Dom 14.10.2007
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LA HORA DE LOS HORNOS

La épica de la liberación

› Por Horacio González

En La Hora de los Hornos, entre las leyendas que cortaban abruptamente las imágenes, aparecía una frase de Franz Fanon. “Todo espectador –decía– es un cobarde o un traidor.” Pero el film se dirigía a los espectadores, creaba nuevos espectadores, les enseñaba a mirar cine como un acto político. Lo que en realidad proponía era rehabilitar a los espectadores del siglo XX argentino. Se trataba de la búsqueda que atravesaba toda la historia de la cultura: ¿el espectador como tal es un ciudadano, un militante, un esteta nihilista, un combatiente inspirado en la mímesis de los fotogramas? El espectador convertido en actor, el espectador convertido en asambleísta, el espectador convertido en traidor. Todos esos difíciles emblemas estaban dentro del cine de Solanas.

Eran cuestiones ya anunciadas por el surrealismo o las filosofías de la existencia. Solanas los transformó –al iniciar su rodaje a fines de 1967– en los temas de un existencialismo político tercermundista, que alternativamente podía llevar el nombre del peronismo o del guevarismo. Con formas libres tomadas de toda la historia de las artes, Solanas hizo convivir tiempos largos y cierres abruptos, sonidos de palos que golpean tachos con reportajes de factura clásica; luchas callejeras de grandes conglomerados en manifestación con irónicos brochazos en salones frecuentados por pelucones y señoras gordas. Todo conducía a un tema crucial de la época: limitar los espectáculos a la penumbra del cine o buscar la continuidad entre arte y vida. De otra forma, innovar en las estéticas del cine o politizar al espectador hasta el límite, como garantía final de esa misma renovación. Rara y extrema experiencia de conversión del film en vida, solicitándole al propio espectador que lo detenga para comenzar a discutir sus imágenes militantes. ¿Cesaría en su actividad de tal, como si el film fuera, a la manera zarathustriana, “el último film”?

La Hora de los Hornos era una especie de director de conciencias que buscaba una continuidad con las formas literarias del ensayo político, el panfleto agitador y la novela social. Se planteaba de manera drástica la relación del cine con la literatura social y la fusión del espectador con el autor, anticipándose a lo que cuatro décadas después practica oronda la televisión, hacia otros rumbos apaciguados, con la consigna de “sea nuestro corresponsal”.

Solanas se animó a producir un film de audaces contrastes, entre los tiempos largos y las moléculas de tiempo, subrayadas por golpes secos en bidones (lo que, años después, llevó a Nino Rota a preguntarle cómo había producido la música). Y también entre los volúmenes macizos de personas movilizadas –las carnestolendas populares– y el grupo de represores, la “partida”, remota alusión a la fórmula gauchesca, siempre presente en el sarcasmo de Solanas.

Hacia el final de La Hora de los Hornos, los rostros de Guevara y Perón eran impacientes barajas, espíritus dantescos de una épica liberacionista en la que aún resonaba Eisenstein y todavía no había llegado Gardel. El montaje en incesantes contrapuntos marcaba el origen vanguardista de un film que cargaba todos los dilemas irresueltos del siglo XX, en relación a qué cosas la militancia política le debe susurrar al arte y lo que éste puede responderle con su último aliento de un evangelio apócrifo. La Hora de los Hornos, como documental, era historicista. Como latinoamericanista, era absolutamente argentina. Como guevarista, era ritualmente peronista. Como peronista, era el rostro último del inmolado en la escuelita de La Higuera. Como eisensteniana, ya auguraba una leyenda sanmartiniana. Como narración de una epopeya, dejaba escapar los tonos cálidos de los rostros de las púberes militantes, tomados con una cámara que reflexionaba largamente frente a misteriosas vestales revolucionarias, con fondo de fábrica. ¿Qué se ha hecho de todo aquello? El cine, como una misa hereje, toma hechos que ya surgen irreales. Son efigies escritas en la memoria pública argentina, que no de cualquier modo deberá medirse ahora con esas devotas alegorías. Solanas, autor e hijo de esas imágenes, sigue descifrándolas a la vera de su cine de héroes, de su patriotismo de imágenes.

Hace cuarenta años, Pino Solanas comenzaba la filmación de La Hora de los Hornos, el documental político de más de cuatro horas que terminaría siendo una película mítica de la historia del cine, con persecuciones, censuras y funciones clandestinas. El miércoles que viene, Página/12 la edita por primera vez en DVD.

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