ESCáNDALOS
Por una cabeza
En 1912, la Sociedad Geológica de Londres expuso un cráneo exhumado en Piltdown, Sussex, y lo presentó como prueba cabal del más notable antepasado del
hombre descubierto hasta la fecha. El hallazgo fue una verdadera bomba científica y rigió todas las teorías y debates paleontológicos durante 40 años, hasta que en 1953 se reveló como uno de los fraudes científicos más estrepitosos de la historia. A continuación, la crónica de un escándalo que salpicó al mismísimo Arthur Conan Doyle.
Por Juan José Becerra
Está comprobado... Quien quiera que emplee estas palabras para convencer a los incrédulos sobre asuntos discutibles, deberá añadirles el adverbio científicamente, que cierra el círculo de la razón imaginaria dejando atrás las palabras vanas que ya nunca serán dichas. Incluso cuando es vaga, la alusión a la ciencia abre las conciencias a la fe y dictamina el final de los caminos de la inteligencia que anida en la duda. Lo comprobado, lo irrefutable, lo que puede someterse a prueba una y otra vez –hasta agotar las suspicacias del agorero– gobiernan el mundo de lo científico frente al orden ingobernable de la sanata, ése en el que habla cualquiera.
La ciencia, en cambio, no habla de los fenómenos; los descubre y los comprueba con su método: el método científico. Si aparece aquí una momia, el Carbono 14 la fecha y la inmortaliza; si allí se encuentra una galaxia, el científico la mide y le da un nombre, tal vez el suyo propio; si el anatomista equis detecta el testículo supernumerario de un paciente, redactará monografías sobre la mutación humana. Pero a veces es una prueba falsa la que sostiene las ficciones de la ciencia y su deseo de encontrar las cosas de inmediato, así como el buscador de oro delira mucho antes de dar, al fin, con su pepita.
El 18 de diciembre de 1912 se presentó ante la Sociedad Geológica de Londres la supuesta prueba del antepasado del hombre más extraordinario que haya podido encontrarse. Se lo llamó Eoanthropus dawsoni, en honor y gratitud a Charles Dawson, abogado rural, anticuario y geólogo aficionado que desde 1908 había reunido todos sus tesoros fósiles para entregarlos algún día al juicio de las máximas autoridades del ramo. Los restos habían sido extraídos de los yacimientos de Piltdown Common, Sussex, en cantidad suficiente como para insinuar un plural que hiciera inapelable el hallazgo. De la serie de piezas encontradas, un cráneo intacto, adjudicado al Hombre del Alba, se llevaba los laureles de la tradición paleontológica y el aplauso respetuoso de los claustros británicos. Una vez que lo examinaron, los especialistas dictaminaron –sin dar grandes precisiones— la época en la que se suponía que el portador de la pieza había estado retozando por la verde Inglaterra: entre 800 mil años y 3,7 millones de años antes que sus exhumadores hubieran dado el batacazo.
El encargado de las presentaciones fue el custodio del área de paleontología del Museo Británico, Arthur Smith Woodward, que alguna vez realizara la memoria descriptiva del Genyodectes serus, primer terópodo hallado en Chubut a fines del siglo XIX por Santiago Roth, del Museo de Ciencias Naturales de La Plata. Poco más tarde, Woodward comenzó a redactar su experiencia en El primer inglés –un libro de memorias de campo que no habrá disgustado a la Corona– y, socavado por la ansiedad, debatió los valores del hallazgo en una inolvidable reunión de pares registrada en una fotografía de la época, en un microclima escenográfico que incluía media docena de calaveras esparcidas sobre el tapete de un escritorio. Nadie en la foto parece entender nada; todos son, de algún modo, el príncipe Hamlet problematizando su paseo por el cementerio de Dinamarca.
Desde 1891, año en que Eugène Dubois descubriera en Java al Pithecanthropus erectus, precioso antepasado del hombre moderno, la búsqueda y hallazgo de fósiles se había convertido en un deporte de alta competencia entre universidades europeas y excavadores megalómanos y había dado pie a innumerables discusiones, sobre todo entre los paleoantropólogos que apoyaban la teoría de la evolución y los que divulgaban la idea de que el hombre había sido creado. El hallazgo de Piltdown barrió por un momento con los nubarrones de intereses desatados en el universo de la ciencia, y durante cuarenta años se creyó que el tamaño del cerebro del hombre primitivo era similar al del hombre de hoy, aun cuando su estructura fuese diferente. La cabezota, que podía alojarmucho más que los apenas presentables setecientos gramos de cerebro del Australopithecus –o el medio kilo exangüe de algún mono antropomorfo–, se acercaba a lo que la moda de los claustros esperaba del mundo: un cráneo de forma moderna, e inglesa.
Encontrar el eslabón perdido de la serie evolutiva –como si a la historia de la evolución se le hubiese salido la cadena apenas iniciado su camino– fue lo que le faltó a Charles Darwin cuando publicó La descendencia del hombre, en 1871. A falta de evidencia físicas, sus anuncios no podían ser sino relatos voluntariosos de una ciencia más familiarizada con las conferencias de alta sociedad que con los resultados de un descubrimiento. El sueño paleontológico de la época –expresión del deseo colectivo de la comunidad científica– fue hallar en algún sitio el elemento que lo tuviera todo: no la pieza que faltaba para probar la idea de que el hombre fue una cosa y luego otra, sino el depósito geológico donde yaciera la ristra completa de los fósiles que reconstruyeran el modo en que fue tomando forma, la prueba masiva del desarrollo del homo que fue mono, así como el príncipe fue rana en sus albores.
Pero algo andaba mal en el barrio de Charles Dickens: los científicos independientes no tenían acceso a las pruebas físicas de Dawson y Woodward (a quienes ya se les había sumado, como se le suman los amigos al campeón, el jesuita Teilhard de Chardin), que estaban reservadas a los popes del Museo Británico. Quienes desearan analizar los fósiles de Piltdown, debían construir moldes según las descripciones de quienes decían haber visto el cráneo top, y luego mirar el original a la pasada, como en una veloz rueda de reconocimiento, donde aquel que mira nunca está seguro de lo que está viendo.
En 1924, cuando el pobre Raymond Dart halló el primer Australopithecus africano, los pioneros de Sussex sonrieron de costado: los amparaban las fuerzas vivas de la paleontología británica, que rechazaron la novedad por anacrónica. El ejemplar de Dart no podía ser un homínido; así lo indicaba la estructura del cráneo, que remitía a un cerebrito “de chimpancé”, según el comentario rapaz de Sir Arthur Keith, uno de los paleontólogos más respetados de la época. En La antigüedad del hombre (1925), Keith le da al fósil de Piltdown la categoría de eslabón de lujo. Su argumento se basaba menos en principios científicos que en la moda a la que esos principios permanecían atados. En la disputa que enfrentaba las teorías de la expansión cerebral y el bipedismo –el hombre desarrolló primero su cerebro y caminó, o caminó y se volvió inteligente, respectivamente–, se imponiza ampliamente la primera.
No era ciencia sino superstición –pero ¿qué disciplina no la tiene?– sostener que el hombre remoto había desarrollado sus ideas y luego se le había ocurrido aquella más vulgar, más pedestre, la misma que se le estaba ocurriendo a la naturaleza: levantarse y andar. Pero sus detractores sostenían algo que para la razón inglesa era imposible: que a uno le crece la cabeza si camina, mientras las manos quedan libres para la manipulación cultural (como si los monos cuadrúpedos no manipularan). Les costaba imaginar a los primates caminando por los siglos de los siglos y creando –al tiempo que se volvían cabezones– bienes y servicios a su paso: el hacha, un precario sistema de vestuario, el armadillo al asador iluminando la noche del desierto, el Kamasutra. Más acorde a sus deseos era pensar que el hombre inteligente había nacido inglés, con un cráneo que no bailaba en el bombín a medida con el que lo esperaba, ansiosa, la civilización.
Pero nuevos restos de Pitecanthropus hallados en 1936 produjeron carraspeos y silencios en los gabinetes de los partidarios de “El Cerebro Primero”. Comenzaron a surgir los detectives científicos y –por primera vez en la historia de la paleontología– se elaboraron métodos de prueba eficaces y complejos. La pieza insuperable de Piltdown se resquebrajababajo las sospechas, hasta que su identidad quedó finalmente revelada. 1953 fue el fin del reinado del falso Hombre del Alba. Desenmascararon el fraude dos anatomistas de Oxford, Joseph Weiner y Wilfred Le Gros Clark. El supuesto eslabón perdido era, en realidad, un monstruo apócrifo de dos cabezas: mitad cráneo de hombre antiguo, mitad quijada de orangután, unidas por una soldadura ósea de antología; el conjunto, además, estaba envejecido de manera artificial, con manchas de soluciones de cromo y ácido de hierro, de manera que la cabeza, muerta 50 mil años antes, pareciera un vejestorio de –cuanto menos– 700 mil.
Le Gros Clark mandó señales a su comunidad; evocó las sospechas del odontólogo que, ya en 1916, había reparado en el modo en que se había conservado la dentadura del supuesto homínido. A menos que los ejemplares prehumanos se alimentaran de ensaladas de bulones, no había razones que explicaran que sus piezas dentales estuviesen tan roídas. Y los científicos de Londres recordaban ahora el relevamiento de las arenas de Sussex de 1926, cuyos resultados habían determinado que el estrato geológico de Piltdown era de una formación reciente, incapaz, por lo tanto, de conservar en sus lechos los restos de un prodigio semejante. Perdida la fe que sostuviera durante tantos años el curioso hallazgo, los científicos británicos regresaban poco a poco de la euforia y se rendían ante las pruebas desdeñadas en el pasado. Ahora invocaban el mandato de rigor paleontológico, los principios celosos de la ciencia, la comunión entre hechos y teorías.
“¿Quién fue?” Se podría decir que nadie oyó entonces la pregunta. Debió haberla hecho alguna autoridad del Museo Británico, dolida en su prestigio tras el fiasco. ¿Quién tendió la trampa, o quién creyó en ella una vez que la tendieron? En 1912, la ciencia no sólo sabía, también deseaba, y esa deformación adquirida de otras profesiones la envolvió en el engaño más grande de su historia. Cuando comenzó a sospechar de sí misma, realizó un mea culpa técnico (pero también un “culpa tuya”) y sometió el fósil de Piltdown a una serie de reacciones químicas y pruebas cristalográficas. Los resultados se publicaron en el boletín del Museo de Historia Natural de Londres en 1953, y se ampliaron en 1955. Más difícil, sin embargo, fue establecer si se trató de un fraude orquestado o de un error colectivo sellado por un pacto de silencio, inducido por cierta necesidad de la ciencia –nunca tan humana– de incrustar cualquier hecho espontáneo dentro de una teoría dada. Los sospechosos fueron los de siempre: Charles Dawson y De Chardin habrían tentado a Smith Woodward, en su office del área paleontológica del Museo Británico, con la posibilidad de granjearse una posteridad, con el aval indirecto de profesores reputados de Oxford. Siempre Oxford.
Pero como no hay nada inglés que no tenga vínculos con la literatura, se dijo que Arthur Conan Doyle, interesado en los fósiles y visitante de Sussex, habría pergeñado una broma tan elaborada como compleja es la psique de quienes delinquen en sus libros. La idea no era mala: sólo la literatura engaña a la ciencia. En 1996 —ya no se sabe qué es ciencia y qué literatura— se encontró en los sótanos del Museo de Historia Natural de Londres un baúl con iniciales atribuidas a Martin A.C. Hinton, curador de zoología en los tiempos de Piltdown. En su interior se hallaron huesos que habían recibido el mismo tratamiento químico que los fósiles del fraude.
En su célebre Historia de los primates (1960), un libro de consulta obligada sobre la evolución de la estructura humana, Wilfred Le Gros Clark, otro anatomista de Oxford, se remonta al origen de los monos, que nada sabían de la vida, hasta llegar al Homo sapiens: el ciudadano común, el contribuyente, el individuo. Su descenso de los árboles, su carrera como cuadrúpedo en la estresante cadena alimenticia, su diseño de herramientas como laborioso empleado de sí mismo –origen delcuentapropismo y el arreglo sabático en el dulce hogar– son tomados como momentos del relato humano que se desprenden de su historia con naturalidad. No podía ser de otro modo. Las líneas que dedica a Piltdown son breves y precisas, y aluden con altura al traspié paleontológico. Pero algo por encima de su seriedad parece flotar en ese libro tan sabio y tan discreto, como si se resignara ante las dos evidencias que ha dejado aquel engaño: la de la hermandad entre lo verdadero y lo falso, y la de que en todo hombre hay medio mono.