único caso de cine abiertamente político que no envejece.
No es su única característica distintiva. Desde un punto de vista estrictamente histórico, han sido pocos los momentos de la historia del cine, fuera de Hollywood entre 1930 y 1950, en que se han dado al mismo tiempo y en un mismo escenario cuatro cineastas tan enormes pero, por sobre todas las cosas, tan distintos entre sí como Dziga Vertov, Vsevolod Pudovkin, Aleksander Dovzhenko y Sergei M. Eisenstein (por no hablar de los innumerables talentos "menores" nucleados en la GIK, escuela cinematográfica del Estado, particularmente en torno del laboratorio experimental del mítico Kulechov). Dejando de lado el énfasis en los procedimientos, en la película como artefacto (concepción si se quiere inevitable en pleno auge de la corriente formalista y del constructivismo), resultan más las distancias que los parecidos entre el documentalismo futurista de El hombre con la cámara (Vertov, 1929) y la refundición del folklore en Zvenigora (Dovzhenko, 1928), o entre las analogías satírico-intelectuales de Octubre (Eisenstein, 1928) y la inversión ideológica del melodrama que opera La madre (Pudovkin, 1926), procedimiento prácticamente nuevo del que haría uso y abuso el neorrealismo italiano, en películas como Roma, ciudad abierta (Rossellini, 1945) o Ladrón de bicicletas (De Sica, 1948).
Tampoco es habitual la escala, como ocurre con la arquitectura monumentalista del Este. Cuando en dos o tres oportunidades Borges advierte –con acierto– que "los rusos descubrieron que la fotografía oblicua (y, por consiguiente, deforme) de un botellón, de una cerviz de toro o de una columna, era de un valor plástico superior a la de mil y un extras de Hollywood, rápidamente disfrazados de asirios y luego barajados hasta la total vaguedad por Cecil B. de Mille", finge olvidar u olvida (para bien de su argumento, que es otro) el decisivo papel no de los extras sino del colectivo humano, de la multitud, en el cine soviético. Nunca volverán a verse multitudes similares en el plano, salvo en los intentos, alentados por Goebbels, de utilizarlo como "modelo" para la construcción de la propaganda nazi. Por distintas razones, tanto económicas como ideológicas, una remake de El acorazado Potemkin (Eisenstein, 1925) o de un documental poético como Tres cantos a Lenin (Vertov, 1934) resultarán totalmente impensables pasados los años '50. Como bien percibiera De Palma en Los intocables (1987), las escalinatas de Odessa sólo pueden volver a escena convertidas en un momento de tensión íntima, sin testigos, en el marco de un espacio público (en este caso, una estación de tren) ahora completamente vacío.
Tanto la diversidad estética como el apasionamiento febril traducido en la escala maximalista distan de ser accidentales. La revolución de 1917 demostró ser extraordinariamente fértil para la pantalla, como si estuviese empeñada en dejar en claro, y a grandes voces, el potencial creador de las fuerzas sociales desencadenadas, como si le fuera la vida –-y algo de eso había– en representar su propia fortaleza. Lo que golpea de esas sombras, lo que amenaza siempre con rasgar el velo de la pantalla, es la evidencia de que esos diez días que estremecieron al mundo no constituyen un mero incidente de la historia rusa, ni siquiera de la historia europea. En su concepción original y en lo que tenía de sueño, en un sentido profundo que trasciende incluso la vocación expansiva de la Internacional Socialista, la revolución fue un proyecto de la humanidad, el último intento, hasta la fecha, de cambiar radical y definitivamente las condiciones de una existencia que se advierte insoportable.
Más allá de la complejidad de los procesos históricos, lo que nos golpea hoy del cine producido durante el gobierno de Lenin y los primeros años de Stalin es lo acertado del diagnóstico respecto de las oprobiosas condiciones de vida en el mundo occidental, lo apremiante de la necesidad del cambio y, fundamentalmente, esa arrolladora confianza en que la transformación no sólo es posible sino, hasta cierto punto, inevitable. Se trata, ni más ni menos, de eso mismo que nos impide escuchar impasibles las estrofas de la Internacional Socialista cantadas por los republicanos españoles; puede uno sonreírse con ironía, desdeñoso, o sentirse embargado por la más absoluta tristeza, pero esas voces, esas imágenes, nos ponen ineluctablemente frente al grito al mismo tiempo desesperado y ansioso de nuestra propia época, que ha acordado hacer de cuentas que ya ningún cambio es posible.
Así, la historia del cine soviético se corresponde no sólo con el despliegue de la mayor experiencia revolucionaria del siglo XX sino también, al ver las películas que comienzan a producirse después de 1930, con su fracaso. El vuelco de timón, generalmente atribuido a Stalin, por el que la utopía de la revolución mundial cede paso a la organización de una administración centralizada de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (es decir, ese cambio por el que el proyecto colectivo se convierte en una ideología oficial de Estado), tuvo un previsible impacto en la pantalla.
Una de sus primeras "víctimas", o la más visible, fue también su cineasta más osado: Sergei M. Eisenstein. Luego de las numerosas críticas contra Octubre (1928) por oscura, indescifrable y otros adjetivos por el estilo, llegaría la intervención del propio padrecito Stalin sobre La línea general (también conocida como Lo viejo y lo nuevo, 1929). Con buen tino, el director acepta entonces un ofrecimiento para visitar Estados Unidos, so pretexto de conocer las nuevas técnicas del cine sonoro. Tras varios proyectos rechazados por los grandes estudios, entre 1930 y 1932 cruza el Río Grande y se dedica a la filmación de ¡Que viva México!, película que nunca llegó a terminar, ya que –supuestamente por presiones del partido– se ve obligado a regresar a territorio soviético. Una vez allí se dedica a numerosos proyectos, todos saboteados, entre ellos El prado de Bezhin (reconstruida luego a partir de material recuperado). Recién en 1938, bajo estricta vigilancia, se le permitirá terminar una película tan deslumbrante en lo formal como fría, Alejandro Nevsky, cuyo sorpresivo éxito le permitirá, con las dilaciones del caso, realizar Iván el terrible (1944). Lo bueno duró poco, y la secuela de Iván, La conjura de los boyardos (1946), claramente crítica, fue confiscada y destruida, y no se conoció sino recién hasta 1958 (ya bajo el gobierno de Kruschev).
Los historiadores del cine suelen reducir este conflicto al argumento de que era un artista demasiado libre e innovador para amoldarse al férreo control del partido; vale decir, lo convierten en un problema de complejidad formal versus presiones ideológicas. En realidad, más allá de sus artificios, el cine de Eisenstein no se había vuelto "difícil" o "no apto para las masas", como lo prueba el éxito popular de sus últimas dos películas estrenadas. Era mucho peor: se había vuelto distinto, distinto de las encantadoras y tranquilas películas pastorales que tanto gustaban al partido, de esas insulsas glorias edificantes y tranquilizadoras como Chapaiev (1934), de las epopeyas personalistas que vivaban a Stalin, distinto –en definitiva– de un cine que comenzaba a proclamar que el mundo ahora sí estaba bien o en vías de corregirse, esa máquina tan eficaz como reduccionista que dio en llamarse "realismo socialista". El problema, entonces, no es que Eisenstein fuera un artista liberal burgués en un país comunista sino que –a diferencia de Pudovkin, que siempre fue un pedagogo instrumental; o de Dovzhenko, cuyas temáticas se acomodaban mejor a la nueva dirección del partido– seguía siendo un cineasta revolucionario, un individuo aún convencido de la necesidad de transformar la realidad, incluida la de la propia Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
A diferencia del cine de los primeros años, el que se hará por regla general y partidaria a partir de 1930-1935 puede ser bueno, encantador a veces (como es el caso con El diputado del pueblo, de 1939), pero está definitivamente muerto. Sus sombras no son más que la constatación documental de un pasado distante, enterrado, que sólo puede conmover merced a su supuesta ingenuidad (siempre y cuando se olvide la máquina de muerte que imponía esta "ingenuidad" a sangre y fuego). Habrá que esperar al período de Kruschev para que ese cine cobre nuevo dinamismo y aparezca lo que podría denominarse un "clasicismo soviético" con el que el Estado buscó un equilibrio entre libertad y buena conciencia; esas películas de Chukhrai (El 41, 1956; La balada del soldado, 1959), Kalatozov (Pasaron las grullas, 1957; La carta que no se envió, 1959) y las numerosas adaptaciones de clásicos teatrales y literarios que constituyeron por años el menú fijo de las salas alimentadas por la Artkino (como era el caso, en Buenos Aires, del viejo cine Cosmos).
Aun así, a pesar de sus atractivos, ninguna de ellas tendrá el poder de acosarnos como sus predecesoras, de incomodar definitivamente a esta época en que, como bien señalara un filósofo francés también acusado de formalista, todos los intelectuales dicen adherir al marxismo dando al mismo tiempo por muerta y enterrada cualquier posibilidad de transformar radicalmente un mundo que proscribe la experiencia, somete la vida a un régimen de trabajo embrutecedor y no nos deja oír, siquiera, nuestro propio grito de dolor.
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