PLáSTICA > DUILIO PIERRI HABLA DE SU RETROSPECTIVA
Formado entre Buenos Aires y París, Duilio Pierri viajó apostando a todo o nada a Nueva York a fines de los ’70. Y ganó: allá encontró una manera única de conjugar su pasión por la pintura en óleo y tela con el mundo conceptual, callejero y estridente que estallaba por aquellos años. Ahora, una retrospectiva de más de tres décadas de trabajo permite disfrutar de las mil y una formas –paisajes, insectos, mitos, neoimpresionismo, fauvismo, Argentina, Europa, Estados Unidos– que dibujó el hilo que atraviesa todas las épocas. En esta entrevista habla de todo esto, de las ciudades en las que vivió, de los sueños que soñó, recordó y pintó y de la extraña relación que Buenos Aires mantiene con el color.
› Por Natali Schejtman
Como si fuera una animación con tinta psicodélica, un tronco se convierte en vena, que se convierte en gusano, que se convierte en trompa de insecto. Sin más tecnología que la del óleo y el lienzo, ése es uno de los efectos que produce la retrospectiva de Duilio Pierri –al igual que los dos libros flamantes sobre su carrera, en menor grado y dimensión–, que también llega a parecerse más a un sueño, con sus viñetas inconexas pero concatenadas por esa fuerza misteriosa e incierta que las engloba y las cohesiona, sin que pueda uno saber cómo. Un sueño, como el que Duilio recordó (en 1979) que soñó (en 1960 o 1961) e inspiró una de sus series más conocidas: la de los mosquitos. “En 1976, mientras estallaban unas bombas cerca de mi casa, empezaron a aparecer unos monstruos en el comedor. En 1979, hablando por teléfono, empecé a dibujar unos mosquitos, moscas gigantes, y eso me hizo acordar a una pesadilla que había tenido. Yo estoy en el piso de arriba de la casa de mis viejos, donde dormía, y me despierto como en un tiempo real. Entraba una luz muy diáfana, había un silencio total y empiezo a caminar hacia la escalera de mármol y por la escalera vienen unas hormigas gigantes de hierro oxidadas, entonces las esquivo, salgo corriendo y en la calle también había un silencio total, voy a donde paraba el tranvía y no hay nadie: ni vehículos, ni gente, y viene otra hormiga gigante oxidada caminando sola por la calle, y me da miedo y veo que viene un tranvía y no para y dobla una curva muy cerrada, entonces entré con un salto y estaba lleno de gente con sombrero y sobretodo, todos con el diario abierto y de repente se dan vuelta y todos tienen cara de hormiga, de insecto, con trompa”, cuenta Duilio, todavía exaltado.
Y quizá, si las escenas divergentes pero hermanadas de la retrospectiva no corresponden a los flashes de una larga jornada onírica –aunque una parte de sus cuadros responde a este sueño epifánico–, sí pueden tener su espejo deformador en la misma historia del arte, un cómodo colchón de colores con el que la obra de Pierri traza líneas rectas y curvas, estruendosamente pintadas –en alarido fauvista–, borrosamente estatizadas –alla neoimpresionismo–, detalladamente graffiteadas –un aplauso para el comic– y, por lo general, alocadamente desenfadadas.
En todo caso, en el juego de encontrar qué agrupa el mundo extremo y cambiante de Duilio Pierri, y qué se muestra irreconciliable –si es que eso sucede–, conviene caer casi en una tautología: en Duilio Pierri, vida y obra.
Como si hubiese querido hacer el camino del arte, Pierri, después de haber estudiado interrumpidamente en la Escuela de Bellas Artes, recibió una beca para ir a París. No le interesaba exponer, estaba lejos de las vanguardias y por el momento focalizaba en la formación, en pintar la catedral de Notre Dame que veía desde su ventana en la residencia de artistas Cité des Arts (imagen recurrente, debido a un accidente automovilístico que lo obligó al reposo) y en alucinar con las visitas a países vecinos y al pasado pictórico, sobre todo de la mano de la escuela veneciana. Pero como artista contemporáneo, enseguida fue atravesado por los aires de la época: “Ahí entré en contacto con pintores alemanes, todos muy vanguardistas. Ellos me empezaron a decir que en Europa no pasaba nada y que en Estados Unidos era la onda. Yo fui a Italia y me di cuenta de que no pasaba nada a nivel contemporáneo, no había mucha movida. De hecho, a lo mejor si hubiera seguido en Europa no habría seguido pintando. Si estuviera en Italia no pintaría... ¿para qué hacer más cuadros si están Tiziano o Tintoretto?”.
Con la experiencia de haber pasado momentos clave en la desilusión del arte contemporáneo europeo –y habiendo conocido artistas de la talla de De Chirico–, fue el momento de volver a la Buenos Aires de plomo para pasar unos años que recuerda como muy encerrados y que se volcaron en series de espacios interiores y seres antropomorfos. También conoció en la Cárcova a su profesor Kenneth Kemble, de gran influencia para él. Pero su idea era probarse: si producía algo que valiera la pena, se iba a Nueva York.
Fue el momento indicado, recuerda, para llegar. La ciudad transmitía por todos sus poros eso de ser el lugar donde pasaban las cosas y, aunque en Buenos Aires la crítica y los galeristas le habían vaticinado un rotundo fracaso debido a que lo suyo no era el hiperrealismo, ni la video-instalación –modas que llegaban en vuelo directo de Estados Unidos–-, Pierri cuajó perfectamente en la nueva ola que rescataba la pintura. “Los que empezaron la video-instalación eran todos amigos míos que había conocido en Europa: Paik, Muntadas; pero yo puedo ser amigo de tipos cuya obra sea matar al hijo y comérselo, y de otros que pintan acuarelas. Yo tengo una ansiedad de hacer lo que me gusta: pintar con óleos y telas, y quiero ver qué posibilidades hay en eso.” Pierri quedó enmarcado en la invasión de artistas europeos en Nueva York y, a pesar de que siempre se reivindica como artista argentino, atravesó unos cuantos equívocos elocuentes. Uno de ellos, hilarante, tiene que ver con una muestra colectiva en Brooklyn en 1981, en la que convergían todos artistas contemporáneos de la escena under con obras monumentales –incluidos Haring y Carl André–, y adonde entró por concurso: “Había hecho una mosca gigante de aluminio. Los curadores eran artistas y nos llevábamos bárbaro, me quedaba a dormir, íbamos a comer, a bailar. En el barrio ese había puertorriqueños y los fui a buscar al lugar de videojuegos donde fumaban marihuana y los contraté para colgar la mosca del techo. Cuando los tipos entraron en la sala donde estaban las obras, que era una sala de 5 mil metros cuadrados, empezaron a correr y a gritar, y yo con insultos en español logré que se pongan en mi zona y que cuelguen de los techos y después me fui a mi casa. Al otro día llego y nadie me habla. Me acerco al curador, Michael Keane, y me dice: ‘¿Pero vos sos spik –que es la forma despectiva de hablar de los latinos– o italiano?’. Nunca habíamos tocado este tema... ¡y eran como mis mejores amigos! ‘Soy argentino’, les dije yo. ‘¿Y por qué te llamás Pierri?’ Claro, ellos creen que pasando la frontera de México todos se llaman López, y les expliqué y concluyeron: ‘Entonces sos italiano nacido en la Argentina’, y ahí se quedaron tranquilos y seguimos comiendo y yendo a bailar”.
Insertado como “artista italiano” dentro del fulgor de la Transvanguardia –aquel movimiento europeo que surgió un poco en respuesta al conceptualismo y apostaba a la expresividad instintiva del artista y la pintura–, Pierri tuvo muestras colectivas e individuales, y desarrolló también una serie de pinturas fluorescentes para ser expuestas a las luces oscuras del boliche que continuó una vez cerrado Studio 54, que los jueves se abría únicamente para gente del arte. En los años neoyorquinos, Pierri desarrolló sus personajes hiperurbanos, eléctricos y coloridos; sus mosquitos domésticos en pleno Down Town, televisores frenéticos captando alguna señal y las distintas facetas de Dedoman, puestos a actuar tanto en comics de línea fina y color dosificado como en grandes lienzos destellantes. Si bien las moscas empezaron a desarrollarse en Buenos Aires, la influencia del pop y del Street Art de la escena neoyorquina se escucha gritada por los mismos personajes entre bocinazos y salta a la vista sobre todo en esta retrospectiva, con una iluminación que satura aún más los colores ya saturados. Estos exponentes de mundos trastrocados, alineados también con el surrealismo, hacen valer su arista más kafkiana en la intención de mostrar una vida cotidiana de quien, por alguna razón, tiene cara de mosca o una extraña fisonomía con cabeza de dedo y brazo de trompa. “Personajes como las moscas tienen que ver con el comic. En un punto la cultura se globalizó mucho por ahí, y con la televisión, por eso a mis amigos de allá les resultaba de alguna manera familiar”, señala Pierri, que además menciona la influencia de la pintura de su madre –acaso más suave–, Minerva Daltoé, en esta etapa. El clima chorreaba vida, pero pronto el sida nubló la fosforescencia: “Tuve suerte de que les tengo mucha aprensión a las inyecciones, nunca me di vacunas. Los chicos iban a terrazas, había a lo mejor 100 tipos y uno que iba inyectando, y también miles de cosas sexuales que pagabas 10 dólares y entrabas con tipos, con minas, con perros... Había publicidad en los canales de cable. A mí una teoría de la fidelidad matrimonial me salvó”.
Pierri estuvo tiempo completo en Nueva York hasta el ’84. Desde ahí pudo observar íntimamente los cambios y las decisiones del mercado que van determinando las modas artísticas (el mismo hijo del coleccionista de arte conceptual Holly Solomon le vaticinó que en los ’90 volvería el neoconceptualismo, porque había mucho stock de esas obras) e identificar gustos de acuerdo con el lugar, como la tendencia ascética de Nueva York, frente al interior americano, más amigable con los barroquismos y el realismo mágico latinoamericano (cosa que también le cabe a algunas de sus obras). A partir del ’84 vivió alternadamente entre Buenos Aires y Estados Unidos, y fue desarrollando desde Buenos Aires los cuadros enormes alrededor del mito de Narciso, una manera de retomar un tema clásico que también volvió a acercarlo a sus vinculaciones afectivas y estéticas con Europa.
Cansado de Estados Unidos –“empecé a sentirme un inmigrante”, dice Pierri– y entristecido por tanto velorio de amigo, Pierri empezó a viajar más seguido a Buenos Aires, donde los mismos que le habían pronosticado el fracaso ahora aplaudían su obra. Hilda Lizarazu, en ese momento fotógrafa, le prestó un taller en Congreso y, de a poco, prefirió recorrer Latinoamérica y la Argentina, al punto que hoy se inclina por no viajar en avión ni a los Estados Unidos de Bush. De esa época data la serie dedicada a El matadero, de Esteban Echeverría, lienzos en colores menos prendidos dedicados a retratar, en impresiones menos figurativas y también menos “mágicas”, escenas de la Argentina en germen –el campo, el restaurador, Sarmiento– cruzadas con Narciso en algunos puntos, como tal vez en ese juego de la mitificación y la desmitificación que posibilita en un mismo movimiento la pintura contemporánea.
Pero además, y vaya sorpresa, Duilio no desatendió su próspera carrera como músico (estudió piano y oboe, pero luego se dedicó a componer, también hizo tapas de discos para Suéter y Los Helicópteros y los experimentales Reynols le armaron un video impactante que se puede ver en YouTube). Así como ya había participado en una banda en los ‘70 –El Avechucho Blues Band–, con el mismo don para estar en escenas que forman parte de algún tipo de historia, una vez asentado en Buenos Aires a fines de los ’80 se reunió con Daniel Melingo, Miguel Zavaleta, Fabiana Cantilo y algunos músicos que venían de Los Encargados –el primer grupo tecno argentino– y armaron Los Proxenetas Prófugos, una banda que tocaba en vernissages vip. Sic. En música, sí, se define como artista conceptual: “Porque la música me parece algo más conceptual y además porque soy menos hábil, necesito el conceptualismo para apoyarme. Como tengo menos habilidades, me dediqué más a las ideas”.
A pesar de lo heterogéneo que parece todo, parece que es el color, entre datos, anécdotas y obra, una vena común posible que recorre la retrospectiva completa. En la que se puede ver ahora en el Sívori se hace convivir los primeros cuadros, paisajes europeos neoimpresionistas y pequeños, con los últimos paisajes, algo más geométricos, bastante más abstractos –aquí es cuando los troncos se llevan al detalle y devienen otra cosa– y definitivamente más coloridos, aunque no escandalosos. Estos paisajes actuales son sus favoritos, dice, porque siempre le gusta más lo que está haciendo en el presente, pero no sabe, ahora que estuvo viendo mucha obra suya junta, cómo va a seguir: “Quizás estoy en un momento de transición, o no. Yo sé que de la pintura me gusta el color. El color tiene infinitas variantes. El dibujo está más cerca de la literatura y el color de la pintura, aunque yo pienso que la literatura viene de la pintura. El color está más cerca de lo musical. Y yo me siento un pintor muy argentino salvo por el color. En Buenos Aires por lo menos hay mucha influencia de la Escuela de París, que es más gris. Y también hay como una cosa teórica de desprecio a lo popular, y a mí me gustan las cosas con colores y a la gente le gustan las cosas con colores, lo veo con el fletero que lleva los cuadros, con la gente que opina. La gente más burguesa es menos jugada, no le gustan las cosas fuertes, los colores fuertes... ¡no le gustan las sensaciones fuertes!”.
Duilio Pierri, obras 1970-2006, Ediciones La Rivière, $ 120
Duilio Pierri, obras de 1975-2007, Editorial Arte Múltiple, $ 50
La retrospectiva de Duilio Pierri se puede ver hasta el domingo 14 de octubre, en el Museo Sívori
(Av. Infanta Isabel 555).
De martes a viernes de 12 a 19, sábados y domingos de 10 a 19.
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