TEATRO > DOS CIRUJAS: EL DEBUT DE DANIEL GUEBEL COMO DIRECTOR
En su debut como director, con Romina Ricci y Azul Lombardía como protagonistas, el escritor Daniel Guebel retoma la figura del ciruja en tiempos del cartoneo para poner en escena la feroz mueca que, tras cien años de tradición, todavía nos devuelve el grotesco criollo.
› Por Mercedes Halfon
Tal vez se deba a la mezcla de lenguajes que de por sí tiene el teatro, que cada vez que arriba a la labor de director de escena algún personaje ajeno a la disciplina y sus rutinas, los resultados suelen ser interesantes. Ignorar las últimas modas del género es a veces un valor que altera una química imperante; al cambiar las proporciones de lo que entra en juego, todo se trastrueca. Así sucede con Dos cirujas, la incursión de Daniel Guebel en el teatro, esta vez no sólo como autor sino también como director. Confeso no espectador de teatro, crítico de la distante relación que ve entre los dramaturgos actuales y la palabra escrita –con excepciones, claro–, Guebel se pone a dirigir con la firme decisión de poner al texto en el lugar privilegiado que la escena local le viene escatimando.
Guebel cuenta que Dos cirujas fue escrita en un agreste rincón del Uruguay hace algunos años, y ante la propuesta del Rojas de producirle una obra en el marco del ciclo “Operas primas”, decidió retomarla. Es curioso que la figura del ciruja haya cobrado una triste notoriedad de ese momento a esta parte, pero en su aggiornada forma de cartonero. El ciruja, linyera, clochard, parece formar parte de un pasado mítico de la ciudad y sus márgenes de pobreza. Un sujeto bajo el que parecía esconderse una historia personal que lo habría llevado a esa condición. La figura del cartonero, en cambio, se desdibuja como individual porque forma parte de una organización mayor. Doliente, devastada, pero organización al fin. Si el ciruja era un “anarco” que tenía como única compañía a su perro pulguiento, o a su sombra, o a su propia voz y sus gestos en el aire, el cartonero vive acompañado de quienes cartonean con él. Si el ciruja aun pervive parece ser en el más afuera de todo, el afuera del afuera, el desierto de la marginalidad.
Es precisamente en ese lugar donde Daniel Guebel instala a sus personajes: “Yo había pensado como idea inicial cierta estética japonesa de los ‘60, películas como Una mujer en la arena, donde se ve una economía de la escasez. También tiene que ver con que para mí el teatro se condensa en cuatro nombres: Esquilo, Sófocles, Beckett y Copi. Mis coordenadas son ésas, una escena primitiva y lenguaje. En ese sentido estos cirujas, que son como dos despojos humanos, me permitían jugar con todas esas permutaciones que se me ocurrían en ese momento. Los cirujas no tienen rasgos de sexualidad, ni rasgos de identidad, están al margen de cualquier definición psicológica o económica. Hay una disponibilidad para hablar de todo y hacer cualquier cosa, porque están fuera de la ley”.
Toto y Loro, los personajes de la obra –interpretados por Romina Ricci y Azul Lombardía–, oscilan en un espacio incierto, repleto de cartón, con ropa rotosa, pero con un pelín de elegancia. No usan jogging con tiras a los costados sino el reglamentario saco de linyera, tienen la cara sucia de hollín y los pelos pegoteados al punto de que ya no se puede saber que se trata de mujeres las que están actuando. Dicen una guarangada, acto seguido reflexionan como licenciados en filología griega, eructan y se van a las trompadas. La dinámica avanza hacia lo inesperado permanentemente, y como el único motor de la acción es el discurso y las asociaciones que pueden surgir de él, los límites son inciertos. Guebel señala: “La secuencia es: dos actrices que hacen de varones, que hacen de homosexuales que hacen de mujeres. Permutaciones del lenguaje que transforma a los cuerpos en escena. La obra termina cuando ellos anuncian que no hay nada más que hacer, ni nada más que decir. En ese sentido es como todos mis textos, concluyen cuando la obra ha extenuado sus posibilidades”.
La caricatura gestual, el feísmo visual y la tragicomedia permanente en las situaciones, hacen que Dos cirujas pueda ser leída como un grotesco criollo fuera de tiempo. Sus personajes son antihéroes, están al margen de una sociedad que miran con recelo, accionan sólo al hablar y hablan sólo para quejarse. La realidad argentina que hizo nacer este género en las primeras décadas del siglo XX, con una promesa de felicidad que se desmoronaba al mismo tiempo que crecían los arrabales y el resentimiento, fácilmente se conecta con ésta. Poco menos de cien años después, la mueca del grotesco retorna en Dos cirujas, pero ya definitivamente reventada. Sin sentimentalismo ni nostalgia, en los antípodas del naturalismo aguado o paródico que se ve y se practica hoy en el teatro. Su discurso anacrónico y oscuro aún impacta.
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